Seguimos siendo culpables. Mélanie Ibáñez Domingo

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Seguimos siendo culpables - Mélanie Ibáñez Domingo


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en las posiciones frente a la mujer y la configuración de su papel social». En primer lugar, el papel clásico de madre y ama de casa adquirió una nueva dimensión, desdibujando el límite públicoprivado. Su rol sobrepasó los muros del hogar para proyectarse sobre un colectivo más amplio: la población civil. En segundo lugar, su labor gozó de reconocimiento público. Fue valorado por ellas mismas, lo que las dotó de identidad, a la par que se reconocía socialmente su importancia.44

      Tanto la Segunda República como, después, la Guerra Civil habían posibilitado una serie de tendencias, «condiciones necesarias pero no suficientes en lo relativo a una amplia y profunda transformación de las relaciones de género tanto en lo público como en lo privado».45 Sin embargo, estos cambios bastaron para que una parte de la sociedad española los considerara una amenaza al statu quo, y para convertirse en la punta de lanza de la represión de una parte de la población femenina.

      La sublevación militar y la dictadura franquista se caracterizaron por su voluntad de reprobar, contrarrestar y castigar los avances acometidos. Como señala Giuliana Di Febo:

      … coherentemente con este anhelo palingenésico, la condena a la República es acompañada de su estigmatización por haber determinado la pérdida de los valores tradicionales, entre ellos la familia y el hogar.46

      La dictadura franquista significó para las mujeres «la radicalización hasta extremos esperpénticos de unas relaciones de género fuertemente patriarcales y del modelo tradicional de mujer doméstica, así como el retorno radical a la esfera privada».47 Las relaciones jerárquicas de género se agudizaron y, junto con ello, se produjo una redefinición de la identidad femenina. En la simbiosis de estos dos elementos jugó un papel de primer orden la voluntad de recuperar el modelo tradicional de familia católica y, en consecuencia, determinar el papel social que debían representar las mujeres era fundamental.

      En el plano más discursivo, dicha redefinición no inventaría nada nuevo, dado que el modelo tradicional de esposa y madre estaba largamente establecido en función de un pasado social y político que, por otra parte, no resultaba demasiado remoto ni había experimentado modificaciones importantes en la mentalidad del conjunto.48

      En todo caso, las mayores novedades en este aspecto fueron, por un lado, la repetición hasta el hartazgo de una perorata que con poca habilidad disfrazaba la misoginia del discurso; y, por otro, la proyección de un modelo de mujer sin fisuras, un modelo indeterminado, universal e interclasista, que no tenía en cuenta condicionantes socioeconómicos.49

      Esta redefinición de las relaciones de género no respondía únicamente al deseo de regresar a un orden simbólico concreto, sino que había también razones de tipo práctico, con el fin de resolver todo un conjunto de problemas políticos, sociales y económicos. Por ejemplo, el vacío demográfico –que requería de una potente política natalista– o la necesidad de expulsar mano de obra de un mercado de trabajo poco dinámico.50

      Asimismo, este modelo tradicional casaba con un proyecto político que aspiraba a controlar la vida social. Para ello, se tornaba imprescindible vigilar a la considerada «entidad natural»: la familia. Y el buen funcionamiento de la institución familiar pasaba por preservar lo que era pura y llanamente la familia tradicional, en la que la mujer debía cumplir un rol específico.51

      El cambio fundamental que implicó la dictadura franquista fue el compromiso de quienes detentaban el poder con que este modelo fuera el único. De este modo, se intervino políticamente a través de múltiples mecanismos con un objetivo claro: asegurar la contrarrevolución y asimetría de género. Lo privado iba a ser más que nunca político, con un fuerte intervencionismo del Estado y de los poderes públicos hasta en la vida más íntima y recóndita de las personas.52

      La dictadura aprobó numerosas disposiciones legislativas con la voluntad de intervenir siguiendo criterios de género en tres ámbitos: la educación, el trabajo y la denominada moral pública.53 Además, esta práctica legislativa mostraba una doble dinámica: por un lado, se premiaba y protegía la institución familiar; por otro, las políticas represivas iban destinadas a la mujer, a cerrar cualquier resquicio de su independencia como individuo.54

      Sin ánimo de extendernos, las mujeres fueron «fajadas»,55 aprobándose desde el inicio de la Guerra Civil una prolífica legislación orientada a la separación y diferenciación sexual desde la infancia: las niñas serían preparadas para su destino biológico como esposas y madres, y sus posibilidades de acceder a una formación profesional adecuada se estrechaban debido a su exclusión del ámbito laboral y su dedicación a la familia y a la protección de la institución familiar, cuyo modelo no era otro que el tradicional de sumisión a la autoridad patriarcal. Se restableció el Código Civil de 1889 y las mujeres, sobre todo las casadas, volvieron a la minoría de edad permanente. Fueron equiparadas a los menores e incapaces mentales y relegadas a sujetos jurídicos de segunda: necesitaban la licencia del marido para comparecer en un juicio, enajenar bienes o ejercer una actividad comercial.56

      Asimismo, la dictadura legisló cualquier posible desviación del canon, aunque siempre condenando únicamente o con mayor ímpetu el descarrío protagonizado por mujeres.57 La justicia ordinaria veló sobre todas estas cuestiones relacionadas con la transgresión de la nueva moral social. Una represión moral que acabó afectando especialmente a las mujeres, situadas en el centro de la diana, y generando «una legión de víctimas a las que ni siquiera les cupo, durante mucho tiempo, el honor de entrar en las estadísticas historiográficas del descalabro». Si las leyes ya las colocaban en una posición vulnerable, la misoginia de los jueces fue, en muchas ocasiones, notoriamente descarada.58

      Una parte de las mujeres sufrió también la represión de posguerra. Y, como se ha señalado, el género fue un componente omnipresente y esencial a la hora de punir y legitimar un determinado orden de género a través del castigo ejemplarizante y retroactivo de su cuestionamiento. En relación con ello, marcó experiencias diferentes, máxime si se tiene en cuenta el contexto de contrarrevolución de género que significó la dictadura franquista.

      Desde la historia de las mujeres y del género se han remarcado las especificidades de la represión sobre las mujeres basada en su condición femenina y se ha subrayado la necesidad de reflexionar en torno a estas particularidades para ofrecer una explicación más general, global y compleja.59 En palabras de Pura Sánchez:

      No nos parece, lo diremos una vez más, que la represión ejercida sobre las mujeres deba entenderse del mismo modo que la represión en general, considerada equivalente a la masculina, sino un fenómeno que tiene sus rasgos propios y sus objetivos específicos. Por ello, su ignorancia o insuficiente consideración ha acarreado hasta ahora un a veces incompleto, a veces incorrecto, acercamiento al hecho global de la represión.60

      Las fórmulas más habituales para conceptualizar la represión ejercida contra las mujeres han sido represión de género y represión femenina, aludiendo directamente al origen de sus especificidades. Los elementos diferenciados y diferenciadores de la represión femenina se extienden desde el quiénes son estas mujeres, entendiendo por tal qué mujeres padecen la represión y cómo se las representa, hasta el por qué fueron castigadas, cómo o qué métodos se emplearon y con qué finalidad.

      Respecto al quiénes, entre los términos empleados por la dictadura para designar a las represaliadas, puede destacarse el de «rojas» como exponente del estereotipo construido en negativo, y perdurable, para definir a estas mujeres. El término no fue un invento de la dictadura,61 sino que se apropió de él, amplió sus límites y lo redefinió cargándolo de connotaciones negativas. Al cambiar el término «rojo/s» de género gramatical se añadían y/o sobredimensionaban matices relacionados con la inmoralidad de aquellas a las que se refería. Las «rojas» representaban el «antimodelo» que se debía redimir: «la hez de la sociedad», pura «escoria», «mujerzuelas», que hacían gala de su «lujuria desenfrenada». Eran «ordinarias, bastas, sucias, ociosas, inclinadas al vicio y a la violencia».62

      Más allá de proyectar una imagen o un estereotipo de ellas, se dibujaba


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