El infierno está vacío. Agustín Méndez

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El infierno está vacío - Agustín Méndez


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que ver con la existencia de una condición sine qua non para la intervención de los demonios en el mundo material: la autorización por parte de la deidad. La innegable importancia que los autores ingleses otorgaron a ambas cuestiones ha sido considerada como síntoma de una excepcionalidad del pensamiento demonológico desarrollado dentro de las fronteras del reino británico más austral. Uno de los objetivos del presente capítulo radica en demostrar que tanto el providencialismo como la necesaria autorización divina no fueron nociones exclusivamente inglesas, sino que, por el contrario, pueden hallarse en desarrollos teóricos patrísticos, escolásticos y en tratados demonológicos tardomedievales y temprano-modernos escritos allende las fronteras inglesas. Ello se relaciona con que los dos problemas que hay que considerar, además de relacionarse entre sí, se vinculan con discusiones centrales de la teología y la cosmovisión cristiana, entre los cuales pueden destacarse el problema del mal, la lucha contra el dualismo y la relación entre Dios y los espíritus impuros. De esta manera, nos encontraríamos frente a materias en las que la fractura confesional entre católicos y protestantes no habría producido diferencias de fondo. Para comprobarlo se planteará una comparación respecto de las consideraciones que los demonólogos francófonos sostuvieron en torno al providencialismo y la teoría del permiso. Si bien historiadores como John Teall han señalado que ambos asuntos interesaron poco a demonólogos como Jean Bodin, Nicolas Rémy, Henry Boguet o Pierre de Lancre, que a diferencia de los ingleses eran católicos y expertos en jurisprudencia antes que en teología, es una de las ideas que organiza el presente capítulo que ambas cuestiones también fueron importantes en sus postulados sobre la brujería y el estudio de los demonios.1 En otras palabras, es una de nuestras hipótesis que para los tratadistas ingleses y franceses, el rol de la divinidad, la forma en que ejercía su control sobre la Creación, sus capacidades y sus intenciones coincidieron significativamente. Así, la literatura demonológica habría sido durante la Edad Moderna una de las formas privilegiadas de apología de la doctrina de la soberanía divina.

      Entre los siglos II y III de la era común, la ortodoxia teológica, litúrgica y eclesiástica al interior del cristianismo estaba aún en construcción. No existían todavía acuerdos o bases comunes y estables sobre puntos fundamentales del dogma. Desde antes del Concilio de Nicea (325), una Iglesia todavía en formación había desarrollado a través del esfuerzo intelectual de pensadores como Irineo (c. 130-c. 202), Tertuliano (c. 160-c. 220) u Orígenes (185-254) diversos mitos cosmológicos para dar cuenta y explicar las ideas de San Pablo, por entonces la figura central de la teología cristiana, sobre la Caída y la Redención, así como para combatir el gnosticismo.2 La tarea de los Padres apologistas, sin embargo, se caracterizó por su incapacidad para dar a luz una cosmología unificada o universal, un problema relativamente menor frente a las no menos heterogéneas elaboraciones de las diversas ramas del gnosticismo cristiano occidental, pero que demostraría su potencial gravedad frente al ascenso y expansión del maniqueísmo, la expresión más exitosa, popular y hostil de aquel durante el primer milenio.3 Entre las propuestas centrales de los seguidores del profeta persa Mani (c. 215-c. 276) se encontraba la defensa del dualismo teológico y cosmogónico, según el cual existían dos principios increados e independientes, el Bien y el Mal, personificados por Dios y el Príncipe de las Tinieblas respectivamente, desde siempre enfrentados y cuyo antagonismo marcó el origen y la evolución del mundo desde su creación y continuaría haciéndolo hasta el Escatón.4 Estas dos eternidades dividían lo bueno y lo malo, la luz y las tinieblas, lo espiritual y lo material, no solo a nivel cósmico, sino también en cada ser humano, donde el espíritu pertenecía a Dios y la carne al Mal.5 Según los postulados de este mito cósmico, la divinidad –y el alma humana, que no era otra cosa que una porción de su sustancia– quedaba librada de culpa o responsabilidad por la existencia de cualquier acontecimiento negativo, cuyo origen se hallaba siempre en el principio maligno.6 El Mal, pues, era una entidad en sí misma, cuya raíz era independiente de la figura divina.

      Los postulados del maniqueísmo atrajeron a un considerable número de adeptos, no solo en la Mesopotamia donde se había originado, sino también en el mundo romano merced a la espectacular capacidad proselitista de sus misioneros.7 Una de las regiones donde más éxitos cosecharon fue en el norte de África. El joven Agustín de Hipona (354-430) se encontraba entre quienes no pudieron escapar de su influjo. Fue justamente el problema del mal, que obsesionó al futuro santo desde su juventud hasta el final de sus días, el que lo acercó a los maniqueos. Varias de sus ideas centrales resultaban atractivas para alguien criado en el seno de un hogar cristiano: Dios era considerado completamente bueno e incapaz de todo mal, la Luz antagonizaba con la Oscuridad y el hombre era una criatura compuesta de cuerpo y alma.8 Esta última era perfecta e impecable, aunque encarcelada por la corrupción de la materia física que la rodeaba.9 Esta simpleza doctrinal basada en divisiones tajantes era otro de los atractivos iniciales del grupo: la concepción dualista eliminaba la necesidad de escrutarse internamente, desviando la mirada lejos de los problemas de la propia conciencia, inclinándose por una aproximación a la religión fundamentalmente intelectual y basada en la razón. Eso le permitía a Agustín ocuparse de los grandes problemas del mundo y concentrarse en la estructura del universo, lo que en parte explica la atracción que sintió durante aquella etapa de su trayectoria intelectual y religiosa por la astrología.10

      Tras años como discípulo (auditor) de los elegidos (electi) maniqueos, la comodidad intelectual de los postulados del grupo ya no convencían a un Agustín cada vez más perturbado existencialmente. La propuesta espiritual de la religión le resultaba, además, estática: no había espacio para la mejora, para el crecimiento personal, para el enriquecimiento interior.11 El dualismo antropológico no explicaba la impiedad interna que percibía en sí mismo. Un maniqueo nunca constituiría un todo, y era precisamente esa integridad la que el de Hipona buscaba.12 Lo que en verdad lo rasgaba internamente no era una atávica tensión entre cuerpo y alma, sino sus propias falencias. Si el espíritu dejaba de entenderse como una porción de la divinidad y comenzaba a ser considerado como una creación inferior, falible e imperfecta, toda la existencia humana, así como la odisea espiritual que se atravesaba en vida, adquirían un cariz ontológicamente diferente. Esta transformación pavimentó su camino de vuelta al cristianismo, apuntalado por su viaje a Italia y la tutela que Ambrosio, obispo de Milán, ejerció sobre él. Distanciándose del presupuesto fundamental de las enseñanzas de Mani, el mal ya no era percibido como la causa del pecado, sino exactamente lo inverso.13 Agustín, sin embargo, defendía la idea de un Dios perfecto, omnisciente y, a diferencia de su etapa anterior, omnipotente, por lo que ahora ambas ideas debían conciliarse.

      La célebre frase Unde malum («¿De dónde viene el mal?») es aquella con la que inició la construcción de su teodicea cristiana, una en la que el mal en tanto principio y sustancia independiente no podía existir.14 Su punto de partida era completamente monista. En efecto, sostenía que el mal no era nada en sí mismo, carecía de existencia intrínseca, es decir, no era más que ausencia de bien (privationis boni).15 Pese a ello, resultaba evidente que aquel existía y producía efectos reales, visibles y palpables en el mundo: muerte, pestes, guerras, hambre y todo tipo de destrucción.16 Para explicar esta aparente contradicción, el nacido en Tagaste distinguió entre el mal natural y el moral. Dentro de la primera categoría incluyó, por caso, todas las catástrofes naturales y las enfermedades. En la segunda inscribió al pecado, es decir, las acciones humanas mediante las cuales los hombres se alienan de la divinidad y de sí mismos al desear abandonar la naturaleza excelente.17 Por medio de los pecados se producía un daño a quien recibía los efectos de la acción, pero también el pecador se perjudicaba a sí mismo puesto que por llevarlos a cabo su alma se carcomía.18 Los primeros eran males que se sufrían y su autor era Dios, mientras que los segundos eran males que se hacían y su autoría era humana.19

      Este punto resulta particularmente importante para nuestros objetivos porque está genealógicamente vinculado con la idea de la Providencia en Agustín. Desde luego, no fue el primer pensador cristiano en ocuparse del asunto. El tratamiento de la cuestión puede hallarse ya en las Escrituras, que, antes que nada, constituyen el relato del gobierno del mundo existente


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