Almas andariegas. Alejandra Carreño

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Almas andariegas - Alejandra Carreño


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Bibliografía

       Sobre la autora

      INTRODUCCIÓN

      Andariega eres, por eso te sueñas mal.

      Fausta, partera aymara

      Durante el transcurso de este trabajo, llevado a cabo entre los años 2009 y 2013, entre las ciudades y los altiplanos de Arica, Puno, La Paz y Tacna, el título original fue “La vida en desorden”, entendiendo que el tema que movía mi curiosidad antropológica, es decir, el sufrimiento psíquico entre los migrantes aymaras, podía estar bien representado por la idea de la vida que busca superar un desorden, una perturbación, algo que se ha roto o desplazado a lo largo de la migración. El concepto de desorden, además, es un referente habitual de las formas con que los trastornos emotivos han sido entendidos por las “disciplinas de la psique”. La misma esquizofrenia, por ejemplo, ha sido definida como el producto de una desorganización de la relación entre el sujeto y el mundo, desorden que provoca sufrimiento y estados de crisis en los que, a menudo, el tratamiento apunta a facilitar el regreso a un estado de equilibrio, de orden en la relación entre el sujeto y la realidad. Esta idea de la gestión del desorden como mecanismo de sanación está presente en muchas culturas y ha sido analizada por diversos autores, siendo uno de los aspectos clave que trataremos a lo largo del texto. Sin embargo, el trabajo antropológico muchas veces tropieza con sus propios conceptos y esto fue lo que sucedió con el desorden, una vez que volviendo al trabajo de campo, Fausta, partera aymara, me regañó tiernamente por el riesgo de “andar de andariega”, invitándome a llamar a mi animu2 para evitar una futura enfermedad. Su invitación se volvió sugestiva en mis recuerdos, pues se asemejaba al gesto que, en el año 2005, una curandera teneek de la huasteca potosina en México, había hecho con el mismo fin: evitar una enfermedad. En esa ocasión, habíamos visitado junto a Máxima y Silveria, curandera y paciente, las cuevas de Huichihuayán, cuevas de la sierra madre de la Huasteca, cuyos picos esconden aguas consideradas sagradas y curativas desde tiempos prehispánicos. Una vez realizadas las “limpias” y después de diversos gestos para compensar el mal, Máxima me pidió ponerme frente a su altar y dejarme curar por ella, pues viajando, entrando y saliendo de diversas casas, comiendo y durmiendo aquí y allá, seguramente el alma se habría perdido y había que fijarla al cuerpo con el fin de volver a “soñar bien”.

      La afinidad entre los consejos de una curandera teneek y una partera aymara me hizo pensar que los riesgos asociados a la migración no están muy vinculados con la posibilidad de negociar con el desorden, sino más bien con la experiencia de la pérdida del vínculo entre el sujeto y su territorio. El pensamiento de Ernesto de Martino (1995, 2002, 2008), nacido también de un estrecho trabajo con las formas de des-historificación del dolor y la pérdida a través del rito, toca temas que atraviesan la historia de los pueblos indígenas de América y de los que ambas mujeres son buenas representantes: mientras Fausta viaja y trabaja entre el altiplano, los valles y la ciudad, Máxima ha pasado buena parte de su vida trabajando en Monterrey y, como tantos indígenas mexicanos, tiene a su familia en Estados Unidos.

      El análisis del trabajo realizado con familias aymaras de Arica, varias de ellas usuarias de los servicios de salud mental presentes en la ciudad, cuyas historias están trazadas por migraciones, desplazamientos y fragmentaciones, fueron confirmando la fuerza de esta hipótesis. Más que temer el desorden, las familias aymaras trabajan constantemente contra la pérdida territorial que produce la migración. Y ese trabajo es un ejercicio de domesticación de nuevos espacios entre los que se van tejiendo nuevas uniones, tratando siempre de mantener la unidad y prevenir los excesos. En consecuencia, la migración no es entendida en sí misma como una experiencia de riesgo, sino que se vuelve peligrosa, fuente de sufrimientos, descompensaciones y comportamientos confusos, en el momento en que la continuidad territorial, históricamente desarrollada por los desplazamientos de los pueblos andinos, les es negada. En ciudades en las que la presencia indígena ha sido negada, las estrategias de vinculación del sujeto al territorio, claves para el bienestar aymara, entran en crisis. La capacidad de negociación con lo ajeno, de mediación con lo extraño, desarrollada ampliamente en el mundo aymara, pierde fuerza cuando el mal y la crisis se manifiestan en modos tan extremos, como es el caso de la locura. En consecuencia, el sufrimiento de hombres y mujeres aymaras que usan los servicios de salud mental de Arica, parece tener un carácter específico: está profundamente vinculado con la pérdida de sus propios territorios y con la dificultad de afirmar su presencia –en el sentido que Ernesto de Martino da al término– en nuevos territorios.

      Este trabajo nace de diversos encuentros. Se trata, en primer lugar, del encuentro con lo que comúnmente se llama medicinas tradicionales, ancestrales, aborígenes o indígenas, sin que ninguno de estos apellidos logre capturar la complejidad de lo que estas “formaciones”3 representan. Las formas de prevención, atención y tratamiento que realizan diversos agentes de salud de los pueblos indígenas están, como cualquier sistema sanitario, profundamente entramadas en lógicas históricas que participan de campos de poder en los que la salud, el cuerpo y sus males son parte de una experiencia histórica y política. En segundo lugar, se trata de un encuentro con la migración y con las dramáticas consecuencias que está produciendo el fracaso de su gestión, no solo en los conocidos corredores migratorios del Mediterráneo y Centroamérica, sino también al interior de territorios que se han formado a partir de desplazamientos múltiples, cuyos orígenes se remontan a tiempos precolombinos. Ciudades fronterizas como Arica, donde tiene lugar esta investigación, hoy en día están al centro de la atención nacional e internacional, dada la evidente crisis de los sistemas soberanos que sus fronteras están manifestando (Liberona, 2018). Sin embargo, esta crisis está a menudo empañada por una miopía histórica que niega el carácter transnacional de la vida misma de la ciudad, con sus innegables vinculaciones con la historia de colonización que la precede, fruto de la cual, los desplazamientos de las comunidades andinas pasan a ser migraciones, en ocasiones, definitivas.

      Por último, este trabajo surge del encuentro con la etnopsiquiatría clínica y crítica desarrollada en los Centros Devereux de París y en el Centro Frantz Fanon, de Turín. Nacida del diálogo entre psicoanálisis, antropología y estudios poscoloniales, la etnopsiquiatría es representada por los dos autores que dan nombre a estos centros: George Devereux y Frantz Fanon. Sin encontrar una definición única y concordada, para mí, la etnopsiquiatría es un llamado intelectual y técnico a descolonizar las ciencias de la psique. Este llamado surge, en primer lugar, como un intento intelectual de responder a las intersecciones transdisciplinarias que plantea Devereux y que se encarnan en su propia biografía de físico, pianista, lingüista, psicoanalista y antropólogo; emigrado húngaro, alemán, judío, que pasa buena parte de su vida en Estados Unidos, para luego morir en París. A este intento intelectual se une la radicalidad del llamado de Fanon a reconocer el efecto que la historia colonial ha dejado en el conocimiento médico y psiquiátrico, entendiendo que las formas de clasificación y tratamiento del desorden, el mal y la locura, son ejercicios políticos de reproducción de una subalternidad racializada bajo un discurso científico (Fanon, 1964, 1965). Bajo estas premisas, la etnopsiquiatría trabaja hoy en la elaboración de una clínica mestiza, una clínica capaz de atender, acoger y tratar, haciendo uso de los distintos horizontes de significado de los usuarios, la crisis y el dolor subjetivo que a menudo encierra la migración (Nathan, 2003). Más allá del enorme y riquísimo debate sobre la pertinencia de crear una clínica específica para migrantes, que desde un cierto punto de vista no hace otra cosa que reproducir los peligrosos círculos de la etnificación de la violencia y sus efectos en la vida –psíquica– de las personas (Fassin, 2000b; Butler, 1997), el encuentro con la etnopsiquiatría implicó para mí, como antropóloga, asumir el desafío de tomar posición respecto a la pregunta sobre el lugar de la cultura en los procesos terapéuticos: en la emergencia y clasificación de las enfermedades, en la elaboración de una nosología, en el efecto de dar un nombre a los síntomas y diagnósticos, y de orientar el trabajo terapéutico. ¿Es posible que la antropología diga tan poco respecto a la universalidad con la que se aplican los diagnósticos psiquiátricos? ¿Es posible


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