Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez

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Construcción política de la nación peruana - Raúl Palacios Rodríguez


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un arrepentimiento tardío) no apoyar la fórmula de un Gobierno Absoluto “por los terribles e inmensos males que acarrea a la población”. Para demostrar lo dicho, publicó un breve folleto aclarando su posición principista y los móviles de su intervención. En él afirma, por ejemplo, que defendió a la monarquía “solo porque Unanue le había designado para ello”, y que en política prefería para el Perú “un gobierno fuerte que se encarne en el Ejecutivo emanado de la soberanía popular”. Sin embargo, no apoyó la idea de un Congreso Nacional62.

      A partir de entonces, se discutirían otros asuntos en la Sociedad, pero el debate de índole doctrinario e ideológico fue, prácticamente, ultimado a favor de los partidarios de la República Representativa, pues no volvió a haber, luego de la lectura de las Cartas de “El Solitario de Sayán” otra intervención monárquica. En este sentido, puede afirmarse que el conflicto entre autoritarios y liberales se inclinó en setiembre de 1822, a favor definitivamente de los últimos, al instalarse de inmediato el primer Congreso Constituyente de nuestra vida republicana (Neira, 1967, p. 161). Sin duda alguna —según Porras (1974)— fue el primer triunfo democrático de Sánchez Carrión, limpio, puro, doctrinario, sin sombra de personalismo y de medro, de abajo a arriba, de anónimo a poderoso, con solo la fuerza intrépida del ideal.

      ¿Por qué se optó por la fórmula de gobierno republicano? Mucho se ha escrito al respecto y seguramente se seguirá escribiendo, sin hallar una sola respuesta. A la luz de la experiencia histórica, juzgamos que nuestros antepasados votaron a favor de la República porque experimentaron y soportaron en carne propia los males que llevaba el virreinato en sus entrañas. Las minorías ilustradas tuvieron la feliz intuición de que la monarquía implicaba el privilegio, la diferencia de castas, las separaciones artificiales, el exilio de los descontentos, el achatamiento de los dignos y altivos y, sobre todo, la marginación política y social en desmedro del bien común, la libertad y la igualdad humana. Esto último, se convirtió casi en un mito o utopía en la mente de algunos afiebrados liberales. Sobre ello, Basadre en el Prólogo al libro mencionado de Santiago Távara (1951) hace una curiosa e interesante reflexión que bien vale la pena citar:

      Las necesidades angustiosas que aquejaban al país —dice— no se iban a curar con los discursos de los doctrinarios que pretendían organizar la República, según los principios que ellos suponían mejores, en la plaza de la Inquisición, en el antiguo salón de actos de la Universidad de San Marcos; porque las ambiciones de los hombres, la fuerza de las bayonetas y también los perentorios deberes que podrían crear los momentos históricos de suprema crisis, no se iban a detener ante algunas palabras escritas en hojas de papel. El problema era de distinta naturaleza. El país necesitaba, por cierto, constituirse políticamente. Pero para ello había que visualizar, ante todo, cuáles eran las fuerzas sociales que podían asegurar la independencia, primero, y, luego, la paz, el progreso, el bienestar y cuáles eran los elementos de perturbación que había que frenar o eliminar, pues venían a resultar factores adversos para una pronta terminación de la guerra de la Independencia, casi tanto como los propios ejércitos españoles. (p. 57)

      Planteamiento mucho más radical corresponde a Luis Alayza y Paz Soldán (1944) cuando dice:

      Novelerías o no, las discusiones sobre monarquía o república agriaron los ánimos en un principio, dividieron luego hondamente al país, impopularizaron a San Marín, Unanue y Bolívar para siempre, y arrastraron a los colaboradores del Libertador caraqueño hasta los horrores del crimen político. A ello se deben las misteriosas muertes de Sánchez Carrión y de Monteagudo. (p. 66)

      Este fue, en resumen, el entorno histórico de aquella intensa jornada que durante casi medio año tuvo lugar en el seno de la Sociedad Patriótica. Para Basadre (prólogo al citado libro de Távara), lo interesante de ella estuvo expresada en dos situaciones: a) en la actitud pública y viril de la oposición que se enfrentó no solo a la aceptación fatalista de los acontecimientos, sino también al dominio ejercido “desde arriba” que, en ese momento, pretendía imponer ideas o fórmulas políticas; y b) en la conducta del público asistente que, de manera decidida y abierta, se mostró favorable al planteamiento de los oradores republicanos. Aquí aparece lo que el soció-logo alemán, Karl Mannheim, llama en su libro Ideología y utopía (1936) la “espiritualización de la política”; es decir, surgen por primera vez las clases que antes no habían tenido conciencia de su propio sentir histórico. Para nosotros, el resultado final de la Sociedad Patriótica se reflejó en las dos siguientes realidades: a) el triunfo de los liberales y b) el desengaño de San Martín y su cúpula por el fracaso de la fórmula monárquica. La primera, se tradujo en la conformación e instalación de la Asamblea Constituyente; y, la segunda, en la dimisión y el alejamiento definitivo del Libertador argentino de nuestro suelo. Antes de analizar ambas situaciones, consideramos pertinente consignar algunos datos sobre el quehacer de aquel hombre que en ese lapso ejerció un poder casi omnímodo: Bernardo Monteagudo Cáceres (1790-1825).

      Comparativamente, pocos personajes como el polémico ministro de Guerra y Marina fue tan abominado y vituperiado en aquellos días, no solo por el enorme poder que concentró, sino también por su nefasta política represiva e intolerante63. Al respecto, el siguiente juicio de Pedro Dávalos y Lissón (1924) es concluyente:

      La imaginación popular limeña de entonces, había creado en torno de Monteagudo una leyenda de perversidad y depravación exagerada, pero con fundamentos que justifican el odio que se le tenía. Solo fue sincero en su apasionamiento por las ideas antiespañolas. Fue odiado por la aristocracia capitalina y por los círculos liberales. (p. 198)

      Nacido en Tucumán en 1790, Monteagudo desde muy joven estuvo vinculado no solo a los afanes literarios y jurídicos entonces predominantes, sino también a la inquietud política reinante (ver Apéndice biográfico). Sin embargo, con el correr de los años experimentó una extraña y virulenta metamorfosis en su percepción política e ideológica: de un exaltado liberalismo (republicano y demócrata) pasó a un abierto y recalcitrante conservadurismo (monárquico y autoritario)64. En el primer caso, editó Mártir o Libre (1812) y en el segundo El Censor de la Revolución (1820); en ambos casos puso en práctica sus grandes dotes de periodista y polemista. Sin duda alguna, un personaje de larga y controvertida existencia y una de las figuras de mayor relieve en el escenario americano de su época.

      Según se afirma, su vasta cultura, su fina destreza diplomática, el “tono europeo” que le admiraría poco después Bolívar, y sus convicciones políticas inflexibles, lo designaban para ocupar los ministerios claves de la administración sanmartiniana, convirtiéndose en el hombre clave de su egregio compatriota. Poseedor de una inteligencia clara —dice Leguía y Martínez (1972)— cautivaba por sus conocimientos amplios e ideas vigorosas. De temperamento fuerte e irascible, causaba adhesiones y repulsas al mismo tiempo (Mariano Felipe Paz Soldán, el historiador clásico peruano de la Independencia fue un admirador suyo; mientras que José Faustino Sánchez Carrión, el gran tribuno de la República, su más ácido crítico y adversario). Orador influyente sobre las masas populares, solía compararse con el francés Louis de Saint-Just65. Librepensador en asuntos religiosos, se ensañó —como ya hemos visto— con el alto clero limeño, despojándolo de muchos de sus antiguos privilegios. “En varias ocasiones se mostró capaz de acción decidida y fructuosa, y éxito hubiera tenido si no hubiera estado dominado por cierta turbación y perplejidad en las ideas, producto de su espíritu liviano y tormentoso”, nos dice Dávalos y Lissón (1924, p. 175).

      Dueño de una pluma elocuente y de una vitalidad sin par, se transformó durante el Protectorado en el irreemplazable oráculo del gobernante de turno. En el orden personal, se dice que Monteagudo era un narciso: siempre aseado, pulcro en el vestir y ostentando valiosas alhajas. Hasta en la fecha de su trágico deceso, guardó esta peculiar forma de ser. Dice Dávalos y Lissón (1924):

      El día de su asesinato, vestía pantalón blanco, frac azul y sombrero alto de pelo. Ostentoso como era, en esa su útima hora de aquella prima noche, provisto iba de un lujoso y preciado reloj, de onzas de oro en número de cuatro y de un riquísimo prendedor de brillantes. (p. 218)

      Desde el Ministerio en Lima, poniendo de manifiesto sus cualidades de Saint-Just criollo, expidió medidas drásticas contra


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