Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea - Elisa Di Biase


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simbólica. Las ciudades contemporáneas en sus aparentes precisión, pragmatismo y vacuidad nos hacen olvidar el origen de las urbes, pero en la antigüedad y en la Edad Media se tenía una idea de la ciudad cimentada únicamente en la significación. Las ciudades se construían por medio de la sacralización del espacio que ocupaban. Existe siempre un mito fundacional que explica la ciudad y le abre un lugar en el cosmos. El espacio urbano, entonces, se configura formalmente para hacer eco a este significado e incorporarse en el mundo de manera coherente y respetuosa, integrada a la espiritualidad y a la realidad sagrada. El concepto utilitario de un diseño urbano fundado en la funcionalidad brotaría mucho tiempo después y se iría acentuando con la industrialización y la revolución de los transportes, aunque la tendencia a sacralizar el espacio nunca ha desaparecido por completo por más que positivistas y tecnócratas quieran creerlo así. Desde tiempos inmemoriales la funcionalidad y la significación de la ciudad han convivido, en ocasiones complementándose y, en otras, enfrentándose. Un ejemplo muy claro de esto es el daño que la introducción de un sistema de metro suele hacer al patrimonio arqueológico de muchas urbes. La historia y la pertenencia chocan con el flujo de la ciudad moderna.

      Desde su fundación, ceremonia para construirla puente entre el hombre y un universo ajeno, inteligible y en diálogo con el Cosmos y las divinidades, hasta las marcas que su espacio va adquiriendo en el contacto con los habitantes y con la historia, la ciudad es un auténtico texto. En palabras de Roland Barthes, “La ciudad es un discurso y este discurso es verdaderamente un lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (Barthes, 1993: 258). Al transitar por una ciudad y, más específicamente, al vivirla, vamos decodificando sus signos, interiorizándolos y actualizándolos. Por supuesto, con esto no sólo quiero decir que seamos capaces de leer los avisos y los letreros que regulan el tráfico o que podamos dominar el funcionamiento de sus vías y su transporte público. Una ciudad es significativa en maneras mucho menos literales y, en ocasiones, mucho más veladas. Los signos de la urbe son complejos, están siempre vivos e interconectados y sus significados son móviles. En realidad, la semiología, en general, no postula nunca que un símbolo, cualquiera que éste sea, tenga un significado definitivo; los significados se convierten en significantes en una cadena infinita: nos encontramos ante sucesiones interminables de metáforas cuyo significado está en constante transformación. En este sentido, es nuevamente Barthes quien nos señala que la ciudad es una escritura, el usuario o paseante se convierte en una suerte de lector que aísla fragmentos del enunciado para actualizarlos secretamente. Así, “Cuando nos desplazamos por una ciudad, estamos todos en la situación de los 1 000 000 millones de poemas de Quenau, donde puede encontrarse un poema diferente cambiando un solo verso” (ídem).

      A esta capacidad de la urbe de presentarse como texto infinito y vivo, el semiólogo francés la llamó “dimensión erótica”. El contacto de los símbolos entre sí y con los habitantes es el que genera chispas y se reproduce fecundamente en más imágenes y signos. La cadena deseante, como la describiría Lacan, no tiene fin. Pero ¿cómo se forjan esos símbolos y cómo entran en contacto entre ellos y con nosotros? ¿Qué posibilita el texto urbano interminable? De acuerdo con Pierre Sansot, es parte de la esencia de una ciudad el desplegarse y multiplicarse a sí misma. En este sentido, comparada con el pueblo o la aldea la ciudad resulta “parlanchina”, pues mientras el pueblo se atiene a una sola imagen propia y se ase a ella para no desaparecer, la ciudad alberga un vertiginoso juego de reflejos, de sonidos y ecos, de armonías y cacofonías propias. Y el filósofo va todavía más lejos:

      En una ciudad no se sabe nunca qué refleja y qué es lo reflejado, cuál es el sonido y cuál el eco, quién está afiebrado por la noche, si son las luces de la ciudad o los paseantes atareados. No se sabría distinguir lo real de lo imaginario, lo que pasa en la pantalla de lo que ocurre en las calles vecinas al cine, si el póster nos mira o si él entra distraídamente en nuestro campo de visión. Las palabras, tonos de canciones, las bromas del día, los encabezados de los periódicos, todos se mezclan en las cosas y en los seres. No tienen necesidad –para ser tomados en serio– de ser como la firma de Dios. Llenan los bistrots, las tiendas, las manifestaciones (y vacilaríamos para calificar de urbanos los lugares que no presenten este fenómeno de resonancia) (Sansot, 2004: 32).1

      He ahí una interesante condición de lo urbano: la producción de resonancia, de reflejos. En efecto, las ciudades y sus habitantes engendran imágenes incesantemente, y éstas, a su vez, alimentan el espacio y a la ciudad misma, configurando la realidad que percibimos, pero ¿cómo afrontar semejante desbordamiento de significados? No por reclamar un acercamiento humanista hacia el espacio de la ciudad se vaya a imaginar que aquí propongo una aproximación laxa. Desde luego, nuestro análisis de la urbe debe establecer un equilibrio entre criterios interpretativos y más o menos objetivos. Se trata de forzar a la ciudad a decir lo que no dice claramente, lo que oculta ante un ojo poco avisado. La interpretación de una ciudad constituye una lectura crítica y, en consecuencia, se requiere trabajar tanto desde la hermenéutica y la semiología como desde la fenomenología y la poética.

      Nuestra visión del espacio urbano nunca había sido tan compleja como a partir del final de la Segunda Guerra Mundial. Las atrocidades que sacudieron a la humanidad, que marcaron su historia y la imagen de sí misma, forzaron el comienzo de una nueva interpretación del tiempo (ajena ya a la visión del progreso lineal) y, por supuesto, del espacio. La reconstrucción de las ciudades arrasadas por las bombas abrió paso a una profunda reflexión en torno al espacio de la urbe. La ciudad posmoderna, como el hombre posmoderno, se rehúsa a tener una identidad fija y, por lo tanto, peligrosa y excluyente. La ciudad, como el sujeto, pierde su unidad sólida e inequívoca y se fragmenta y multiplica. La identidad se vuelve un collage vivo, un laberinto en movimiento. La ciudad también.

      A la literatura, naturalmente, le ocurre algo similar. La novela, desde el siglo XIX, ha estado fuertemente vinculada a la vida urbana. En este género literario se plasman los grandes retratos de las urbes, la París de Víctor Hugo y Balzac, la Londres de Dickens y Stevenson y la Madrid de Pérez Galdós, por citar algunos ejemplos. Con el advenimiento de la posmodernidad, la novela y la ciudad no se separan, sino que viven juntas la transformación. Más de un lector ha perdido el rumbo en una novela laberíntica de la misma manera en que un transeúnte puede perderse –para siempre, de acuerdo con el escritor Claudio Magris– en la Ciudad de México. Bertrand Westphal, autor de la teoría Geocrítica, que pretende condensar las diversas corrientes vigentes de estudios del espacio urbano y aplicarlas al estudio de los textos literarios con el fin de explorar la dimensión literaria propia de cada ciudad, nos dice acerca de la evolución de la relación entre la literatura y la ciudad:

      De la ciudad-cuadro, tan querida para Louis-Sébastien Mercier, hemos pasado a la ciudad-escultura, en cuanto a que la estatua es pluridimensional, apreciable en función del punto de vista que se privilegie. Ciudad-cuadro, ciudad-escultura y después, por supuesto, ciudad-libro. Se había pintado la ciudad; se había modelado la ciudad; en lo sucesivo la ciudad se lee. Porque si la ciudad es frecuentemente plasmada en el libro, también sucede que la una y el otro sean aprehendidos en relación de estricta equivalencia. En otras palabras, para ciertos autores –sobre todo a partir de los años cincuenta– la ciudad se ha convertido en un libro, como el libro se ha convertido en ciudad. La creciente complejización concomitante (¿puede ser esto furtivo?) de las estructuras espaciales y de las estructuras de la obra literaria han hecho del espacio urbano una metáfora del libro, y de la novela en específico (Westphal, 2011).2

      Las consideraciones de Westphal vienen aquí a redondear las ideas de Pierre Sansot y Roland Barthes, autores que, como hemos visto, señalaban ya la equivalencia entre la urbe y el texto literario. Siguiendo el hilo de estos pensamientos, resulta sumamente interesante la exploración de la metáfora ciudad-libro y acoger uno de los propósitos de la geocrítica3 de Westphal, teoría de la que nos valdremos constantemente en este estudio, es decir, articularla literatura en torno a sus vínculos con el espacio real, de manera que no únicamente se analicen las representaciones del espacio en los textos literarios, sino, más bien, las interacciones entre los espacios vividos y la literatura misma (Westphal, 2011).

      Para cumplir con este fin es importante tener


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