Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez


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fue declarar que la soberanía residía en la Nación y su ejercicio en el Congreso y luego pasó a rendir esa soberanía ante el aparato de la fuerza militar que le imponía un caudillo para el ejercicio del mando supremo, legalizando así la primera de las revoluciones de cuartel que, para desventura nuestra, se han repetido con excesiva frecuencia a lo largo de nuestra historia. El ídolo eregido entonces, vino a ser también por nueva contradicción el tirano de Trujillo y a los decretos de glorificación sancionados en febrero de 1823, se sucedieron los de proscripción y odio del mes de agosto. Rehúye en un principio la venida del Libertador del Norte, para luego mostrarse suplicante y depositar todos los poderes en él. A este error habría que añadir otro. Su laboriosidad es manifiesta, pero, por efecto del omnímodo poder que se atribuía, intervino en multitud de asuntos y de pormenores administrativos que no debieron distraer su atención y que eran totalmente ajenos a la dignidad de un Parlamento. Funesto ejemplo que han seguido y siguen nuestros legisladores, ocupados en trivialidades que no exigen mayor esfuerzo y dejando a un lado los grandes problemas nacionales que exigen meditación y estudio. Por último, el 18 de noviembre de 1823 se sancionaba la Constitución o Ley Fundamental del Estado, pero incidiendo de nuevo en flagrante contradicción. Apenas había sido promulgada en la capital, cuando el mismo Congreso demanda un poder dictatorial y dispone que callen las leyes ante la nueva autoridad norteña que —a su juicio— va a salvar a la República. (T. VI, p. 241)

      Finalmente, Gaspar Rico y Angulo, periodista español director de El Depositario, ironizando sobre el quehacer del Congreso escribió la siguiente cuarteta (después del desastre bélico de Moquegua):

       Congresito cómo vámos

       con el tris tras de Moquegua

       de aquí a Lima hay una legua

       ¿Te vas? ¿te vienes? ¿nos vamos? 97

      Al margen de los juicios a favor o en contra que acabamos de reseñar sumariamente, es menester afirmar que el primer Congreso Constituyente tuvo una existencia azarosa, destino al que no escaparían muchos otros que existieron en los dos siglos siguientes. En medio de una etapa turbulenta, de las sonrisas sarcásticas de los españoles y del pretorianismo que iniciaba su obra de idolización de la fuerza bruta, la Asamblea Constituyente duró 17 meses y 21 días, habiendo celebrado 536 sesiones, muchas de ellas borrascosas, en una atmósfera de optimismo y pesimismo, de gallardía y de ilusión, de valentía y también de tono ridículo. En el desempeño de su grave misión, puso de manifiesto su amplia capacidad como cuerpo deliberador, al mismo tiempo que su poca aptitud como organismo directivo de la guerra y de la política. Su periplo fue la de instalarse en Lima el 20 de setiembre de 1822, trasladarse al Callao el 19 de junio de 1823, seguir a Trujillo el día 26 y sufrir su disolución el 19 de julio de aquel año, cargado de enormes y gravísimos sinsabores. Sería restablecido después en Lima (6 de agosto), recesándose en febrero de 1824, para volverse a reunir en febrero de 1825 y clausurarse a los pocos días en el mes de en marzo. Suerte que —como bien sabemos— seguirían después los Congresos de la República sumidos en el oleaje de la anarquía y de las dictaduras, del servilismo y de la inocuidad, de la apatía y del desdén.

      Por otro lado, el mencionado Congreso no actuó desconectado de los acontecimientos que se sucedían con la rapidez de los períodos turbulentos y difíciles de la historia. Aunque sus miembros hubieran querido desconocer la realidad, los hechos cotidianos eran tan graves que aparecían influyendo sobre el destino y el desempeño de la Asamblea. Más allá de las fronteras del recinto congresal bullía la guerra entre patriotas y realistas, con todas las consecuencias psicológicas que provoca una contienda enconada, como la que mantenían hombres que aparecían como insurrectos, frente a otros y que, fanáticamente, defendían el principio de la autoridad del rey. En medio del fragor de las ambiciones personales, de los desastres militares (como el de Torata y Moquegua), de la irrupción del caudillismo castrense (con Riva Agüero a la cabeza) y del descontrol político, el Congreso Constituyente tuvo que cumplir la obra teórica más importante por entonces: la de dar al Perú una Constitución. Con ella —repetimos— cobraría personalidad política la naciente nacionalidad98.

      Históricamente —afirma José Agustín de la Puente Candamo (1971)— la primera Asamblea Constituyente encarna los ideales de la revolución. Es la realidad jurídica y política consecuencia de un largo proceso social en que luchan dos mentalidades, dos filosofías, dos concepciones contrapuestas de la vida. Aquella Asamblea, que no olvidaba a su congénere de Francia y a la Convención de Filadelfia, rompía el ritmo del orden colonial mediante la negación de instituciones que emanaban del espíritu teocrático y de la monarquía absoluta que representó Fernando VII99. Los hombres que fueron actores en la gestación de la República, veían cumplidos sus ideales. Y fue aquella Asamblea, de ciudadanos selectos, la que proclamó, con lealtad a los principios democráticos del Contrato Social, “que la soberanía radicaba en la nación”. En esa forma, repudió al francés Jacobo Benigno Bossuet cuya filosofía teocrática había sustentado el origen divino de las monarquías. La igualdad cedía el puesto al privilegio: los intereses se eclipsaban ante el impulso innovador de la revolución.

      Para concluir el presente apartado, es pertinente mencionar cuatro circunstancias que rodearon el quehacer del cónclave liberal y que Jorge Basadre (1980), sintetiza de manera magistral:

      a) El Congreso inaugurado en setiembre de 1822 fue el símbolo de una rebelión social frente al sistema de base aristocráticoestamental; es decir, implicó formalmente el desmantelamiento del antiguo régimen virreinal. Desde un punto de vista teórico, la burguesía criolla (acompañada por unos pocos y resignados sobrevivientes de la antigua nobleza hereditaria, a la que se le había escapado el comando del proceso independentista) obtuvo el usufructo del poder político con una cobertura liberal.

      b) Aunque en los legisladores de 1822 hubo la prudencia de no ensayar el modelo federal (no obstante el proyecto presentado por Sánchez Carrión), intentaron el debilitamiento de la función de gobernar del Ejecutivo, en una lógica reacción del sistema colonial y contra los partidarios de la aplicación del régimen monárquico en el Perú independiente que habían rodeado a San Martín.

      c) No obstante la beligerancia verbal (a menudo demoledora e hiriente), es asombrosa la falta de jacobinismo en el seno del Congreso. Ningún acto de crueldad ni de sangre mancha la blanca hoja de su historia, en tres años de guerra encarnada. Sus gestos más atrevidos se reducen a “exonerar” (no usa siquiera el de “destituir”) del mando a Riva Agüero y a “proscribir” a Monteagudo. En plena guerra mortal, dicta una ley de amnistía a favor de los “que hayan exhibido doctrinas contrarias a las suyas” y prohíbe “confiscar los bienes de los españoles que tengan hijos”.

      d) Probablemente el punto más cuestionado de su angustioso accionar, fue delegar el poder político en un triunvirato amorfo e inconsistente, cuando todas las circunstancias del momento (políticas, militares, sociales, económicas e internacionales) aconsejaban concentrarla en una sola persona revestida de las máximas garantías y avalado por la representación nacional (gobierno unipersonal). Ello —como veremos de inmediato— no solo le restó al Congreso credibilidad ante la opinión pública, sino también la animosidad del sector más radical del ejército que desembocó en el tristemente famoso motín de Balconcillo que llevó al poder al citado Riva Agüero.

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