Colombia. El terror nunca fue romántico. Eduardo Mackenzie
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En las redes sociales muchos están pidiendo la destitución de la alcaldesa de Bogotá por lo ocurrido el 21 de enero. Dicen que no se puede tolerar que sigan esas «marchas de protestas». La Casa de Nariño y los servicios del Estado deben parar la dinámica de desestabilización recurrente. La seguridad de Bogotá y de Colombia está en juego. A las alcaldías de las grandes ciudades, comenzando por Bogotá, hay que retirarles los poderes de policía. En los tiempos que corren esa alta tarea debe recaer en manos del Jefe de Estado y de los organismos especializados.
El papel del «comité de paro» en los disturbios sangrientos es cada vez más obscuro. Dice condenar la acción vandálica pero no hace nada para retirarle el piso a los violentos y las «marchas de protesta» siguen generando revueltas. Ese «comité» debe ser disuelto.
Bogotá ha sido víctima en años recientes de atentados monstruosos. La capital no puede habituarse ahora a una ola de violencias de nuevo tipo con el pretexto de que hay un «derecho a la protesta». Ese derecho no existe, si la protesta consiste en utilizar la fuerza contra las personas y los bienes públicos. Esas marchas deben ser prohibidas. La opinión sabe que esas destrucciones responden a dictados de Nicolas Maduro quien intenta castigar a Colombia por recibir la emigración venezolana y por ayudar diplomáticamente al pueblo venezolano a liberarse de esa abyecta dictadura.
31 de enero de 2020
ESTAMOS EN MORA DE HACER UN diccionario del lenguaje comunista. Son tantas las palabras de nuestra bella lengua española que los mamertos han pervertido para disfrazar sus mentiras y embellecer sus acciones, que podríamos hacer no solo un lexicón sino un abultado volumen de consulta para que el público en general, pero sobre todo para que las nuevas generaciones y algunos periodistas puedan reapropiarse el significado auténtico de miles de palabras que fueron desfiguradas y alteradas por los propagandistas de esas bandas criminales.
El trabajo debería extenderse a ciertas fórmulas, sintagmas, dichos y maneras de hablar de los mamertos que la opinión, a fuerza de tanto oírlas, termina por aceptarlas como si su sentido fuera justo y reflejara la realidad.
Veamos, por ejemplo, un sintagma muy conocido y utilizado por ellos en estos momentos: «paro cívico».
Ese término fue inventado por los marxistas criollos para darle una connotación positiva a una de sus «formas de lucha» más vengativas y destructoras.
La frase «Paro cívico» es, en realidad, un oxímoro, es decir una figura de estilo que acerca sintácticamente dos términos que se oponen en circunstancias normales. Por ejemplo, la frase «la soledad sonora» (de San Juan de la Cruz) es el más bello oxímoro de la lengua española. También son oximoros frases como «docta ignorancia», o «hielo abrazador», «el sol de medianoche». Incluso la frase «ciencias ocultas» es un oxímoro.
«Paro cívico» es, también, un oxímoro. Es una expresión que encierra una contradicción fundamental, pues «paro» y «cívico» son dos términos antagónicos. Un «paro» nada tiene de «cívico». Un paro no puede ser cívico. Cívico quiere decir de ciudadanos, de gente educada y civilizada. En un paro la violencia está siempre presente, luego un «paro» no merece el calificativo de «cívico».
En el hablar colombiano, un paro es una huelga intempestiva y hasta ilegal. En castellano un paro es otra cosa: es «una interrupción o cese de una actividad laboral, particularmente la realizada por los patronos, en contraposición a la huelga de los empleados» (Santillana).
En Colombia la izquierda logró convertir la palabra «paro» en sinónimo de huelga, es decir, en un acto que puede ser legítimo y legal (si la huelga no es violenta), en un derecho obtenido por el mundo sindical y por los trabajadores. En cambio, en la acepción colombiana de «paro» está presente la noción de suspensión violenta de las actividades de una sociedad, o de una ciudad, o de una región. Peor: se supone que en un «paro» deben participar, voluntariamente o por la fuerza, todas las capas y clases de la sociedad, no solo los obreros y los trabajadores.
El invento de la fórmula «paro cívico» fue muy hábil. Un paro, es decir una huelga ilegal, nunca puede ser «cívica». Es un acto contrario al derecho y repudiable. Sin embargo, en la fórmula «paro cívico» esa connotación negativa desaparece o es neutralizada. Es más, aparece como una acción justificada, necesaria, disculpable y legítima. El alcance desinformador de esa fórmula es vastísimo.
Recordemos el paro cívico del 14 de septiembre de 1977. Los aparatos de entrismo del PCC en el mundo sindical lograron arrastrar a esa aventura sangrienta a las otras centrales sindicales. Ese paro dejó un saldo de 23 muertos, un número indeterminado de heridos y 400 detenidos. Los desórdenes en varias ciudades duraron dos días. Pero ahí no terminó en tal paro cívico: un año después, el 12 de septiembre de 1978, un comando comunista asesinó a balazos al exministro del Gobierno que le había hecho frente al paro insurreccional, Rafael Pardo Buelvas, en su propio domicilio, delante de su esposa. Ese fue el fin del paro cívico de 1997.
Luego los «paros cívicos» no tienen nada de «cívicos»: son, por el contrario, una pavorosa arma criminal de la subversión comunista.
Los «paros cívicos» que decretan y dirigen hoy los jefes de las Farc-partido, junto con los caciques de FECODE y de la CUT contra el gobierno, son de la misma naturaleza de aquel paro de 1977: producen muertos, heridos, detenidos y destrucciones de todo tipo. No ha acarreado el asesinato de un ministro, pero el ministro de Defensa, Carlos Holmes Trujillo, ha sido amenazado de muerte por una banda narco-terrorista. Esos elementos, apartemente inconexos, hacen parte de un mismo proyecto. ¿Cómo es posible que sigamos creyendo que en esas revueltas sangrientas hay algo de «cívico»?
Orwell decía que es ilusorio creer que bajo un gobierno totalitario (comunista o fascista) se podría permanecer interiormente libre, que en sus buhardillas los enemigos clandestinos de ese régimen podrían anotar sus pensamientos. Parafraseando a Orwell podríamos decir que en Colombia sería ilusorio creer que bajo la cascada diaria de propaganda permanente comunista, vertida de manera directa o indirecta, e inconsciente a veces, por la prensa y por los demás medios de comunicación, podríamos seguir, en el fondo de nosotros mismos, seguir pensando como hombres libres.
Para serlo debemos repudiar y denunciar el uso del lenguaje totalitario que le roba a las palabras su relación íntima con las cosas y que es explotado para disimular el verdadero carácter de las atrocidades.
14 de febrero de 2020
LOS ÚNICOS QUE OBJETAN LA IMPORTANTE labor del profesor Darío Acevedo Carmona al frente del Centro Nacional de Memoria Histórica, desde febrero de 2019, es el grupúsculo sectario de siempre, el mismo que controló a sus anchas, durante ocho años y en la más grande opacidad, esa dependencia administrativa.
Ese equipo estaba empeñado en cumplir una sola tarea: que todos los recursos intelectuales y financieros del CNMH fueran canalizados para imponer como verdad revelada un embuchado narrativo que avergüenza a todo historiador que se respete(8).
Pretendían (y los viudos del poder siguen gritando lo mismo desde los techos) que la violencia de las Farc, y de las otras narco-guerrillas comunistas, sólo fue «un elemento discursivo desde el marxismo» de un «actor político» aunque éste haya «trasgredido el orden jurídico constituido»(9).
Cincuenta años de atrocidades, manipulaciones y mentiras de todo calibre, cometidas por implacables bandas criminales, son ocultados y convertidos en un mero «discurso» de un actor no armado pues únicamente «político».
Lo hecho en Inzá, Bojayá, El Nogal, Machuca, la Escuela General Santander, para escoger solo cinco matanzas entre tantas otras, fueron «elementos discursivos» de las Farc y del Eln.
La