Almas andariegas. Alejandra Carreño

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Almas andariegas - Alejandra Carreño


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respecto a la historicidad que guardan las enormes desigualdades entre los índices de salud de población indígena y no indígena en Chile. Linda Tuhiwai Smith (1999) considera que la investigación antropológica se ha vuelto en los espacios indígenas “una de las palabras más sucias” que el vocabulario pueda evocar (1999: 1). La antropología andina ha guardado un silencio similar al que vemos en la literatura biomédica y en las políticas de Estado sobre la salud mental de los pueblos indígenas, salvo algunos estudios contemporáneos emergidos en los últimos años (Gavilán et al., 2011; Gavilán et al., 2018; Piñones, 2015; Piñones et al., 2016; Orr, 2011; Vallejos, 2006). A pesar del enorme bagaje de literatura antropológica y arqueológica a partir del cual se ha entretejido un diálogo con las comunidades andinas, no exento de aquellas formas de violencia invisible propia de algunas formas del saber científico (Ayala, 2007), las investigaciones realizadas hasta ahora en el ámbito sanitario, tienden a describir técnicas y recursos propios de una tradición más bien folclorista, que podríamos llamar etnomédica, basada en la aplicación de categorías y clasificaciones en el que aún parecen inexorables los prejuicios frente a otras formas de curar. Si bien se reconoce la existencia de terapeutas, técnicas y recursos médicos, hasta hace poco y con ciertas excepciones (Gavilán et al., 2005, 2009; Pedersen, 2006; Piñones, 2015; Piñones et al., 2015, 2017; Bolados, 2009, 2012, 2017), nuestra disciplina ha tendido a reiterar un conocimiento fragmentado entre la ciencia y la creencia (Good, 1994), en el que persiste la necesidad de clasificar y legitimar el conocimiento de los otros, a partir de un paradigma científico (Cáceres, 1994; Cachimuel, 2000). De esta perspectiva, emerge la profunda dificultad que existe de reconocer en las medicinas indígenas la existencia de un estatus epistemológico propio, concediéndoles la dignidad de representar verdaderas hipótesis sobre el funcionamiento de la salud y la enfermedad, centradas sobre una particular teoría de la construcción del sujeto y de la organización del cuerpo social (Beneduce, 2007: 8-11).

      Es evidente, entonces, por qué el sufrimiento psíquico, que se expresa en cifras psiquiátricas alarmantes, donde las tasas de suicidio y alcoholismo entre jóvenes aymaras y mapuche son de las más altas del país (Minsal, 2016), yace en una zona oscura y de confín entre las ciencias psiquiátricas y la antropología. Si las primeras se preguntan escasamente quiénes son estas personas y qué historias están detrás de las comunidades a las que pertenecen, presionadas por la necesidad de diagnosticar para actuar rápidamente, la segunda continúa considerando las prácticas médicas indígenas como sistemas aislados y abstractos, pertenecientes a una cultura situada en un territorio único y específico, aislado y en constante riesgo de desaparición. A mi parecer, particularmente en los estudios andinos chilenos, dada la enorme fuerza que adquirieron en períodos en que las comunidades estaban perdiendo su carácter eminentemente rural, existe cierta resistencia a reconocer el presente andino como un escenario poscolonial, lo que a su vez dificulta la comprensión de la condición indígena urbana más allá del paradigma de la aculturación y de la homogeneización forzada (Van Kessel, 1980, 1983, 1985, 1988, 2004; Grebe, 1983, 1986). La obra de Van Kessel es significativa al respecto. El autor, dada su enorme experiencia etnográfica con comunidades aymaras rurales, fue capaz de describir en profundidad las características del sistema médico andino, evidenciando su relación con el medio ecológico andino, así como las estructuras sociales tradicionales. Desde su perspectiva, la concepción misma de salud se inscribe en lo que él considera parte de una filosofía basada en la noción de equilibrio y alternancia entre los sistemas ecológicos y espirituales contrapuestos y complementarios, que caracterizan al mundo andino (Van Kessel, 1980: 275-348). La introducción masiva de las religiones pentecostales y la progresiva migración urbana de las comunidades aymaras, producen transformaciones en los sistemas médicos indígenas que Van Kessel describe como parte de su proceso de aculturación5. Si bien reconoce los elementos de continuidad que aparecen en la acción terapéutica de los pastores evangélicos que asumen roles curativos dentro de las comunidades aymaras, el pensamiento del autor está fuertemente marcado por una visión que tiende a separar lo “tradicional” de la medicina andina, de las injerencias externas que representarían los influjos de la medicina aplicada por líderes evangélicos y otras figuras carismáticas. En este sentido, la necesidad de comprender los significados que las familias aymaras dan a la esquizofrenia, la depresión, el alcoholismo y tantos otros diagnósticos que irán apareciendo en la etnografía que aquí presento, son parte para asumir el desafío de examinar el presente indígena más allá del examen del vigor, la coherencia interna, el carácter de sistema o la legitimidad de sus medicinas tradicionales, incorporando el diálogo con las instituciones estatales y las ciencias médicas, en los contextos urbanos y rurales que habitan.

      3. Por último, así como las políticas interculturales y la antropología han tenido dificultades importantes al abordar el tema, la psiquiatría y la psicología han integrado la condición étnica en el amplio paradigma de la vulnerabilidad que permea a casi la totalidad de los usuarios/as de servicios públicos de salud mental. Las pocas investigaciones abocadas al análisis de diversos casos locales, tienden a constatar una cierta tendencia al alcoholismo, al suicidio, a muertes violentas o al uso de diversos tipos de sustancias tóxicas (Ochoa, 1997; Vicente et al., 2005; Carrasco et al., 2012), aludiendo no pocas veces a una imagen estereotipada y racializada del funcionamiento de la “psique indígena”. Al buscar explicaciones al fenómeno, las investigaciones disponibles tienden a reiterar lo que Marisol de la Cadena encuentra ya presente en el pensamiento racial de los intelectuales indigenistas de principios del siglo XX, es decir, que los indígenas “son afectados negativamente por la ciudad” (2004: 219), siendo la migración urbana una especie de condena inexorable a lo que sería parte de la débil conformación psíquica y emotiva de estos grupos (Hollweg, 2001, 2003). Las preguntas que enfrenté en el momento en que decidí abordar el tema y entrar en el debate con colegas del ámbito de la salud mental, reiteraron esta sensación: “¿Los aymaras tienen más tendencia a la esquizofrenia?”, “¿no es que tienen algo en las habilidades cognitivas?”, “¿será efecto de los matrimonios consanguíneos?”, “¿será efecto del fanatismo religioso?”. Del paradigma racial de principios del siglo XX al escándalo de la endogamia, las preguntas que me surgen como antropóloga que entra en el campo de la psiquiatría son significativas respecto a la visión inmóvil que tenemos de la sociedad aymara y de la complejidad cotidiana que viven estos grupos en el mundo contemporáneo.

      La storia è sempre storia contemporánea6.

      Benedetto Croce

      El mundo al que refiere esta investigación tiene su centro en la ciudad de Arica, en el extremo norte de Chile. Fundada en 1541 como San Marcos de Arica, su historia colonial la sitúa primero como parte del virreinato del Perú, luego fue la frontera sur de Perú con Bolivia y más tarde la frontera norte de Chile con Perú, tras ser anexada a Chile a través de los acuerdos del fin de la Guerra del Pacífico (1879). Ciudad frontera, Arica ha sido desde tiempos precolombinos lugar de intercambio entre varios pueblos y etnias que encontraron en sus costas ricos materiales para confirmar lo que John Murra describe como la complementariedad ecológica que caracteriza a los pueblos andinos (1972). A varios kilómetros de la actual ciudad, las tierras originarias de los antiguos señoríos aymaras se asentaron en el altiplano de la cordillera de los Andes desde tiempos precedentes al imperio Tiwanaku (Hidalgo y Focacci, 1986). A partir de ahí, los aymaras establecieron constantes flujos simbólicos y comerciales que imprimen un fuerte componente de movilidad a su cultura (Canales, 1926; González H., 1996a, 1996b). Con ellos, entre trabajadores de semilleras de los valles de Lluta y Azapa, entre comerciantes del mercado el Agro, entre usuarios/as y equipos de los Centros de Salud Mental (en adelante CSM) de la zona norte y sur de la ciudad, entre juguerías y ferias del centro, se realizó el trabajo etnográfico que aquí presento.

      Los paisajes que irán apareciendo a lo largo del relato surgen de los distintos itinerarios que fueron trazando curanderos, parteras, integrantes de asociaciones indígenas y familias aymaras en general, en el curso de sus actividades cotidianas, demostrando la vitalidad que mantiene la condición móvil y translocal del mundo aymara contemporáneo (Gundermann, 2001; Carrasco y González, 2014; Cerna y Muñoz, 2019). A pesar de la fuerza de la presencia aymara y del esfuerzo cotidiano que hacen por unir sus mundos de pertenencia a la ciudad de Arica, su presencia es a menudo negada por


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