Un cuento de magia. Chris Colfer

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Un cuento de magia - Chris Colfer


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mallas blancas, guantes de encaje blancos, hombreras blancas mullidas y zapatos de tacón blancos y con hebillas, y, para completar la transformación, se recogió su pelo largo y castaño con una cinta blanca.

      Brystal miró su reflejo y soltó un largo suspiro que nació en lo más profundo de su alma. Como de todas las mujeres del reino, se esperaba de ella que fuera de casa pareciera siempre una muñeca viviente, y Brystal odiaba las muñecas. De hecho, todo lo que orientara a las niñas, aunque fuera mínimamente, hacia ser madres o esposas lo añadía de inmediato a la lista de cosas que detestaba, y dada la cerrada visión que tenía de las mujeres el Reino del Sur, con los años había hecho una lista muy larga.

      Desde que tenía memoria, Brystal sabía que el destino le reservaba una vida fuera del confinamiento del reino. Sus logros la llevarían más allá de conseguir marido y tener hijos: ella viviría aventuras y experiencias; no se limitaría a cocinar y limpiar: encontraría una felicidad que nadie podría cuestionar, al igual que les ocurría a los personajes de sus libros. No podía explicar por qué se sentía de esa forma o cómo lo lograría, pero lo sentía con todo su corazón. Sin embargo, hasta que llegara ese día, no tenía más remedio que representar el papel que la sociedad le había asignado.

      Por eso buscaba formas sutiles y creativas de seguir adelante. Para que su uniforme escolar le pareciera tolerable, llevaba las gafas de lectura atadas a una cadena de oro, como un relicario, y luego se las escondía debajo del vestido. No era muy probable que en la escuela hubiera algo que valiera la pena leer, pues a las jóvenes solo se les enseñaba a leer recetas básicas y señales de tráfico, pero saber que ella estaba preparada por si se daba la ocasión le hacía sentirse como si llevara un arma secreta. Y saber que se estaba rebelando, aunque lentamente, le daba la energía necesaria para superar cada día.

      —¡Brystal! ¡Me refería al desayuno de hoy! ¡Baja de inmediato!

      —¡Ya voy! —contestó.

      La familia Evergreen vivía en una casa de campo espaciosa a unos pocos kilómetros de la Plaza Mayor de Colinas Carruaje. El padre de Brystal era un juez ordinario reconocido en el tribunal del Reino del Sur, lo que garantizaba a la familia más riquezas y respeto que a la mayoría. Por desgracia, como su sustento provenía de quienes pagaban impuestos, era considerado de mal gusto que los Evergreen disfrutaran de «extravagancias». Y como el juez no valoraba nada más que su buena reputación, privaba a su familia de esos gustos «extravagantes» siempre que podía.

      Todas las pertenencias de los Evergreen, desde la ropa hasta los muebles, eran de segunda mano, regalos de sus amigos o vecinos. No tenían ni una cortina a juego, la vajilla y los cubiertos pertenecían a servicios distintos y cada silla había sido hecha por un carpintero diferente. Incluso el papel de las paredes había sido arrancado de otras casas y formaba una caótica mezcla de estampados variados. Su propiedad era lo bastante grande como para emplear a un personal de veinte personas, pero el juez Evergreen creía que los sirvientes y los peones eran la «mayor extravagancia entre todas las extravagancias», por lo que Brystal y su madre se veían obligadas a encargarse del cuidado del jardín y las tareas del hogar ellas solas.

      —Remueve la avena mientras preparo los huevos —le pidió la señora Evergreen cuando Brystal al fin apareció en la cocina—. Pero no la mezcles mucho esta vez, ¡tu padre detesta que la avena quede demasiado blanda!

      Brystal se puso un delantal encima del uniforme escolar y cogió la cuchara de madera de su madre. Llevaba menos de un minuto junto al fuego cuando una voz cargada de pánico las llamó desde la habitación de al lado.

      —¡Mamááá! ¡Rápido! ¡Es una emergencia!

      —¿Qué ocurre, Barrie?

      —¡Se me ha soltado un botón de la toga!

      —Ay, Dios mío —musitó la señora Evergreen—. Brystal, ve a ayudar a tu hermano con el botón. Y arréglalo rápido.

      Brystal cogió el costurero y se dirigió a toda prisa hacia la sala de estar que había junto a la cocina. Para su sorpresa, encontró a su hermano de diecisiete años sentado en el suelo. Tenía los ojos cerrados y se mecía hacia delante y hacia atrás con un montón de tarjetas en las manos. Barrie Evergreen era un joven delgado de cabello castaño alborotado, inocente y nervioso desde su nacimiento; sin embargo, ese día lo estaba extremadamente.

      —¿Barrie? —lo llamó Brystal con suavidad—. Mamá me ha dicho que viniera a arreglarte el botón. ¿Puedes dejar de estudiar un momento o quieres que venga más tarde?

      —No, ahora está bien —dijo Barrie—. Puedo repasar mientras lo coses.

      Se puso de pie y le entregó a su hermana el botón que se la había soltado. Al igual que todos los estudiantes de la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje, Barrie llevaba una toga larga y gris y un sombrero negro cuadrado. Mientras Brystal enhebraba la aguja y le cosía el botón en el cuello del traje, Barrie miraba con atención la primera tarjeta. Como no dejaba de tocarse el resto de los botones mientras permanecía concentrado, Brystal le dio una bofeteada en la mano antes de que arrancara otro.

      —La Ley de Purificación del 342..., la Ley de Purificación del 342... —leyó Barrie para sí mismo—. Fue promulgada cuan­do el rey Campeón VIII culpó a la comunidad de trols de vulgaridad y desterró a los de su especie del Reino del Sur.

      Satisfecho con la respuesta, Barrie dio la vuelta a la tarjeta y leyó la respuesta correcta en el dorso. Por desgracia, se había equivocado y reaccionó con un quejido largo de derrota. Brystal no pudo evitar sonreír ante la frustración de su hermano: le recordaba a un cachorro intentando atrapar su propia cola.

      —¡No tiene gracias, Brystal! —gritó Barrie—. ¡Voy a suspender el examen!

      —Ay, Barrie, tranquilízate —le dijo ella, riendo—. Te irá bien. ¡Llevas toda la vida estudiando leyes!

      —¡Por eso será tan humillante! ¡Si no apruebo hoy, no me graduaré! ¡Si no me gradúo, no seré juez adjunto! ¡Si no soy juez adjunto, no llegaré a juez ordinario como papá! ¡Y si no llego a ser juez ordinario, nunca seré juez supremo!

      Como todos los hombres de la familia Evergreen que lo precedían, Barrie estaba estudiando para juez del sistema de tribunales del Reino del Sur. Asistía a la Universidad de Derecho de Colinas Carruaje desde que tenía seis años, y a las diez en punto de esa mañana se presentaría a un examen muy riguroso que determinaría si sería juez adjunto. Si aprobaba, Barrie se pasaría la siguiente década procesando y defendiendo criminales en diver­sos juicios. Una vez que su tiempo como juez adjunto terminara, se convertiría en juez ordinario y presidiría juicios, igual que su padre. Y, en caso de que su carrera como juez ordinario satisficiera al rey, Barrie podría ser el primer Evergreen en convertirse en juez supremo del consejo asesor del rey, donde ayudaría al soberano a crear las leyes.

      Llegar a juez supremo había sido el sueño de Barrie desde niño, pero su camino hacia el consejo asesor del rey terminaría ese día si suspendía el examen. Por eso, siempre que había podido, los últimos meses se los había pasado estudiando las leyes y la historia de su reino, para asegurarse el éxito.

      —¿Cómo volveré a mirar a papá a los ojos si no apruebo? —le preguntó preocupado—. ¡Debería rendirme ahora y ahorrarme la vergüenza!

      —No seas tan dramático —le dijo Brystal—. Te lo sabes de memoria. Pero estás dejando que los nervios te dominen, eso es todo.

      —No estoy nervioso... ¡Estoy hecho un desastre! ¡Me he pasado despierto toda la noche haciendo estas tarjetas y ahora apenas puedo leer mi propia letra! ¡Sea lo que sea la Ley de Purificación del 342, no es lo que he contestado!

      —Pero casi lo aciertas —dijo Brystal—. El problema es que estás pensando en la Ley de Desgarrificación del 339, que fue promulgada cuando Campeón VIII desterró a los trols del Reino del Sur. Por desgracia, ¡su ejército confundió a los duendes con los


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