Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea - Elisa Di Biase


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       Notas de capítulos

       Introducción

       1. El agua

       2. El fuego

       3. El aire

       4. La tierra

      El presente libro aborda una serie de obras de la literatura contemporánea de la Ciudad de México, en particular –aunque no exclusivamente– de los escritores José Emilio Pacheco, Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid desde el punto de vista de la geocrítica y de la imaginería de la Ciudad de México ligada a los cuatro elementos. En este sentido, pretende demostrar que, a través de las sustancias primordiales y de las figuras míticas y apocalípticas que con ellas construyen los autores que viven y retratan la megalópolis actual, ésta continúa ligada a sus mitos fundacionales y recurre a ellos de manera consistente con el fin de no disgregarse y mantener su identidad. Por otro lado, señala los fuertes vínculos entre la realidad geográfica y material de la urbe con el imaginario literario que se desprende de ella, fruto de la vivencia de sus habitantes.

      Introducción

      Existen incontables motivos para odiar y para amar a la Ciudad de México. Difícilmente encontraremos otra urbe en el mundo que despierte sentimientos tan encontrados y tan extremos en sus habitantes y en quienes la visitan. Desmesurada, impensable, la megalópolis mexicana de la posmodernidad es una intrincadísima acumulación de pasados y presentes, de imágenes y de identidades, de calles y vehículos, de peatones a la deriva, de fragmentos. Inaprensible al vuelo, demanda física y emocionalmente mucho de quien quiera reclamarla como propia. Si bien cualquier asentamiento urbano, sobre todo en el marco cultural de los últimos tiempos, representa un reto para el paseante físico o literario, esta megalópolis de las mil caras, que es tantas ciudades como puntos de vista y rincones la han habitado y construido a través del tiempo, que asume todas las capas de piedra y agua y sangre y sucesos que la han edificado y sobreviven en ella tan insistentemente, puede serlo mucho más.

      Para Serge Gruzinski, archivista, historiador de las mentalidades y paleógrafo francés especializado en temas latinoamericanos, sin duda, las razones para interesarse en la capital de México abundan. Su misterioso origen precolombino, su pasado “azteca”, la conquista española entre Dios y el diablo, su gigantismo de fin de siglo o aun su obstinación, cualquiera que sea la época, por querer figurar entre las megalópolis del globo: hacia 1520 la ciudad azteca era la más poblada del mundo; la aglomeración de hoy rebasa o le pisa los talones a Nueva York o Tokio, que encabezan el pelotón. La lista de preguntas podría extenderse al infinito delineando los recuerdos prestigiosos y los récords infames: la contaminación atmosférica, las ciudades perdidas. Precursor del enfoque apocalíptico, Julio Verne no pudo evitar esta observación en Un drama en México: “¿No sabe usted que todos los años se cometen mil asesinatos en México y que estos parajes no son seguros?” (Gruzinski, 2004: 17).

      Hay, sin duda, un halo magnético que ejerce esta ciudad múltiple, abigarrada, misteriosa y legendariamente hostil que, sin embargo, esquiva todas las negras expectativas y las predicciones terroríficas que la rodean. Las intuiciones apocalípticas de Julio Verne se convirtieron, con los años, en el alegre ejercer del apocalipsis cotidiano que señaló Carlos Monsiváis. Otro extranjero seducido por la ciudad, el periodista neoyorkino David Lida, radicado en la metrópoli mexicana desde 1990, explica su fascinación hacia ella apuntando que la globalización está convirtiendo a las capitales del primer mundo en ciudades cada vez más parecidas y con menos particularidades. Ante este fenómeno, establece como un contraste la manera en la que, gracias a su sólida base tradicional, su enormidad e inmensa diversidad demográfica, económica y espacial, la Ciudad de México ha recibido la globalización como otro tinte de pluralidad. Las cadenas multinacionales se establecen y dan a la urbe un aire cosmopolita sin anular el resto de las fuerzas culturales que operan en ella. La Ciudad de México, de acuerdo con este periodista, se mantiene enfáticamente ella misma, con sus mercados al abierto, sus vendedores de tamales y sus millones y millones de habitantes trasladándose de un sitio a otro. Lida, ante la aparente caducidad de los ordenados modelos urbanos europeos e incluso del planeado arquetipo estadounidense, va tan lejos como para atreverse a proponerla como la capital del siglo XXI, por tratarse de una hipermetrópolis enorme e improvisada, geográfica y socioculturalmente comunicada con el resto de las capitales del mundo occidental (Lida, 2008: 10-11).

      Llaman mucho la atención las similitudes entre las razones que exponen Gruzinski y Lida para justificar su interés en la Ciudad de México: sus patentes y vivas capas de pasado, su gigantismo desmesurado, sus exageraciones múltiples, su inconfundible personalidad. Más allá de si el autor neoyorquino lleva la razón al nombrar a la metrópolis mexicana la capital del siglo XXI, debemos concederle que es verdad que, en un mundo en el que la división entre ricos y pobres se vuelve cada día más pronunciada, incluso las urbes más ricas están pareciéndose gradualmente al prototipo (si se le puede llamar así) desorganizado y contrastante de esta ciudad, acostumbrada, desde su refundación europea, a las más pronunciadas diferencias.

      Pero el hechizo que ejerce la Ciudad de México y que tan bien perciben estos dos autores viene de razones muy profundas. El abigarramiento que se presiente en ella, en sus calles, no es únicamente de población, edificios y vehículos, ni siquiera se trata sólo de capas de tiempo superponiéndose, sino, claramente, es una acumulación de significantes y significados en continuo movimiento, en un hervidero quizás más vertiginoso que el de su transporte público. Pero antes de dejarnos impactar con la súbita cascada de imágenes que vienen a nuestra cabeza, hagámonos aquí la misma pregunta que se hace Pierre Sansot en su Poética de la ciudad: “¿Bajo qué condición el asombro puede convertirse en una revelación?” (Sansot, 2004: 87). Para que una ciudad nos hable es necesario mirarla con ojos inquisidores, formular las preguntas y, sobre todo, lanzarse a recorrerla. Pero no hay que confundir esta mentalidad inquisitiva con el discurso científico, que intenta objetivar los elementos de su estudio. Notemos que Sansot ha dicho “revelación” y no “hipótesis”. Dado que nuestro ser y el de la ciudad están intrincadamente tejidos, el método científico es poco útil para descifrar el jeroglífico urbano. De acuerdo con el mismo autor, el lenguaje urbanista puede introducir una escisión entre el hombre y la ciudad, la vuelve irreal y abstracta mediante la introducción del tono “insulso y razonable” de los tecnócratas. Corre el peligro de expulsar de lo humano aquello que precisamente está destinado a hacer florecer al hombre. En este sentido, el discurso científico no únicamente resulta nocivo, sino inexacto (Sansot, 2004: 20).

      No es una novedad afirmar que el espacio vivido por el hombre nada tiene que ver con el espacio geométrico, esterilizado y desprovisto de calidades –correspondiente éste, sin duda, al ojo del científico. El espacio habitado, en general, y no únicamente el espacio urbano, siempre ha sido simbólico. Para apoyar este punto me gustaría citar unas palabras de Michel Foucault, quien considera que

      La obra –inmensa de Bachelard–, las descripciones de los fenomenólogos, nos han hecho ver que no vivimos en un espacio homogéneo y vacío, sino, antes bien, en un espacio poblado de calidades, un espacio tomado quizá por fantasmas: el espacio de nuestras percepciones primarias, el de nuestros sueños, el de nuestras pasiones que conservan en sí mismas calidades que se dirían intrínsecas: espacio leve, etéreo, transparente o, bien, oscuro, cavernario, atestado; es un espacio de alturas, de cumbres, o por el contrario un espacio de simas, un espacio de fango, un espacio que puede fluir como una corriente de agua, un espacio que puede ser fijado, concretado como la piedra o el cristal (Foucault, 2008: 46).

      Como espacio primordialmente humano, la ciudad nos concierne incluso más que otros espacios y nos da sentido. En contraste


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