Un cuento de magia. Chris Colfer

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Un cuento de magia - Chris Colfer


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irradiando a través de las paredes, pero, de todas formas, habría dado cualquier cosa para estar en su lugar. Se detuvo para desearle buena suerte y siguió caminando.

      No le quedó otra opción que pasar por delante del tribunal mientras seguía cruzando la plaza. Era un edificio amenazante de columnas altas y techo a dos aguas. Cada columna tenía esculpida la imagen de un juez supremo que miraba con el ceño fruncido a los ciudadanos, como un padre decepcionado, expresión que Brystal conocía muy bien. No pudo evitar sentir que la ira la invadía desde lo más profundo mientras observaba aquellos rostros intimidantes por encima de ella. Los hombres como ellos, los hombres como su padre, eran la causa de su infelicidad.

      En una esquina de la plaza, entre la universidad y el tribunal, estaba la biblioteca de Colinas Carruaje. Era un edificio pequeño y modesto en comparación con los que lo rodeaban, pero para Brystal la biblioteca era un palacio. Encima de la puerta de doble hoja había una placa negra con un triángulo rojo en el centro, un símbolo común en el Reino del Sur que recordaba a las mujeres que no tenían permitido entrar. Aun así, la ley no podía acabar con su deseo de hacerlo.

      Siempre que ponía los ojos en la biblioteca, Brystal tenía una sensación horrible: estar tan cerca de tantos libros y tener prohibido disfrutarlos... Sin embargo, ese día en particular la sensación se le hizo insoportable. La impotencia que sentía le despertó una avalancha de emociones, y todos esos miedos, dudas y penas que había reprimido arremetieron contra ella como una estampida. La pintoresca ruta de regreso a casa que había tomado estaba creando el efecto contrario al deseado, y no tardó en sentir la plaza como una jaula que se cerraba a su alrededor.

      Brystal estaba tan abrumada que apenas podía respirar. Espantó a un grupo de palomas de la estatua de Campeón I y se sentó en el borde de la fuente para recuperar el aliento.

      —No puedo seguir con esto —se dijo con respiración entrecortada—. No dejo de repetirme que todo mejorará, pero las cosas solo hacen que empeorar... Si la vida es solo una serie de decep­ciones, entonces desearía no haber nacido... Desearía poder transformarme en una nube e irme flotando lejos, muy lejos de aquí...

      Las lágrimas le cayeron por el rostro sin que hubiera podido preverlas. A algunos ciudadanos la escena les pareció conmovedora y se detuvieron a mirarla boquiabiertos, pero a Brystal no podía importarle menos. Enterró el rostro entre las manos y lloró delante de todos.

      —Por favor, Dios, necesito algo más que fe para seguir adelante... —dijo entre lágrimas—. Necesito algo que me demuestre que no soy la tonta que siento que soy... Necesito un mensaje que me diga que mi vida no siempre será triste... Por favor, necesito una señal...

      Irónicamente, cuando Brystal dejó de llorar y se secó las lágrimas, lo primero que vio fue una señal. Un bibliotecario anciano y algo raquítico salió de la biblioteca con un cartel amarillo debajo del brazo. Con manos temblorosas, lo clavó en la entrada. Brystal nunca había visto que colgaran un letrero en la puerta de entrada de la biblioteca, y sintió mucha curiosidad. Cuando el anciano regresó dentro, ella avanzó hacia la escalinata para leer las palabras pintadas sobre el cartel:

      SE BUSCA SIRVIENTA

      De pronto, una idea recorrió el cuerpo entero de Brystal con un cosquilleo. Antes de poder pensárselo y de ser completamente consciente de lo que iba a hacer, cruzó la puerta y entró en la biblioteca de Colinas Carruaje.

      El primer vistazo le resultó tan estimulante que su mente tardó segundos en entender lo que estaban viendo sus ojos. Durante todos los años que se había pasado preguntándose cómo sería la biblioteca por dentro, nunca la había imaginado tan mag­nífica: una sala circular enorme con una alfombra esmeralda, las paredes cubiertas de paneles de madera y la luz natural abriéndose paso a través de un techo de cristal. Una esfera plateada inmensa se elevaba en el centro de la planta baja, donde montones de estudiantes de Derecho estaban dispersos sentados en las butacas que había frente a las mesas antiguas. Lo más sorprendente de todo era que la biblioteca estaba rodeada por tres pisos de estantes con libros que parecían extenderse hacia las plantas superiores como un laberinto interminable.

      Ver aquellos miles y miles de libros hizo que Brystal se sintiera algo mareada, como si acabara de sumirse en un extraño sueño. Nunca había creído que existieran tantos libros en el mundo, y mucho menos en la biblioteca de su ciudad.

      Al cabo de un instante, encontró al bibliotecario anciano detrás de un mostrador en la entrada de la sala. El plan que había improvisado sería un desastre si no jugaba las cartas correctas. Cerró los ojos, respiró hondo, se deseó buena suerte y se acercó.

      —Disculpe, señor —lo llamó Brystal.

      El bibliotecario estaba ocupado colocando etiquetas en una pila nueva de libros y no reparó en su presencia enseguida. En ese momento, Brystal sintió una chispa de celos por el anciano; no podía imaginar la cantidad de libros que habría tocado y leído todos esos años.

      —Disculpe, ¿señor Woolsore? —insistió tras leer la placa de identificación del mostrador.

      El bibliotecario la miró con dificultad y cogió un par de gafas con mucho aumento que tenía cerca. Cuando se las puso, se quedó boquiabierto. Señaló a Brystal como si fuera un animal salvaje que anduviera suelto por el edificio.

      —Jovencita, ¡¿qué estás haciendo aquí?! —exclamó el señor Woolsore—. ¡No se permite la entrada de mujeres a la biblioteca! ¡Márchate antes de que llame a las autoridades!

      —En realidad, es totalmente legal —explicó Brystal, con la esperanza de que su tono tranquilo suavizara el del anciano—. Verá, según la Ley de Contratación del 417, las mujeres tienen permitido entrar en establecimientos que solo están destinados a hombres para buscar empleo. Cuando ha colgado el cartel ahí fuera, me ha dado permiso legal para entrar en el edificio y presentarme para el puesto.

      Brystal sabía que la Ley de Contratación del 417 solo era aplicable a mujeres mayores de veinte años, pero esperaba que el bibliotecario no estuviera tan familiarizado con las leyes como ella. El señor Woolsore frunció sus tupidas cejas y la miró como un halcón.

      —¿Tú quieres ser sirvienta? —le preguntó.

      —Sí —contestó Brystal, encogiéndose de hombros—. Es un trabajo honesto, ¿verdad?

      —Pero ¿una niña como tú no debería estar ocupada aprendiendo a cortejar y coquetear con muchachos? —le preguntó el señor Woolsore.

      Brystal estaba dispuesta a discutir, pero se tragó el orgullo y mantuvo los ojos fijos en su objetivo.

      —Para serle sincera, señor Woolsore, un muchacho es exactamente la razón por la que quiero el puesto. Verá, hay un juez adjunto del que estoy completamente enamorada, desesperada porque un día me proponga matrimonio, pero no creo que me vea como su futura esposa. Mi familia tiene sirvientes, muchos, muchos sirvientes, por lo que no parece creer que sea capaz de encargarme de las tareas del hogar. Sin embargo, cuando descubra que he estado limpiando la biblioteca yo sola, y perfectamente bien, permítame añadir, sabrá que seré mejor esposa que el resto de las muchachas del reino.

      Brystal incluso se enroscó el cabello en un dedo y pestañeó numerosas veces para adornar su actuación.

      —Me gustas, pero no eres una candidata práctica para el puesto —contestó el bibliotecario—. No podrías trabajar en la biblioteca mientras los estudiantes de Derecho estuvieran estudiando. Una jovencita sería demasiada distracción para los jóvenes.

      —Entonces, tal vez pueda limpiar por la noche, cuando cierre la biblioteca —sugirió Brystal—. En muchos sitios las sirvientas limpian cuando han cerrado. Podría comenzar en cuanto usted se vaya y no habrá ni rastro de mí cuando regrese por la mañana.

      El señor Woolsore se cruzó de brazos y la miró con sospecha. Le parecía demasiado convincente como para poder confiar en ella.

      —No me estarás engañando, ¿verdad? —quiso averiguar—. No querrás el trabajo para poder estar cerca de los libros,


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