Un cuento de magia. Chris Colfer

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Un cuento de magia - Chris Colfer


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comentarios de su madre dejaron a Brystal sin palabras. No sabía si solo era su imaginación o si en verdad las ojeras de su madre estaban mucho más oscuras que antes del desayuno.

      —Vamos, vete a la escuela —le dijo la señora Evergreen—. Ya me encargo yo de lavar esto.

      Brystal estaba decidida a quedarse y discutir con su madre. Quería enumerarle todas las razones por las que su vida sería diferente de las de otras niñas, quería explicarle por qué ella estaba destinada a hacer grandes cosas que iban más allá del matrimonio y ser madre, pero luego recordó que no tenía ningún tipo de prueba que respaldara sus creencias.

      Tal vez su madre tenía razón. Quizá Brystal era tonta por pensar que el mundo era algo más que oscuridad.

      Sin añadir nada, Brystal salió de casa y se dirigió hacia la escuela. Mientras caminaba en dirección al pueblo, se dio cuenta de que la imagen de su madre sobre el fregadero se había quedado grabada con mucha fuerza en su mente. Y le preocupaba que, en realidad, fuera una visión que perteneciera a su propio futuro y no tanto un mero recuerdo de su madre.

      —No —susurró para sí—. Esa no va a ser mi vida... Esa no va a ser mi vida... Esa no va a ser mi vida... —repitió la frase mientras caminaba con la esperanza de que, si la decía suficientes veces, acallaría sus miedos—. Puede parecer imposible ahora, pero yo sé que algo está a punto de ocurrir... Algo está a punto de cambiar... Algo está a punto de hacer que mi vida sea diferente...

      Brystal hacía bien al preocuparse, escapar de los confinamientos del Reino del Sur era imposible para una niña de su edad. Pero, al cabo de unas pocas semanas, lo que ella entendía por imposible iba a cambiar para siempre.

apertura

      2

ornamento

      Una señal

      Ese día, en la Escuela para Futuras Esposas y Madres de Colinas Carruaje, Brystal aprendió qué proporción de té es adecuado servirle a una visita inesperada, qué tipo de aperitivo se debe cocinar para una reunión formal y cómo doblar una servilleta con forma de paloma, entre otras cosas fasci­nantes.

      Para el final de la clase, Brystal había puesto los ojos en blanco tantas veces que le habían empezado a doler.

      Por lo general, se le daba bien ocultar su malestar en la escuela pero, sin el consuelo de un libro que la esperara en casa, le resultaba mucho más difícil disimular la irritación.

      Para tranquilizarse, pensó en la última página que había leído de Las aventuras de Tidbit Twitch antes de dormirse la noche anterior. El héroe de la historia, un ratón de campo llamado Tidbit, estaba colgado de un acantilado mientras luchaba contra un dragón feroz. Sus pequeñas garras empezaban a acusar el cansancio de tanto balancearse de cornisa en cornisa para esquivar el aliento de fuego del monstruo. Con la pizca de energía que le quedaba, lanzó su pequeña espada hacia el dragón, con la esperanza de herir a la bestia y poder subir hacia un lugar seguro.

      —¿Señorita Evergreen?

      Gracias a una especie de milagro, la espada de Tidbit voló por los aires y se clavó en el ojo del dragón. La criatura levantó la cabeza hacia el cielo y gritó de dolor, soltando géiseres de fuego feroces hacia la oscuridad. Justo cuando Tidbit empezaba a trepar por la ladera del acantilado, el dragón lo azotó con su cola puntiaguda y derribó al ratón del peñasco en el que se encontraba aferrado. Tidbit rodó hacia el suelo rocoso, mientras sacudía las extremidades de un lado a otro en busca de algo, cualquier cosa, a lo que sujetarse.

      ¡Señorita Evergreen!

      Brystal se enderezó en la silla como si la hubiera pinchado un alfiler invisible. Todas sus compañeras se volvieron hacia su pupitre, al fondo de la clase, y la miraron con el ceño fruncido. La maestra, la señorita Plume, la observaba con seriedad desde el frente sin separar los labios y levantando una de sus cejas finas.

      —Eeeh..., ¿sí? —dijo Brystal con mirada inocente.

      —Señorita Evergreen, ¿está prestando atención o está soñando despierta otra vez? —le preguntó la señorita Plume.

      —Estoy prestando atención, por supuesto —mintió.

      —Entonces, ¿cuál es la forma adecuada de manejar la situación que acabo de describir? —la desafió la maestra.

      Obviamente, Brystal no tenía ni idea de lo que estaban debatiendo en clase. Las otras niñas rieron entre dientes, augurando un buen castigo. Pero, por suerte, Brystal sabía la respuesta que resolvía todas las preguntas de la señorita Plume, fuera cual fuera el tema.

      —Supongo que le preguntaría a mi futuro marido qué debo hacer —contestó.

      La señorita Plume la miró un momento sin parpadear.

      —Eso es... correcto —dijo, sorprendida de tener que admitirlo.

      Brystal suspiró aliviada; sus compañeras, en cambio, lo hicieron decepcionadas. Ansiaban los momentos en los que Brystal era regañada por su costumbre infame de andar soñando despierta. Incluso la señorita Plume parecía decepcionada por haber perdido la oportunidad de reprenderla. Tanto que lo habría mostrado con un gesto de los hombros si su apretado corsé se lo hubiera permitido.

      —Sigamos —ordenó a sus alumnas—. Ahora repasaremos la diferencia entre atarse el pelo con un lazo y atarse los zapatos, y los peligros de confundirse.

      Las estudiantes celebraron entusiasmadas la siguiente lección y su felicidad hizo que Brystal muriera un poco por dentro. Sabía que no podía ser la única niña de la escuela que deseara una vida más emocionante que aquella para la que las estaban preparando, pero, mientras observaba como sus compañeras estiraban el cuello para ver los lazos y los cordones, dudó si todas serían unas actrices fenomenales o si tendrían el cerebro fantásticamente lavado.

      Brystal había aprendido que no debía mencionarle sus sueños o frustraciones a nadie, ya que no hacía falta que dijera nada para que la gente se diera cuenta de que era distinta. Al igual que los lobos de otra jauría, toda la escuela podía olerlo. Y dado que el Reino del Sur era un lugar tenebroso para las personas que pensaban distinto, las compañeras de Brystal se mantenían alejadas de ella, como si pensar diferente fuera una enfermedad contagiosa.

      «No te preocupes, algún día se arrepentirán... —pensó Brystal—. Algún día desearán haber sido más agradables conmigo... Algún día celebrarán mis diferencias... Algún día, ellas serán infelices y yo no...»

      Para evitar atraer más la atención, Brystal se quedó en silencio y se concentró cuanto pudo hasta el final de la clase. Solo se movió un momento para acariciar suavemente las gafas de lectura que llevaba escondidas debajo del vestido.

pausa

      Esa tarde, Brystal fue andando a casa desde la escuela a un paso mucho más lento del habitual. Como allí solo la esperaban tareas, decidió dar un paseo por la Plaza Mayor de Colinas Carruaje con la esperanza de que el cambio de escenario le despejara los problemas de la mente.

      El castillo de Campeón XIV, la catedral, el tribunal y la Universidad de Derecho se cernían a los cuatro lados de la plaza. Algunas tiendas y puestos de mercado atestados de gente llenaban las esquinas y los espacios entre las estructuras imponentes del gobierno. En el centro había un trozo de césped donde, sobre una fuente poco profunda, se erguía una estatua del rey Cam­peón I. La estatua mostraba al soberano montando a su caballo y apuntando una espada hacia un futuro aparentemente próspero, pero el homenaje recibía más atención de las palomas que de los ciudadanos que deambulaban por el pueblo.

      Al pasar frente a la Universidad de Derecho, levantó


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