Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez


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tarea, infortunadamente, no fue fácil. ¡Qué iba a serlo! El fantasma de la guerra complicaba el panorama en direcciones múltiples. Convocar a los pueblos para que contribuyeran a elaborar la primera Constitución, equivalía a pensar en la norma teórica cuando el drama del Perú exigía que se resolviera, primero, la acción militar. Los próceres se dieron cuenta, sin embargo, que era indispensable organizar el órgano popular de la soberanía a fin de que el pensamiento político (que se había decidido por la República) adoptara la forma de una naciente democracia. En el mencionado mes de diciembre de 1821 los pueblos fueron convocados para constituir el primer Congreso del Perú, bajo el designio de “establecer la forma definitiva de gobierno y dar la Constitución que mejor convenga al Perú, según las circunstancias en que se hallan su territorio y su población”. Consecuentemente, los poderes conferidos por los pueblos a sus diputados se ajustarían a ello, exclusivamente, y serían “nulos los actos que se excedieran de aquéllos”. El entusiasmo popular —dice Leguía y Martínez (1972)— debió suplir los inconvenientes de la dura realidad. Los hombres, que por primera vez hablaban de libertad sin los parámetros del régimen colonial, se disponían a votar y elegir.

      ¿Qué sentimientos embargaron a San Martín y a Monteagudo cuando firmaron el decreto de convocatoria a elecciones? No es difícil suponerlo. Se trataba de uno de los primeros actos legales (y formales) para organizar el nuevo Estado, lo que por sí encerraba una enorme carga emocional para sus animadores. Las emociones de ambos personajes debieron fluctuar íntimamente entre la esperanza y el pesimismo, entre el entusiasmo y la percepción de inestabilidad de las cosas que el futuro de por sí depara.

      Las generaciones venideras apreciarán el valor que tiene el pensamiento de convocar el primer Congreso en la historia del país, y fijar su instalación para el mismo día en que se celebre el primer aniversario de ese acto memorable, que puso la muerte por barrera entre nosotros y la tiranía, como único medio que nos resta entre ser esclavos o libres. (Decreto del 27 de abril de 1822 firmado por San Martín)

      En el dispositivo se percibe la retórica de Monteagudo. Los departamentos ocupados por las fuerzas del virrey —según lo estipulado— también tendrían representantes aunque el sufragio tuviera un carácter simbólico. La aspiración consistía en que los pueblos hicieran uso de un derecho que no habían conocido. Como sede del anhelado conciliábulo (cuál símbolo espiritual e histórico), fue señalado el local de la prestigiosa y antigua Universidad de San Marcos, ente académico por excelencia en el ámbito continental.

      Estando ocupados por las fuerzas realistas los departamentos del surandino (Cusco, Arequipa, Huamanga, Huancavelica y Puno), la primera dificultad que se presentaba para la conformación del Congreso era la de una representación popular disminuida. Por esta razón y de acuerdo a los decretos de 29 de junio, 8 de agosto y 3 de setiembre de 1822, se dispuso que los vecinos de esas localidades que se hallaban en Lima, eligieran diputados suplentes (cada 15 mil habitantes tenían derecho a elegir uno); sistema con el que se pretendió hacer extensivo a las provincias de Potosí, Charcas, Cochabamba y La Paz, pero que fue impracticable por el escaso número de naturales de dichos lugares en la capital. Esta y otras dificultades impidieron que el Congreso se instalase en la fecha señalada por el mencionado decreto del 27 de diciembre de 1821. En tal virtud, cuatro meses después, por decreto de 27 de abril de 1822, se prorrogó la convocatoria para el día 28 de julio (primer aniversario de la jura de la Independencia). Pero, lamentablemente, en esa segunda fecha tampoco se pudo materializar el propósito; hubo que esperar dos meses más. Por fin, con la nómina completa de diputados, cuyos poderes habían sido examinados y validados por la Comisión nombrada por el Supremo Gobierno, calificándolos de legales, San Martín, de regreso de la fracasada entrevista de Guayaquil, por conducto de su ministro de Gobierno, y reputando haber el número suficiente de representantes, dispuso que se instalase el Congreso el sábado 20 de setiembre de 182278.

      Esa fecha —según refieren testimonios de la época— fue un día espectacular, lleno de agitación y de significado histórico79. La noche anterior se realizó en las iglesias limeñas del cercado una rogativa general. Se amnistió a los reos políticos. El día de la ceremonia (espléndida en todo sentido), los diputados electos, encabezados por el propio Protector, se dirigieron de Palacio a la Iglesia Metropolitana, a implorar la asistencia divina mediante la misa del Espíritu Santo que celebró el deán gobernador eclesiástico del Arzobispado, ilustrísimo señor Francisco Javier de Echagüe80. El Protector tomó juramento a los jubilosos representantes, de dos en dos. Concluido este acto, el gobernador eclesiástico entonó el Te Deum (cantándose después el himno Veni Sancti Spiritus a cargo de un coro de jóvenes acólitos); en la Plaza Mayor, una salva de veintidós cañonazos repetida en la del Callao y en los buques de la Armada (comandada por lord Cochrane), así como un repique general, acompañaron hasta el salón principal del Congreso a los diputados en unión del Jefe Supremo.

      Refiriéndose a este singular e histórico momento, un observador de la época nos ha dejado el siguiente valioso y pormenorizado testimonio:

      El tránsito de Palacio a la Iglesia Matriz estuvo acompañado de bandas de música, que tocaban aires patrióticos recientemente compuestos. Diputados y autoridades se colocaron a los lados del Protector. Vestían de negro. Todo el boato y la cortesanía de una ceremonia virreinal se lucía por la ocasión. Jurados ya, se dirigieron a pie desde la Catedral a la Plaza de la Inquisición. Por sobre sus cabezas vibraba en el aire un repique enloquecedor… A las diez de la mañana de aquel día solemne, Lima recibió la impresión de un acontecimiento que nunca había sucedido: la instalación de la magna Asamblea. El absolutismo, en la esperanza confiada de los pueblos, terminaba en ese instante. Los próceres comprendían que, en ese momento, el Perú iniciaba su derrotero hacia la creación de la democracia.

      El ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores, doctor Francisco Valdivieso, con voz vibrante, hizo la pregunta sagrada que imponía graves deberes para la patria: “¿Juráis por la santa religión católica, apostólica y romana, como propia del Estado, mantener la integridad soberana del Perú; no omitir medio para libertarlo de sus opresores; desempeñar fiel y lealmente los poderes que os han confiado los pueblos y llenar los altos fines para los que habéis sido convocados?”. En seguida, todos tocaron los evangelios. San Martín, que había permanecido silencioso y flanqueado por el citado ministro y por el general Tomás Guido, dijo luego: “Si cumpliereis lo que habéis jurado, Dios os premie y si no, él y la patria os demanden”. Cuando concluyeron las palabras del Protector, nuevamente repicaron las campanas. En las calles, transportados por un hilo psicológico común, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, cultos e ignorantes, se echaron a cantar, caminar y beber como si ese minuto de fugaz alegría fuera a durar mucho tiempo. Cuando en el interior del recinto se hizo el silencio en las filas de los diputados y en las galerías que estaban llenas de anónimos espectadores que forman el pueblo, el Capitán de los Andes se puso de pie, despojándose del pecho la banda de dos colores, que lucía un sol de oro bordado, y con un gesto de desprendimiento exclamó: “Al deponer la insignia que caracteriza al Jefe Supremo del Perú, no hago sino cumplir con mis deberes y con los votos de mi corazón. Si algo tienen que agradecerme los peruanos, es el ejercicio del Supremo Poder que el imperio de las circunstancias me hizo obtener. Hoy que felizmente lo dimito, yo pido al Ser Supremo el acierto, luces y tino que necesitan para hacer la felicidad de sus representados. ¡Peruanos! Desde este momento, queda instalado el Congreso Soberano y el pueblo reasume el Poder Supremo, en todas sus partes”. Los concurrentes, puestos de pie y sin excepción alguna, ovacionaron al gallardo general. Había en la voz del Protector, un dejo de amarga alegría. En seguida, ganó la puerta del Congreso acompañado de sus diputados y de sus ministros. Sobre la mesa acababa de dejar seis pliegos cerrados. (Citado por Leguía y Martínez, 1972, p. 67)81

      A partir de ese instante, el destino del Perú pasó de la protección de San Martín y de su ejército, a la fórmula ortodoxa y liberal de una Asamblea de la que emanaba el poder y el gobierno mismo. Al respecto, Basadre (1968) dice: “Con el Congreso Constituyente empezó a gestarse la historia de la República del Perú. Es el nuestro un Estado concebido como un bello ideal y llevado luego penosamente a la realidad” (t. I, p. 4).

      Al retirarse San Martín, los diputados presentes decidieron elegir una Junta Provisional.


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