Almas andariegas. Alejandra Carreño

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Almas andariegas - Alejandra Carreño


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los aymaras no se ven; si quieres hacer una investigación con ellos tienes que ir al altiplano, de Putre para arriba”. ¿Cómo es posible esta invisibilidad?

      A mi parecer, la mirada esencialista que se ha tendido a tener sobre el mundo aymara, junto a la negación de la propia narración con que los pueblos indígenas se han dirigido al mundo mestizo, ha creado una especie de ceguera respecto a la complejidad de su condición contemporánea, permitiéndoles emerger solo desde la condición de víctimas. El sufrimiento psíquico, traducido en diagnósticos como los que emergerán en estas páginas, es solo una de las formas de traducir en la propia biografía las contradicciones y conflictos históricos existentes que se encarnan en la condición poscolonial (Moro, 2005). De hecho, estudiar estos temas entre poblaciones que han vivido varios desplazamientos, así como con cualquier migrante, no significa abandonar la posibilidad de ver las potencialidades. Las posibilidades de transformación que guarda cualquier sujeto y cualquier cultura, las afirmaciones identitarias urbanas que hoy los aymaras hacen en estos nuevos territorios, a través de las expresiones diversas que iremos recorriendo a lo largo del texto, son huellas visibles de las estrategias de continuidad (Chandler y Lalonde, 1998) que este pueblo está poniendo en acto y que nos obliga a comprender su historia más allá del paradigma de la subalternidad.

      La dificultad de reconocer la presencia indígena en las ciudades y el desafío que pone a todas las instituciones y a todas las ciencias, provienen, en parte, de los apremios que surgen al tratar de superar una idea ya presente en el indigenismo, de la que habla Marisol de la Cadena: si no son sufrientes y víctimas, no son indígenas. Así, cuando Lucrecia dice que sufrir es cosa de indios, no quiere decir que ella no haya sufrido ni que solo los indígenas sufren, sino que como indígena y mestiza, prefiere refutar el estereotipo del indígena como víctima. En los relatos de vida y en los testimonios de usuarios/as y agentes de salud que nutren este trabajo, encontraremos diálogos similares al de Lucrecia y Marisol que, con sus varias contradicciones, develan la complejidad de las experiencias de sufrimiento psíquico y la forma en los elementos históricos que han confinado el mundo indígena en un régimen de invisibilidad; habitan también sus formas de significar y tratar los trastornos afectivos.

      Fig. 1. Territorios de la investigación. Ilustradora Carmen Cañizares.

      El libro se articula entre tres secciones que tratan de responder, a través de un proceso etnográfico y teórico, las tres ausencias antes evocadas. En el primer capítulo, asumiendo una perspectiva que entiende que cualquier exploración en el campo de la salud se traza sobre un sustrato político, se indaga en la relación entre Estado y pueblo aymara y la forma en la que el primero ha trazado sus estrategias de gobierno de la etnicidad a través del diseño de campo de salud intercultural. Recorrer el dispositivo gubernamental implica abrir el presente etnográfico (Fabian, 2002) hacia los fundamentos de la construcción del individuo moderno, basado en el control de su salud y su cuerpo (Foucault, 1978, 1996, 2004). Sin embargo, restringirse solo a entender el campo médico intercultural como dispositivo de control sería una traición a las nociones indígenas del poder y a las enormes destrezas que los aymaras han demostrado en administrarlo, toda vez que imperios, reinos y Estados han entrado en sus territorios. En esta verdadera lucha epistémica, simbólica y material por el desplazamiento de las fronteras entre salud y enfermedad, lo que emerge son las imágenes que adopta el Estado posdictatorial frente a los pueblos indígenas, evidenciando cómo el ámbito sanitario está al centro de lo que llamaremos la composición de una democracia imaginaria (Carreño y Freddi, 2020).

      Al describir el espesor político de la salud intercultural, he tratado de probar cómo estas tecnologías ponen la memoria al centro de una disputa histórica, a través de la cual se trata de controlar las heridas que hacen de cada rasgo del presente, un teatro de conflictos del pasado. La memoria en la democracia chilena contemporánea debe ser controlada, dado que toda vez que es evocada llega colmada de contradicciones, frente a las cuales el modelo de salud intercultural resulta una respuesta exigua, a ratos incapaz de administrar sus propias promesas (Bolados, 2017). En el curso del capítulo, he tratado de mostrar cómo los juegos políticos de la salud (Fassin, 2000a) ponen en una encrucijada a los elementos retóricos propios de esta democracia: la participación, la ciudadanía, lo comunitario. Todos estos elementos, parte del lenguaje usado en la recomposición del Chile posdictatorial, y a su vez son parte de un diálogo interno a las propias comunidades, respecto a su forma de entender la memoria y de performativizarla también dentro del campo médico intercultural (Carreño y Freddi, 2020). Desde las discusiones con las autoridades hasta la estructura de los diversos ritos de curación de enfermedades tan extremas como la locura, el presente indígena está lleno de referencias a las formas de vivir y recordar el territorio, la violencia y la necesidad de recomponer el cuerpo social aymara. He tratado, entonces, de retratar la composición del campo de salud intercultural a través de lo que entiendo como una etnografía indígena del Estado, un relato de las formas de experimentar, imaginar y narrar el poder del Estado a partir de las luchas que se dan en el campo de la salud intercultural. Este proceso implica no solo reconocer las estrategias de control que se están poniendo en acto a través de la retórica de la interculturalidad, sino también las estrategias que los aymaras están utilizando para negociar con estas formas de poder externo, a partir de un diálogo sobre sus propios imaginarios del territorio, de su historia y de los procesos que hoy son metáforas del malestar del cuerpo indígena.

      El segundo capítulo recorre los senderos que configuran las omisiones de la antropología y de la historia, ocupándose de la diferencia aymara y su intento por ponerla en diálogo con la cuestión del mestizaje, de la migración y de las fronteras. Estas dimensiones son evocadas dada su presencia en el imaginario indígena donde, además, hacen comprensible el rol que la violencia sufrida por estos pueblos adquiere en la configuración de una pertenencia común en los nuevos territorios ocupados por ellos. Solo a la luz de estos elementos que configuran el imaginario indígena y mestizo es posible situar el sufrimiento psíquico y los itinerarios terapéuticos seguidos por estos sujetos, dentro de un panorama que evidencia tanto en su vulnerabilidad como en sus estrategias para recomponer su subjetividad.

      El tercer capítulo se centra en la cuestión de la subjetividad y de los desórdenes que experimentan los aymaras migrantes en la ciudad de Arica. Los itinerarios terapéuticos de las familias y pacientes de los centros psiquiátricos que he encontrado durante el trabajo de campo, permiten esbozar los diversos dispositivos puestos en acción para el control de una subjetividad indígena desbordada. La noción de orden y desorden sale a la luz tanto por parte de las instituciones psiquiátricas como de las familias que recorren diversas alternativas terapéuticas en búsqueda de curación para sus familiares. El capítulo está dividido en los distintos circuitos en los cuales el dolor y el desorden son vividos, controlados e interpretados. En primer lugar, se recorren los espacios de la medicina tradicional andina, entendida como lo que llamaremos una formación transnacional, resultado del imaginario indígena y mestizo recorrido a lo largo del capítulo anterior. En segundo lugar, se explora en la metáfora de la pérdida del animu, con la que a menudo se explica, en el mundo andino, el desorden y el emerger de trastornos afectivos. Frente a la continuidad de la metáfora, nos dedicamos a indagar en las categorías de persona a las que hace referencia, junto a los materiales –objetos, paisajes, memorias– evocados para su cura. La incerteza, la precariedad, la necesidad de encontrar una continuidad territorial dentro de un paisaje cada vez más fracturado, parecen señalar la presencia de la pérdida del animu como metáfora del sufrimiento andino. Estas interpretaciones reafirman la hipótesis de que las etiologías locales son capaces de poner en acto estrategias para decir lo indecible, para controlar el desorden una vez que este se encarna en el sufrimiento de quien ve perder su propia alma o perderse en sí (Ashforth, 2001).

      Por último, la tercera sección recorre algunos de los casos más emblemáticos de los sujetos con quienes he compartido parte de las delicadas y arduas experiencias que marcan la vida de quien sufre un trastorno psiquiátrico. Las narraciones de hombres y mujeres aymaras, habitantes de barrios periféricos de la ciudad de Arica, sobre sus experiencias de enfermedad psíquica o de sus familiares, se vuelven objeto de observación privilegiada


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