El infierno está vacío. Agustín Méndez

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El infierno está vacío - Agustín Méndez


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el concepto con la acción siempre actual y bondadosa del Creador sobre su obra. Gregorio Nacianceno (c. 329-389), por su parte, la consideraba como el medio por el cual la divinidad gobernaba el mundo y lo conducía hacia un mejor estado. Juan Crisóstomo (347-407), profundizando la orientación de sus contemporáneos, destacó que los hombres no escapaban de la acción precisa y particular de la deidad, por lo que incluso los peores sufrimientos que los victimizaban no eran más que malestares pasajeros y relativos, ya que todo lo que ocurría tendía en última instancia a un bien superior.21

      Aunque Agustín conocía poco la lengua griega y su influencia en la porción oriental del Imperio no fue considerable, su visión sobre la Providencia no difirió respecto de la de los teólogos mencionados.22 Ninguno de sus tratados versa específicamente sobre el tema; su estudio está específicamente ligado al problema del mal. Dentro de su corpus, sin embargo, De Civitate Dei es la fuente principal para conocer su posición. En efecto, su opus magnum no habría sido escrito más que para reflejar cómo todo lo ocurrido en el mundo de los hombres desde su inicio ha estado ordenado o autorizado por la Providencia.23 En el capítulo XI del libro V señala que es inconcebible (nullo modo est credendam) que el Ser Increado hubiera dispuesto la existencia de un universo detalladamente perfecto solo para dejar la historia de los hombres por fuera de su gobierno.24 Así, la Providencia es entendida como la prerrogativa exclusiva del Ser Supremo para controlar la causalidad en toda su obra.25 La universalidad providencial, de hecho, fue el principal aporte de la visión agustiniana sobre el tema.26 Según el obispo, todo lo existente, desde lo más noble a lo más indigno, incluidos los males morales y naturales, forma parte de un plan establecido al comienzo de los tiempos por la divinidad, quien no solo lo diseñó, sino que controla permanentemente su cumplimiento aun en los detalles ínfimos: «la divina Providencia no solo gobierna a toda esta parte del mundo vinculada con las cosas mortales y corruptibles, sino también a las pequeñas cosas más viles y abyectas».27 Así, el teólogo norafricano distinguió entre el acto instantáneo de la creación y la actividad conservadora-providencial por la cual la divinidad protege su obra.28 Tal como señaló Gillian Evans en su clásica monografía sobre Agustín y el mal, el obispo de Hipona se caracterizó por el desarrollo de un cristianismo platónico de matriz optimista, basado en la idea de un mundo ordenado perpetuamente en el que el Creador está a cargo de su creación, y según el cual Él contiene el mal y acaba por hacer imposible que pueda cometer algún daño. De hecho, lo previó y planeó sacar lo mejor de él.29

      Es justamente la idea de un plan providencial ideado y ejecutado por una divinidad omnisciente la que da coherencia definitiva al problema del mal en el pensamiento agustiniano. Su idea de la Providencia presupone la existencia en Dios de la sabiduría, la presciencia y la voluntad de crear y ordenar todas las cosas a fin de manifestar su propia bondad. Creó un mundo donde los males naturales eran posibles porque cumplían esa función específica.30 Las consecuencias nefastas que, por ejemplo, tornados, terremotos y enfermedades mortales traen aparejadas son interpretadas de manera completamente negativa porque la imperfecta perspectiva humana desconoce tanto el funcionamiento del cosmos como los detalles del esquema providencial.31 Desde la perspectiva divina, esos eventos desgraciados tienen otro significado. Sirven, por ejemplo, para castigar a los impíos y probar la fe de los justos. Aunque los hombres no fueran capaces de comprenderlo adecuadamente, servían a un bien mayor, a un propósito ulterior y más importante decidido por el Creador y, en consecuencia, indiscutiblemente justo, apropiado y benevolente.32

      Con los males morales, aunque diferentes en esencia de los naturales, ocurre lo mismo. Aquellos consisten en la voluntad de una naturaleza racional que, ejerciendo su capacidad de libre albedrío, escoge pecar y, en consecuencia, alejarse del bien.33 El libre albedrío le fue dado al hombre precisamente para que pudiese decidir obrar rectamente, ya que sin la posibilidad de elegir en libertad entre hacer o no lo correcto, entre permanecer o no en Dios, el premio y el castigo no tendrían sentido, puesto que una u otra opción no se elegirían, sino que estarían determinadas.34 La libertad para escoger entre el pecado y la virtud, sin embargo, también formaba parte de la Providencia. De hecho, la divinidad conocía anticipadamente el camino que los hombres y los ángeles habrían de tomar y, pese a ello, permitió existir y contar con libre albedrío a aquellos que pecarían porque incluso esas acciones serían ser beneficiosas:

      Así, la voluntad que se une al bien común e inmutable, consigue los primeros o más grandes bienes del hombre, siendo ella uno de los bienes intermedios. Sin embargo, la voluntad que se aparta del mencionado bien común, y mira hacia sí misma, o a algo exterior o inferior, peca (...) De esta suerte, el hombre soberbio, curioso y lascivo entra en otra vida, que, comparada con la vida superior, es muerte antes que vida. No obstante, la rige y gobierna la providencia de Dios, que pone las cosas en el lugar que les corresponde y distribuye a cada uno según sus méritos.35

      El desarrollo teórico sobre la Providencia que el Doctor de la Gracia llevó a cabo durante las últimas cinco décadas de su vida pasaron a formar parte del mainstream teológico, convirtiéndose en lo que Robert Muchembled denominó una «reserva de sentido» para los teóricos posteriores.36 Tal es así que las especulaciones de Tomás de Aquino (1225-1275), uno de los filósofos más importantes de la Baja Edad Media, sobre aquel tema podrían ser consideradas como una continuidad respecto de lo escrito por Agustín ocho siglos antes. El Aquinate, por ejemplo, también sostuvo la existencia de un plan divino, precedente a todo lo creado. En todas las cosas hay un ordenamiento preexistente en la mente de la divinidad. Esa razón de orden es lo que el fraile entiende por Providencia, a la que define como «la razón de orden al fin que hay en las cosas y preexiste en la mente divina».37 Nuevamente, este control se plantea, además de en términos generales, de modo específico y minúsculo.38 De esta manera, Tomás refutó las proposiciones ya condenadas por la Universidad de París en 1270 que negaban la omnisciencia divina respecto de los singulares.39 Esa cuestión la resolvió definitivamente en la Summa Theologica, en cuya parte I cuestión XXII, titulada «De la Providencia divina», sentenció: «en todo subyace la Providencia divina, no solo en lo universal, sino también en lo singular».40 Además de potencia creadora, la divinidad era una potencia interventora; su tarea durante la Génesis no había cesado, sino que se mantenía activa a través de su labor de conservación. Para algo creado, existir un mínimo instante sin la asistencia divina significaría ser Dios, lo cual era imposible. Por eso, la influencia de la deidad en el mundo no era más que una continuidad de su acto creador.41

      La idea de una Providencia sin restricciones también se vinculó en la obra de Tomás con el problema del mal. Según sus postulados, la causalidad divina también afectaba tanto a los acontecimientos virtuosos como a los dañinos, y en el caso de los seres humanos, a los honestos tanto como a los corrompidos.42 Lo que distinguía a unos de otros, es decir, lo que hacía que algo o alguien fuera «malo» continuaba asociado como en el pensamiento patrístico a las nociones de privación, desviación, caída y ausencia.43 Si bien es un tema aludido en buena parte de su obra, fue tratado específicamente en el De Malo, en cuyo primer artículo escribió: «llamamos mal a lo que es contrario al bien. Necesariamente, el mal es contrario a lo que es deseable. Y lo que es contrario a lo deseable no puede ser una esencia».44 Así pues, el mal no es. O, con un mayor grado de sutileza, no es más que aquello que universalmente se opone a un bien particular, de manera tal que solo puede ser considerado en relación con aquello deseable de lo cual se desvió. La cuestión es planteada mediante un silogismo sencillo: si todo lo que existe es bueno y el mal, por definición, es lo opuesto de ambas premisas (la existencia y lo bueno), entonces no existe.45 Ahora bien, que no exista, que no sea una cosa, no significa que no esté en las cosas. Está en tanto privación, por eso su «existencia» es conceptual (ens rationis) y no real (non rei).46

      Los efectos de la ausencia del bien, aunque al margen de la intención de Dios (praeter intentionem Dei), están incluidos en el ordenamiento que estableció, es decir, forman parte de su plan eterno.47 Continuando la ortodoxia agustiniana, el Creador permite pero no causa el mal: lo que hay de ser y de obrar en la acción mala tiene a Dios como su causa; lo


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