Almas andariegas. Alejandra Carreño
Читать онлайн книгу.familiarizada con el estudio de las políticas de las democracias neoliberales para la gestión de la salud indígena (Carreño et al., 2007; Carreño, 2007; Carreño y Freddi, 2020), no podía restarme de las provocaciones que la etnopsiquiatría está produciendo al interior de los círculos psiquiátricos, psicológicos y antropológicos. Menos podía hacerlo si consideraba que la salud mental de los pueblos indígenas es una de las dimensiones más negadas y menos estudiadas de nuestra propia disciplina, con las evidentes consecuencias políticas que esa ausencia genera.
La historia de Gabriela Blas, una mujer aymara acusada en el año 2007 por el Estado de “abandonar” a su hijo en medio del desierto, debido a que lo perdió de vista mientras pastoreaba en las cercanías de Alcérreca (General Lagos), es significativa respecto al rol que asumen las ciencias médicas y jurídicas en la reproducción del racismo (Carreño, 2012). En ese caso, que conmovió a la opinión pública durante todo el proceso, la transformación del accidente de la pérdida de un niño en el delito de abandono de menores por el que la mujer llegó a ser condenada con doce años de cárcel, dependió en buena parte del análisis que diversos peritos hicieron de la personalidad de la mujer, de sus costumbres y de su comportamiento materno. Durante el proceso, los jueces usaron, entre otros, el parecer de médicos y psicólogos que hablaron de una personalidad límite con retardo en la expresión de las emociones maternas y que categorizaron el paisaje andino como “naturalmente peligroso” para un niño4. Estos hechos, cuyo desenlace concluye en un indulto que anula el proceso, habiendo pasado tres años en prisión preventiva, demuestra la urgencia de generar evidencias respecto a los efectos que el racismo tiene al interior de las instituciones, además de la necesidad de generar diálogos efectivos y radicales entre disciplinas, cuyos resultados sean capaces de cuestionar los efectos de poder que tienen sus formas de actuar en la vida pública.
Tres ausencias
Sufrir es para indios.
Lucrecia Carmandona, “indígena y mestiza”
(de la Cadena, 2004: 242)
Las palabras de Lucrecia a la antropóloga peruana Marisol de la Cadena, pronunciadas con orgullo con el fin de diferenciarse de la imagen del indio victimizado y derrotado, reducido a su condición de subalternidad, permiten reflexionar sobre la complejidad del significado que la palabra sufrimiento tiene dentro de la experiencia y los discursos propios del mundo andino. Varias veces, durante el trabajo de campo del que nace esta investigación, escuché expresiones tales como “aquí hemos sufrido mucho”, “nosotros sabemos lo que es sufrir”, haciendo referencia tanto a la experiencia histórica de pertenecer a un territorio escindido entre tres naciones, como a las dificultades propias de vivir en los márgenes de la ciudad y de responder a los desafíos que las migraciones impugnan inevitablemente. Oí promulgar este sufrimiento cotidiano con el mismo orgullo que Lucrecia, solo hasta el momento en que su manifestación atraviesa al campo de lo psicopatológico: cuando el comportamiento se vuelve ingobernable y los significados asociados a la historia, la pobreza y la discriminación, se vuelven exiguos e insignificantes frente a la emergencia de una patología psiquiátrica. En ese momento, cuando parientes, hermanos o hijos “no hablan, duermen todo el día o se vuelven como animales”, parece que ya nada más queda por hacer. Pacientes encerrados, abandonados o redimidos al cuidado de familias que no logran dar una significación al sufrimiento, fueron realidades que pude observar tanto en comunidades indígenas de la huasteca mexicana, como en mis primeras aproximaciones a la realidad de los usuarios de servicios de salud mental de una de las ciudades con más alta presencia indígena en Chile.
La salud mental de los pueblos indígenas ha sido víctima, desde mi punto de vista, de las omisiones de tres instituciones: el Estado, la antropología y la historia, y las ciencias médicas y estas parecen igual de incómodas frente al desafío de reconocer el lugar de la cultura en la experiencia de sufrimiento psíquico (Abu-Lughod y Lutz, 1990; Bock, 1988). Las cifras son innegables, toda vez que al realizar diagnósticos o perfiles epidemiológicos diferenciando étnicamente la población, aparece una brecha observable en las tasas de suicidio, depresión, alcoholismo y muerte por accidentes entre población indígena y no indígena (Pedrero y Oyarce, 2006; Minsal, 2016). La vida psíquica del poder, como diría Butler (1997), se manifiesta también en índices de vida y muerte. Las tres ausencias en torno a estos temas son las que justifican la investigación que aquí presento.
1. En primer lugar, es menester recordar, para quien pudiera desconocerlo, que hoy en día en Chile, como en varios países latinoamericanos y del mundo, existe una política de salud especialmente elaborada para los pueblos indígenas, cuyos objetivos son mejorar las condiciones de salud de poblaciones consideradas “vulnerables”, al mismo tiempo que se gobiernan, por mecanismos propios de la biopolítica, los cuerpos de la diversidad (Fassin, 2000b: 75-112). Basadas en los acuerdos emanados de la Declaración de Alma Ata (1978), estas políticas han visto en la multiplicidad de recursos terapéuticos, presentes en las comunidades indígenas, la posibilidad de articular con ellas la acción del conocimiento biomédico, de manera de mejorar las condiciones sanitarias de las condiciones más vulnerables (Schirripa y Vulpiani, 2000; Van der Geest, 1985). En el caso chileno, las medidas se instauran a partir de la recuperación de la democracia, entretejiéndose con los arduos y borrascosos caminos de la reconciliación nacional y la recomposición de la memoria histórica de los pueblos indígenas (Boccara, 2002, 2004; Boccara, Castro y Rapimann, 2004; Alarcón et al., 2003, 2004; Bolados, 2009; Bolados, 2017). Treinta años después, resulta evidente que el principal desafío que asumió seriamente el Estado chileno en los años noventa fue el dar continuidad al modelo político-económico construido durante el régimen de Pinochet, volviendo la democracia un nuevo producto de consumo (Paley, 2001): una nueva conquista de la ciudadanía chilena, un objeto por proteger a toda costa un deseo que inculcar incluso entre quienes históricamente se situaron en los márgenes de la ciudadanía, como son los pueblos indígenas. La elaboración de informes en los que se pretende la “verdad histórica” y la compensación económica privada o colectiva, además de la invitación abierta a participar de las lógicas neoliberales de la transición democrática, han sido la tónica de la aplicación de las políticas interculturales por parte del Estado chileno (Aylwin, 2007; Bello, 2007). En el ámbito sanitario, usando la terminología foucaultiana, Boccara (2007) ha llamado a esta forma de gobierno de la alteridad, etnogubernamentalidad: “un nuevo diagrama de saber/poder (…) que tiende a producir nuevos sujetos étnicos colectivos e individuales a través de una doble dinámica de etnicización y de responsabilización” (Boccara, 2007: 185).
La especificidad de la aplicación de la etnogubernamentalidad en el campo sanitario recae sobre el hecho de requerir una contratación entre los diversos actores presentes en el campo de la salud. Médicos, curanderos, parteras, autoridades sanitarias, operadores biomédicos, asociaciones indígenas, etcétera, negocian el delineamiento de las fronteras de la salud indígena, entrando a actuar en un espacio que es prevalentemente político: el campo que define lo normal y lo patológico (Canguilhem, 1998). En esta lucha, las negociaciones del campo intercultural han apuntado a privilegiar una visión principalmente biomédica de los problemas de salud indígena, aplicando políticas diferenciadas para mejorar el abordaje de enfermedades infecciosas, tales como el VIH, la TBC, la cobertura de la atención de parto y la mejora en los índices de afiliación al sistema sanitario nacional. Esta acción dirigida hacia el cuerpo parece responder a un antiguo paradigma que entiende la salud como una realidad prevalentemente somática, centrada en la idea de individuo, en la que el desafío para mejorar los índices sanitarios en zonas indígenas consiste fundamentalmente en que estos grupos adhieran a un proyecto biomédico de corte nacional. En este intento por llevar a cabo el proyecto biopolítico que está a la base del Estado-nación, la salud mental es abandonada en cuanto territorio incómodo y difícil de subyugar, un espacio en el que la diferencia cultural parece representar una especie de exceso, un desborde en el que se evidencian los intentos de sujetar un modelo de salud centrado en el funcionamiento de las relaciones sociales, como es el modelo indígena, a un modelo individualizante, que con sus metáforas del cuerpo entendido como máquina, busca poner el acento en la responsabilidad individual de su buen funcionamiento. El abandono que la salud mental sufre por parte del Estado chileno, a pesar de los valiosos intentos reformadores que hacen muchos equipos desde dentro de su actuar (Minsal, 2016), se