Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
Читать онлайн книгу.Para conservar el orden interior del Perú y a fin de que este Estado adquiera la respetabilidad exterior de que es susceptible, conviene el establecimiento de un gobierno vigoroso, el reconocimiento de la Independencia y la alianza o protección de una de las potencias de las de primer orden en Europa. (Citado en Odriozola, 1863-1877, p. 102)
Esta misión fue cancelada al retirarse San Martín del gobierno en setiembre de 1822.
A la luz de las evidencias que rodearon a sus gestores, la opción sanmartiniana por la Monarquía Constitucional era, pues, una consecuencia natural de ese espíritu59. Se ha dicho (Rojas, 1933, p. 214) que San Martín aquilataba el valor de las tradiciones españolas, las costumbres impuestas sobre las almas de sucesivas generaciones, la ignorancia de las masas, las supersticiones y la ausencia completa de la función pública en hombres absorbidos por la obediencia del esclavo. Es lógico, por consiguiente, que pensara en la monarquía como forma de gobierno. En este sentido, San Martín no tuvo la visión de Bolívar, a pesar de su genio militar, sobre la arquitectura política que debían adoptar las jóvenes nacionalidades de América. Un trono en el continente —conforme al pensamiento de Sánchez Carrión— representaba un grave peligro para el porvenir de los pueblos que acababa de libertar. Sánchez Carrión y los patriotas que contribuyeron con sus ideas al establecimiento de la libertad en el Perú, no podían aceptar la supervivencia del sistema político monárquico, aún cuando se cambiaran las personas de los gobernantes.
Antes de proseguir con el análisis del tema en cuestión, consideramos de enorme utilidad transcribir (sin mayores comentarios) las valiosas reflexiones de Raúl Porras sobre el espíritu republicano que —según él— profesó en el fondo el cuestionado Protector. Aquí el extenso testimonio publicado en la revista limeña Mar del Sur, correspondiente a julio-agosto de 1950:
No cabe negar, ante los documentos no solo de Punchauca, sino de antes y después de este trance, que San Martín albergó sinceramente planes monárquicos, aunque no fuera esta la forma de gobierno que más se amoldase a su espítitu y a su misión revolucionaria. Si los documentos oficiales no hablasen, lo dirían los actos del Protectorado encaminados a implantar el gobierno monárquico en el Perú, y las confesiones íntimas de las cartas de San Martín. Están ahí para demostrarlo, en forma inconfundible, el envío de los comisionados a Europa a buscar un príncipe, las discusiones de la Sociedad Patriótica regidas por Monteagudo y el murmullo popular que bautizó a San Martín con el burlón epíteto de ‘Rey José’. Y lo ratifican la carta a O’Higgins de 30 de noviembre de 1821, en que confiesa la ‘imposibilidad de erigir estos países en repúblicas’ y el propio adiós sincerísimo del héroe al pueblo del Perú, en que declara que está aburrido de oír decir que quiere hacerse soberano.
Existieron, pues, el plan monárquico y el resquemor público contra San Martín. Pero, tanto la adopción de la fórmula monarquizante como el abandono de ella, fueron imposiciones del ambiente que no modificaron el pensamiento íntimo del héroe ni alteraron su convicción democrática. San Martín fue democráta pero no solo teórica y verbalmente. Fue ética y constitutivamente republicano. Lo fue en su carácter y en todos sus actos, y en mayor medida que Bolívar y otros caudillos de América. No predicó o declamó sobre la democracia, sino que la ejerció en todos los momentos de su vida, sobre todo en el trance decisivo del usufructo del poder, que no aceptó sino como expresión de la opinión pública, del que no abusó nunca y el que no tuvo interés en retener, sino para afirmar el propósito esencial de la libertad.
Cuando se habla de las convicciones republicanas o monárquicas de los caudillos de la Independencia, es necesario entender, previamente, el concepto que en aquella época se tenía de dichos términos. Y es Montesquieu el maestro y el Espíritu de las Leyes el decálogo insustituible. Ellos nos enseñan, con lección aceptada entonces por todos, que la base de una monarquía es el honor, o sea, las distinciones que el rey prodiga a sus servidores que son el objeto de todas las aspiraciones; que el temor lo es de un gobierno despótico; y que la virtud es la esencia propia del régimen republicano. La virtud republicana consiste para Montesquieu: en el amor a la patria y a las leyes, en la preferencia del interés público sobre el particular, en el desprendimiento de sí mismo, la moderación y, particularmente, en el culto de la igualdad y de la frugalidad. Dentro del concepto montesquiano, San Martín fue paradigma de estas virtudes patricias. Las enseñó con el ejemplo y sacrificó a ellas su conveniencia personal y su gloria. Desde Buenos Aires a Cuyo y de Santiago a Lima, su vida es una demostración constante de abnegación y desprendimiento, de contemplación preferente del bien público con mengua y olvido de interés personal. Rechaza en Buenos Aires el poder político, teniéndolo en las manos en 1812, porque quiere alejar del nuevo estado toda sombra de pretorianismo, renuncia a sus emolumentos de Gobernador de Cuyo para aliviar las cargas del Estado, rehúye los honores del triunfo en Chile después de Chacabuco y entra de incógnito a Lima, después de haber rendido, sin derramamiento de sangre, por obra de su estrategia humana, la capital del virreinato austral y el mayor baluarte del poder español en América. Su paso por Chile y Perú, desechando honores y trofeos, alejando de su lado a los oportunistas y a los aduladores, protegiendo a la ilustración, dando muestras de modestia y de frugalidad en la mesa y en el vestido, desterrando lo pomposo, lo hueco y lo estentóreo del ambiente cortesano de Lima, proscribiendo las entradas fastuosas al estilo virreinal y las arengas serviles e hiperbólicas, prolongación de los panegíricos coloniales, perfilan al demócrata de verdad y de corazón. La de San Martín es una de las pocas auténticas conciencias republicanas que se halla en la historia de América. El pensamiento de un conductor de pueblos no puede seguir una inquebrantable línea dogmática, sino que tiene que flexibilizarse y aceptar las influencias del momento histórico en que vive. San Martín guardó durante toda su vida un celoso respeto por la opinión pública. No hay duda de que al llegar al Perú, sede de la aristocracia americana, sintió la sugestión monárquica del ambiente y se decidió a hacerla servir a su plan de libertad, como una fórmula de transición hacia la ideal meta republicana. Era patente el contraste entre la nobleza ilustrada y el pueblo como base mayoritaria de esa sociedad. San Martín y sus consejeros sabían bien que el régimen republicano exigía ‘virtud y civilización’ y ellos traían, además, la desconsoladora experiencia de los primeros pasos republicanos en Argentina y en Chile, que en un ambiente más homogéneo, habían producido la anarquía, el desorden civil y el cesarismo demagógico. La violencia también se hallaba presente. Todo esto gravitó para retrasar, en un medio que aparecía como escasamente preparado, la implantación del gobierno representativo. La fórmula sagaz y conciliadora pareció ser, en aquel instante, la monarquía constitucional.
La profesión de fe republicana del hijo de Yapeyú vuelve a manifestarse, nítida y pura, en su magnánimo gesto de Guayaquil, cediendo el paso a Bolívar para no encender la guerra civil, en la convocatoria del Congreso peruano para despojarse ante él del poder que le quemaba las manos y en las palabras de su mensaje de despedida al Perú, que encierran la más noble lección que haya recibido nuestra democracia.
El pensamiento político de San Martín tuvo, pues, una palpitación de diástole y de sístole propia de todo ritmo vital. Pero en esa oscilación pendular había una tensa línea oculta de su fe republicana. Su innato republicanismo arrancaba de su decepción juvenil, en España, ante la degradada monarquía de Fernando VII, que le forzó a truncar su brillante carrera militar y a sacrificar familia y amigos, para venirse a América y afiliarse a las logias antimonárquicas de la libertad. Esta fue la orientación cardinal de su vida.
Los pasajeros desalientos y expresiones de angustia de sus cartas íntimas ante los contrastes cotidianos de la experiencia democrática en el subcontinente. Sin embargo, siempre mostró su íntima e insobornable convicción democrática. Dígalo su carta a su amigo y compatriota, el general Tomás Guido de 1827 que proclama, de acuerdo con su conducta de toda la vida: “Odio a todo lo que es lujo y distinciones, a todo lo que es aristocracia; por inclinación y principios, amo el gobierno republicano y nadie, nadie lo es más que yo”.
En resumen, es posible que para algunos miembros de aquella ilustre generación, la monarquía hubiera sido el gobierno más sensato y cauto para pueblos sin cultura ni preparación cívica y que la república, al mismo tiempo, hubiera constituido una fórmula