Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea. Elisa Di Biase

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Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea - Elisa Di Biase


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una cultura que salga adelante sin hacer referencia, en el fondo de su estructura –en lo simbólico, en la praxis cotidiana y en lo técnico-científico– a los elementos. Los elementos son lo que son, y, al mismo tiempo, aquello en lo que se convierten. Su historicidad vale para las formas filosóficas, culturales y prácticas en que, en un aspecto histórico-cultural, son pensados: qué son, el hecho de ser justamente, cuatro, cómo se relacionan unos con otros, en qué sentido son “elementales”. Los elementos son acuñaciones culturales, sin ser, no obstante, entiéndase bien, algo de lo que uno pudiera apropiarse del todo. Los elementos son siempre, simultáneamente, ambas cosas: dado y producido, phýsei y thései natura naturansy natura naturata, significado y significante, continente y contenido, es decir, lo que, de parte de la Naturaleza, mantiene unido y lo mantenido unido a la Naturaleza por el hombre, la medida y lo medido, el límite omniabarcante y lo limitado (por nosotros) (Böhme, 1998: 15-18).

      Desde los albores de la civilización el hombre se ha reconocido a través de la aprehensión de lo otro. Los elementos, en este sentido, no han fungido solamente como espejos atemporales, sino enclavados en la historia. Cada cultura, en sus distintos momentos, se ha mirado en el azogue claro de la tierra, el agua, el aire y el fuego. No es de ninguna manera casual que los cuatro elementos personifiquen la disposición geométrica, mitológica e incluso filosófica del mundo. Baste recordar los cuatro humores, los cuatro temperamentos, las cuatro edades de la vida, los cuatro vientos, etc. Pero ¿qué podemos entender del hombre a partir de los elementos? ¿Por qué aparecen con tal insistencia en todas las dimensiones del saber humano? Los hermanos Böhme consideran, desde nuestro punto de vista, muy acertadamente que

      La autocomprensión humana se ha formado partiendo de la experiencia y en medio de los elementos. El que los elementos sean medios quiere, aquí, decir que en medio de ellos se les reveló a los hombres lo que son y sienten. Por esta razón es lícito considerar a los elementos como medios históricos donde tiene lugar la representación de los sentimientos y las pasiones, las angustias y las aspiraciones. Decir que los elementos “caracterizan” al ser humano expresa una modalidad de entender hoy extraña, según la cual el hombre vive inmerso en la marcha de los elementos (Böhme, 1998: 19-20).

      En los elementos, de manera natural y a través de sus concepciones culturales, el hombre ha sentido tanto el poder del entorno, de la naturaleza, como su propia fuerza. Cuando los elementos no le son favorables, producen escenarios –verdaderas catástrofes– en los que el ser humano ha tenido que probar su valor y su calidad de héroe trágico. En la actualidad, por añadidura, la crisis ambiental y el deterioro ecológico producen nuevas maneras en las que estas cuatro esencias conservan su potencia significativa.

      En cuanto a su transfiguración imaginaria, Gaston Bachelard –cuya riquísima obra en torno al espacio y los elementos nos servirá de continua referencia en este trabajo– clasifica las fuerzas imaginantes de nuestro espíritu según dos ejes fundamentales alrededor de los que pueden desenvolverse. De acuerdo con el filósofo, un grupo de imágenes cobra vuelo ante la novedad, recreándose en lo pintoresco, lo original, con un suceso impensado, anclado en la historia y en el tiempo; el segundo, por otra parte, ahonda en fondo del ser, quiere descubrir lo primitivo y lo eterno: a este tipo de fuerzas pertenecerían, sin duda y, sobre todo, las imágenes que conciernen a los cuatro elementos. En sus propias palabras y en términos más filosóficos:

      podríamos distinguir dos imaginaciones: una imaginación que alimenta la causa formal y una imaginación que alimenta la causa material o, más brevemente, la imaginación formal y la imaginación material.

      […]Es necesario que una causa sentimental, íntima, se convierta en una causa formal para que la obra tenga la variedad del verbo, la vida cambiante de la luz. Pero además de las imágenes de la forma, evocadas tan a menudo por los psicólogos de la imaginación, existen –lo vamos a demostrar– imágenes directas de la materia.

      La vista las nombra, pero la mano las conoce. Una alegría dinámica las maneja, las amasa, las aligera. Soñamos esas imágenes de la materia, sustancialmente, íntimamente, apartando las formas, las formas perecederas, las vanas imágenes, el devenir de las superficies. Tienen un peso y tienen un corazón (Bachelard, 2011: 7-8).

      No podemos perder de vista, sin embargo, que estos dos tipos de imágenes –formal y material– no se dan de forma completamente separada. La materia no se presenta sin ninguna forma más que en el Caos previo a la creación del Mundo; una vez inserta en el espacio y el tiempo, toda sustancia –no importa la profundidad de sus raíces oníricas– adquiere una forma. Por otro lado, cualquier imagen, por más volátil y formal que se nos presente, conserva al menos un lastre materialmente profundo, una cierta densidad, una semilla.

      En el contexto de las imágenes literarias de la ciudad, hay que considerar que esa forma en la que encarna la imagen material se crea en el espacio de la urbe y hace alianza con esta última y con sus dinámicas profundas. Viene de una doble raíz: la del elemento que representa y la de los significados de una ciudad y de un espacio. Estos dos componentes se hermanan. Por otro lado, la urbe permanece como una realidad intermedia entre los elementos y el ser humano, de manera que, dependiendo de la circunstancia, de si la ciudad es un refugio para el sujeto o de si se le muestra hostil, ésta le sirve para protegerse de los embates de los elementos o se alía con estos como una segunda intemperie. Nuestro trabajo en este estudio será aislar, de alguna manera, todas las partículas de la imagen material de la ciudad, empeñarnos en encontrar, detrás de lo que se nos muestra, lo oculto, las simientes de las fuerzas imaginantes.

      El primer punto que constituye y articula la relación de la Ciudad de México con los cuatro elementos y la señala como un asentamiento profundamente ligado a ellos es, por su puesto, su mito fundacional. El imperio de los elementos surge de modo más potente en el origen y la desaparición del Mundo. La creación y la destrucción del Cosmos, sean cuales sean los mitos en los que se expresen, suelen ser representaciones hondamente complejas en casi todas las culturas. Se trata de expresar el orden psicológico y sensible del mundo habitado. Nos adentraremos en el mito fundacional azteca y en su simbolismo con mucho más detalle en el transcurso del libro. Baste ahora realizar un breve recuento de este relato mitológico para darnos una idea de la importancia de los cuatro elementos en la constitución del asentamiento urbano y explicar cómo las imágenes de la Ciudad de México posmoderna siguen hondamente vinculadas a él y lo actualizan de manera constante.

      Fuentes diversas dan cuenta de que los aztecas se consideraban originarios de una ciudad llamada Aztlán, “lugar del color blanco” o “de las garzas”. Ignoramos si este sitio es verdadero –y, como lo señalaría el recuento de la procesión de los aztecas, se encuentra en algún lugar al norte del valle de México– o si se trata de un espacio mítico. Éste no es el lugar para hacer una disquisición al respecto. Baste señalar que, tanto gran parte de la caracterización de Aztlán, como la de la peregrinación del pueblo azteca, se encuentra también en otros mitos de pueblos migrantes, como los toltecas y los chichimecas, y que la descripción de su ciudad originaria coincide en buena medida –sobre todo en su constitución lacustre– con la de la México-Tenochtitlan, la ciudad fundada al final de la peregrinación, de manera que puede pensarse que Aztlán es un lugar mítico, espejo de Tenochtitlan, que da a la peregrinación de los aztecas una estructura circular.

      Después de su salida de Aztlán, entre los años 890 y 1111, los mexicas habrían avanzado, guiados por Huitzilopochtli, dios de la guerra, en búsqueda de un lugar en donde fundar su nueva ciudad. Su peregrinación habría durado entre 214 y 435 años. De acuerdo con Eduardo Matos Moctezuma, director del Programa de Arqueología Urbana de la Ciudad de México,

      El 13 de abril de 1325, año que varias crónicas señalan como el de la fundación de Tenochtitlan, ocurrió un eclipse total de Sol. El fenómeno comenzó a las 10:54 de la mañana y tuvo una duración de 4 minutos y 6 segundos conforme a los cálculos de astronomía moderna hechos por Jesús Galindo. Un fenómeno de esta naturaleza debió de tener un impacto enorme en una sociedad que, como la mexica, estaba pendiente de los movimientos celestes y bien sabemos que los eclipses, especialmente uno de esta magnitud, eran considerados como la lucha entre el Sol y la Luna, de la que, finalmente, el primero salía triunfante (Matos, 2006: 41).

      Esta


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