Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea - Elisa Di Biase


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de una manera. No se queda en el relato de la génesis del dios que representaría al sol en su culto, sino que se materializa, como veremos a continuación, en la señal divina que localizaría el sitio donde debía ser edificada Tenochtitlan. Existe una primera señal que comienza a marcar el territorio como sagrado y prepara la aparición de la marca definitiva. Dice el Códice Ramírez que mientras los aztecas buscaban la señal de su dios Huitzilopochtli, lo primero con lo que se encontraron en medio de los tunales y carrizales del lago fue

      [...] una sabina blanca muy hermosa al pie de la cual manaba aquella fuente; luego vieron que todos los sauces que alrededor de sí tenía aquella fuente, eran todos blancos, sin tener ni una sola hoja verde, y todas las cañas y espadañas de aquel lugar eran blancas, y estando mirando esto con grande atención, comenzaron a salir del agua ranas todas blancas y muy vistosas [...] (Códice Ramírez, 1979: 36).

      Después de esta visión hierática, en la que todos los elementos de la fuente lacustre resplandecen en el color blanco como sacados de su ser habitual y elevados a arquetipo, los sacerdotes aztecas, satisfechos, pensando que ya habían encontrado la señal para construir su ciudad, se van a descansar. Pero Huitzilopochtli se le aparece en sueños a uno de ellos y le avisa que aún faltan más cosas por ver. Le recuerda que Copil, sobrino del dios,6 había sido vencido en los alrededores,que su corazón había sido lanzado en medio del lago y que ahí había caído sobre una roca en la que creció un tunal que era el asiento del águila devoradora de serpientes y, por lo tanto, el sitio que les había señalado para la construcción de su ciudad. Al día siguiente, prosiguen con la búsqueda del ave majestuosa, a la que encontraron con las alas extendidas hacia los rayos solares. Cuando los vio, el águila bajó la cabeza en señal de reconocerlos y saludarlos. Fernando Alvarado Tezozomoc lo cuenta así en la Crónica Mexicáyotl:

      Pues ahí estará nuestro poblado, México Tenochtitlan, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en el que es desgarrada la serpiente, México Tenochtitlan, y acaecerán muchas cosas […] (Alvarado Tezozomoc, 1975: 65).

      Así, pues, con el hallazgo del águila parada sobre un nopal, con la serpiente vencida entre las garras y el pico, en medio de un sitio que ya desde antes se había revelado hierático, los aztecas dan por señalado –y bendecido por Huitzilopochtli– el sitio en el que habrían de edificar la gran México-Tenochtitlan. Resulta interesante notar cómo el punto preciso destinado a alojar la visión azteca es, primero, sacralmente validado. De acuerdo con Mircea Eliade, “Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, ‘fuerte’, significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos” (Eliade, 1973: 25). En este sentido, la visión del paisaje blanco le da forma de lugar a un espacio antes fuera del Cosmos, lo integra a la Realidad y lo prepara para recibir la ciudad.

      Es importante detenerse en el denso significado simbólico, fuertemente ligado a los elementos, que tiene esta imagen del ave rapaz en plena acción devoradora. Hay que recordar que el tunar en el que se encuentra posada ha nacido de dos fuentes simultáneas en medio de la laguna: del corazón de Copil, hijo de Malinalli, diosa de la hechicería y las artes ocultas, de lo cavernoso, frío y acuático y, por lo tanto, extensión de ella y representación del agua, y de una grieta en la roca donde cayó, es decir, de una hendidura en la tierra profunda. Por lo tanto, la planta que sostiene al ave es un símbolo simultáneamente acuático y terrestre. No conforme con esto, el animal vencido por el ave es una serpiente, bestia de la que puede afirmarse lo mismo que Eliade sostiene sobre el Dragón:

      Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas Cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una “forma”. El dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse (Eliade, 1973: 43).

      Este dios que despedaza al dragón primordial para crear el Cosmos azteca es, por su parte, el águila, representación de Huitzilopochtli. Se trata de un animal alado y aéreo que es a la vez, en efecto, figuración del dios solar y, por lo tanto, del fuego.

      En cuanto a su dimensión sexualizada, es notable la manera en la que el mito azteca cuadra con las pautas que proponen los hermanos Böhme para este género de relatos cosmogónicos. De acuerdo con ellos, la representación de la creación suele albergar una serie de imágenes y figuras que expresan la relación entre los sexos a través de los elementos:

      Esquemas sexuales, sometimiento de lo acuático-caótico femenino al masculino héroe cultural, así como el motivo mitológico del descuartizamiento sacrificial de un dios (Burket, 1972), de cuyo cuerpo surge el mundo (cf. También el mito de Osiris), he aquí lo que constituye la base casi carnal del drama de la creación. Con razón Kurt Schier (1963: 315) ha calificado a este tipo de cosmogonía de “cosmogonía acuática”. El agua primigenia, el fluido primigenio (tehòm), como se la [sic.] llama en Gén., 1,2, es lo increado; y es lo tenebroso, lo yermo, lo caótico. […] En lo histórico cultural y simbólico perdura asociado con lo femenino. Pues el fluido primigenio que designa el amorfo mar de materia encierra en sí el aspecto doble de la Magna Mater, la cual es un mismo ser, seno fructífero y abismo que todo lo devora (Böhme, 1998: 46).

      Así, en el símbolo del águila y la serpiente –después tomado como escudo nacional– se condensa toda la cosmogonía azteca. La masculinidad aérea y solar –típicamente racional– vence sobre el caos femenino, generativo, acuático y terrestre. Sin embargo, la feminidad representada en estos dos elementos no queda anulada como fuerza actuante, ya que el águila está sostenida y acunada por el nopal nacido del corazón de Copil y de la tierra y por la laguna misma. En este sentido, se trata de un símbolo dinámico, casi circular, en el que los elementos, la masculinidad y la feminidad interactúan sin cesar dando cabida a la existencia de los contrarios, a la sucesión del día y de la noche, y retratan, al mismo tiempo, el territorio destinado a sostener la urbe azteca, profundamente marcado por una violenta y constante interacción de las cuatro sustancias del Cosmos. En este sentido, se confirman una vez más las consideraciones de Mircea Eliade en torno a la fundación de las ciudades:

      Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo (Eliade, 1973: 26).

      El Mundo azteca queda inaugurado con esta visión y la hierofanía revela el centro de la nueva ciudad a la que se le pondría por nombre México,“ombligo de la luna”. La nueva urbe, desde entonces y hasta tiempos muy avanzados, hace honor a su nacimiento sagrado y a su fundación sobre los cuatro elementos. En palabras del historiador Serge Gruzinski:

      La riqueza y la hegemonía de la ciudad descansaban sobre pretensiones cósmicas. La sacralización del espacio efectuada por el cristianismo barroco al distribuir conventos, capillas, iglesias e imágenes milagrosas sobre el suelo de la ciudad tuvo –los españoles no lo ignoraban– un precedente pagano. Con una intensidad superior aún, el área sagrada de Tenochtitlan concentraba la energía de la Tierra y de los Cielos. Sobre aproximadamente quinientos metros cuadrados, este espacio agrupaba las casas de las divinidades, de sacerdotes y sacerdotisas, los colegios, los patios, los lugares para el sacrificio, es decir, un conjunto de más de setenta edificios. Dominando esta zona ceremonial, la pirámide del Templo Mayor se elevaba hacia el cielo: los santuarios de Huitzilopochtli, “colibrí zurdo”, dios de la guerra, y de Tláloc, dios de la lluvia y los agricultores, ocupaban la cúspide. Dos tramos de escaleras conducían a esos oratorios desde donde la vista se extendía sobre la ciudad y los lagos, abarcando el conjunto del valle hasta los volcanes divinos resplandecientes de nieve (Gruzinski, 2004: 266).

      Pero ¿cuál es la relación de la megalópolis con esta ciudad sagrada y los cuatro elementos? Al fundar la ciudad se ha formado un Cosmos, al deformarse ésta o desaparecer se esfumaría también el mundo. Todo ataque a la ciudad amenaza con devolver el mundo al Caos primigenio. El Caos es un mundo sin imagen, innombrable más que


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