Un cuento de magia. Chris Colfer

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Un cuento de magia - Chris Colfer


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de que se convirtieran en falsas esperanzas.

      —Tal vez, cuando seas juez supremo, puedas convencer al rey para que permita leer a las mujeres —le propuso a su hermano—. Ese sería un buen principio.

      —Tal vez... —dijo Barrie con una sonrisa débil—. Mientras tanto, al menos tienes mis libros viejos para mantenerte entretenida. Lo que me recuerda otra cosa: ¿ya has terminado Las aventuras de Tidbit Twitch? Me muero de ganas de hablar contigo sobre el final, pero no quiero arruinarte nada.

      —¡Solo me quedaban siete páginas! Pero mamá me ha descubierto esta mañana y me los ha quitado todos. ¿Puedes pasar por la biblioteca y ver si tienen algunos que se estén deshaciendo? Se me han ocurrido otros escondites donde ocultarlos.

      —Claro. Hoy saldré tarde del examen, pero pasaré mañana y... —La voz de Barrie se apagó antes de terminar de decir lo que estaba pensando—. De hecho, supongo que a partir de ahora será más difícil... La biblioteca queda junto a mi universidad y, si me aceptan en el programa de jueces adjuntos, estaré trabajando en el tribunal. Podrían pasar una semana o dos antes de que tenga tiempo de escabullirme.

      Hasta ese momento, Brystal no había caído en lo mucho que la graduación de su hermano la afectaría a ella. No había duda de que Barrie aprobaría el examen con unas calificaciones ex­celentes y que empezaría a trabajar como juez adjunto muy pronto. Durante los siguientes años, dedicaría todo su tiempo y energía a procesar y defender criminales en el tribunal. Abastecer de libros a su hermana menor sería la última de sus prioridades.

      —Está bien —dijo Brystal con una sonrisa forzada—. Encontraré algo que hacer mientras tanto. Bueno, todos tus botones están listos. Será mejor que ponga la mesa antes de que mamá se enfade.

      A continuación se dirigió hacia el comedor a toda prisa para que su hermano no percibiera la angustia en su voz. Cuando Barrie había dicho semanas, ella había entendido que podrían pasar ser meses, o incluso años, antes de tener otro libro en sus manos. Tanto tiempo sin poder distraerse de su vida mundana sería una tortura. Si quería mantenerse cuerda, necesitaría buscar fuera de casa algo para leer, pero debido a los severos castigos que el reino imponía a las lectoras femeninas, tendría que ser astuta, mucho, si no quería que la descubrieran.

      —¡El desayuno está listo! —anunció la señora Evergreen—. ¡Venid a comer! ¡El carruaje de vuestro padre llegará dentro de quince minutos!

      Brystal puso la mesa del comedor rápidamente, antes de que llegaran los demás miembros de su familia. Barrie se sentó a la mesa con las tarjetas y las repasó, una por una, mientras esperaban a que empezara el desayuno. Brystal no sabía si eran los botones que acababa de remendar o su confianza renovada, pero Barrie parecía mucho más alto de lo que lo había encontrado en el suelo. Se sintió muy orgullosa de los cambios físicos y mentales que acababa de concederle.

      Su hermano mayor, Brooks, fue el primero en unirse a Brystal y Barrie en el comedor. Era alto, musculoso, con el cabello completamente liso, y siempre parecía que tuviera un lugar mejor en el que estar; sobre todo cuando estaba con su familia. Brooks se había graduado en la universidad, hacía dos años que asistía al programa de jueces adjuntos, y, al igual que todos los adjuntos, llevaba una toga gris y negra a cuadros y un sombrero un poco más alto que el de Barrie.

      En lugar de saludarlos, Brooks les gruñó y, cuando vio a Barrie pasando las tarjetas, puso los ojos en blanco.

      —¿Todavía estás estudiando? —preguntó con desdén.

      —¿Qué hay de malo en estudiar? —le respondió Barrie.

      —Es la forma en que lo haces —le dijo Brooks para ridiculizarlo—. En realidad, hermano, si retener la información te exige todo este tiempo, tal vez deberías buscar otra profesión. He oído que los Fortworth necesitan un nuevo mozo de cuadra.

      Brooks se sentó frente a su hermano y colocó los pies sobre la mesa, a pocos centímetros de las tarjetas de Barrie.

      —Qué interesante, yo también he oído que los Fortworth están buscando yerno, porque su hija ha rechazado tu propuesta —contestó Barrie—. Dos veces, según dicen.

      Brystal no pudo evitar reírse. Brooks se burló de la risa de su hermana imitándola y luego miró a Barrie con los ojos entornados mientras pensaba en cómo volver a ofenderlo.

      —Hablando en serio, espero que hoy apruebes el examen —dijo.

      —¿De verdad? —preguntó Brystal con sospecha—. Bueno, eso sí que no es típico de ti.

      —Sí, de verdad —respondió Brooks—. Estoy deseando enfrentarme cara a cara con Barrie en el tribunal. Estoy aburrido de humillarlo solo en casa.

      Brooks y Barrie se miraron con el complejo odio que solo existe entre hermanos. Por suerte, su intercambio fue interrumpido antes de que subiera de tono.

      El juez Evergreen entró en el comedor con un montón de papeles bajo el brazo y una pluma entre los dedos. Era un hombre imponente con una tupida barba blanca. Tras una larga carrera juzgando a otros, varias arrugas profundas se le habían formado en la frente. Al igual que todos los jueces ordinarios del Reino del Sur, Evergreen llevaba una toga negra que lo cubría desde los hombros hasta los pies y un sombrero negro y alto que lo obligaba a agacharse cada vez que cruzaba una puerta. Sus ojos eran del mismo azul que los de su hija, e incluso compartían astigmatismo, lo cual era un beneficio grandioso para Brystal, pues lo que su padre no sabía era que, siempre que el juez desechaba un par de gafas de lectura viejas, su hija conseguía unas nuevas.

      Al verlo llegar, los jóvenes Evergreen se levantaron y se quedaron de pie junto a las sillas. Era costumbre levantarse ante la llegada de un juez al tribunal, pero Evergreen esperaba que su familia hiciera lo mismo en casa.

      —Buenos días, papá —dijeron todos al unísono.

      —Podéis tomar asiento —les permitió sin mirar a ninguno a los ojos.

      Él se sentó a la cabecera de la mesa y, de inmediato, enterró la nariz en sus papeles, como si en el mundo no existiera nada más.

      La señora Evergreen apareció con una olla de avena, un tazón inmenso de huevos revueltos y una bandeja caliente de panecillos. Brystal la ayudó a servir, y solo cuando los platos de los hombres estuvieron llenos, las mujeres se sirvieron el suyo y se sentaron.

      —¿Qué es esta basura? —preguntó Brooks mientras pinchaba la comida con el tenedor.

      —Huevos y avena —le contestó su madre—. Es el desayuno favorito de Barrie.

      Brooks se quejó como si aquella comida le pareciera ofensiva.

      —Debería habérmelo imaginado —se quejó de nuevo—. Barrie tiene los mismos gustos que un cerdo.

      —Lamento que no sea tu desayuno favorito, Brooks —dijo Barrie—. Tal vez mamá pueda prepararte para mañana crema de gatitos y lágrimas de bebé.

      —¡Por Dios, estos críos me van a matar! —gritó la señora Evergreen, y miró hacia el techo, desesperada—. ¿Sería mucho pediros a vosotros dos que me ahorrarais solo un día de todo este sinsentido? ¿Sobre todo en una mañana tan importante como esta? Cuando Barrie apruebe el examen, tendréis que trabajar juntos mucho tiempo. Os vendría bien aprender a ser civilizados.

      Por muchas cosas, a Brystal la aliviaba no poder estudiar para ser jueza: así evitaba la pesadilla de tener trabajar con Brooks, por ejemplo. Su hermano era muy conocido entre los jueces adjuntos, y a Brystal le preocupaba que usara sus contactos para sabotear a Barrie, ya que, desde su nacimiento, siempre había visto a su hermano pequeño como una especie de amenaza, como si solo a un Evergreen le estuviera permitido tener éxito.

      —Discúlpame, mamá —dijo Brooks, fingiendo una sonrisa—. Y tienes razón, debería ayudar a Barrie a prepararse para el examen. Déjame que te diga algunas de las preguntas que yo apenas supe responder durante mi examen; preguntas que, te lo aseguro,


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