La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel
Читать онлайн книгу.acompañaba á la doncella blanca, dijo el rey Nazar sin poder dominar su fascinacion.
– Sí, yo soy el astrólogo Yshac, contestó aquel hombre permaneciendo inmóvil en el sitio donde se habia parado.
– Tú eres el que me dijiste, cuando yo te ofrecia montañas de oro por la doncella blanca: aun no es tiempo.
– Yo soy.
– ¿Y á qué vienes?
– Vengo á venderte á Bekralbayda.
– ¡A vendérmela! pide cuanto desees, cuanto quieras.
– Yo no quiero dinero.
– ¿Qué quieres pues?
– Dos cosas solas.
– Habla.
– Quiero que Bekralbayda sea doncella de tu esposa.
– ¡Ah! ¡poner junto á la terrible Wadah, á ese arcángel del sétimo cielo! ¿Sabes tú quién es Wadah?
– Soy astrólogo y mago: lo sé.
Tembló imperceptiblemente el rey Nazar.
Ni uno ni otro se habian movido del sitio donde se habian parado.
Vistos á cierta distancia parecian dos sombras; la una blanca, y la otra negra, que no se atrevian á unirse, que se rechazaban.
– ¿Sabes que la sultana Wadah está loca?
– Lo sé.
Por un cambio natural en la disposicion del ánimo del rey, preguntó con ansia á Yshac.
– ¿Sabes por qué causa está loca la sultana?
– Sí.
– Dímelo.
– Aun no es tiempo.
El rey se estremeció de nuevo.
– ¿Y sabiendo que está loca la sultana quieres poner á su lado á Bekralbayda?
– Sí.
– ¿Pero cómo pueden satisfacerse mis amores estando Bekralbayda al lado de la sultana?
– Ese es negocio tuyo.
– ¿Y qué mas quieres para entregarme esa doncella aunque sea de ese modo?
– Ser tu astrólogo: vivir en tu alcázar.
– ¡Y nada mas pides! esclamó con asombro el rey Nazar.
– Nada mas quiero, contestó con voz cavernosa el astrólogo.
– Puedes traer mañana á Bekralbayda al alcázar.
– Pues bien; mañana la traeré. A Dios.
Y salió tan silenciosamente como habia entrado, dejando fascinado y mudo al rey Nazar.
IX
DE CÓMO EL PRÍNCIPE MOHAMMET ESTUVO Á PUNTO DE SER AHORCADO POR LADRON
Bekralbayda era feliz.
Es verdad que aun no sabia el nombre de sus padres, pero sabia el de su amado.
Las sombras y el silencio habian protegido el delirio de sus amores con el príncipe.
El príncipe, por su parte no podia ser tampoco mas feliz: la muger de su amor era suya en cuerpo y en alma.
Los dos amantes se habian separado antes del amanecer, dándose cita para la noche siguiente.
Yshac-el-Rumi habia pasado la noche en vela, inmóvil, apoyado en el alfeizar del ajimez.
La dama blanca habia dado salida al príncipe por el portillo de una cerca.
Bekralbayda, embellecida por un nuevo encanto, se habia dirigido á su retrete, se habia arrojado en su lecho y habia dormido un sueño de amores.
El príncipe se habia encaminado á la Colina Roja, y se habia ocultado en las ruinas del templo de Diana.
Pero antes de entrar en ellas, habia arrojado una mirada al frontero Albaicin á la casa del Gallo de viento, y habia esclamado al ver el reflejo de una luz en un ajimez del retrete del rey Nazar:
– ¿Porqué velará á estas horas mi padre?
Pasó el dia: un diáfano y radiante dia de primavera.
Llegó la noche.
Una noche serena, lánguida, tranquila, sin luna, pero dulce y misteriosamente alumbrada por los luceros.
El príncipe salió de las ruinas del templo, bajó á la márgen del rio y se encaminó á la casita blanca del remanso.
A la casita donde, sin duda, impaciente y estremecida de amor como él, le esperaba Bekralbayda.
Pero esperó una hora y nada interrumpió el silencio y la soledad de aquellos lugares.
Pasó aun mas tiempo y nadie vino á llevar al príncipe junto á su amor.
Encaminóse á la oscura gruta y penetró en ella, pero en vano procuró dar con la pendiente entrada por donde habia resvalado la noche antes, y que le habia llevado al palacio de la dama blanca.
Por todas partes, en todas direcciones, encontraba la roca tajada, áspera, húmeda y nada mas.
– ¿Me habré engañado? se preguntó.
Y volvió á salir.
Pero aquella era la estrecha grieta cubierta de maleza por donde habia penetrado la noche anterior.
Para confirmarle en ello estaban allí las ramas que habia cortado con su yatagan para abrirse paso.
Sin embargo, aunque penetró una y otra vez, solo halló una estrecha escavacion en la roca, en la cual no habia ninguna abertura.
Desesperado, abandonó aquel lugar y subió á las cortaduras del rio y rodeó por los cármenes, buscando el postigo por donde le habia dado salida la dama blanca.
Pero no halló la cerca.
En cambio se perdió en un laberinto de enramadas, que se intrincaban mas á medida que el príncipe se revolvia mas en ellas.
Llegó un punto en que quiso salir y no pudo. No encontraba la salida, ni aun lograba dar con el rio cuya corriente le habia guiado.
– ¿Habrá aquí algun encantamento? dijo.
Y apenas habia hecho esta esclamacion, cuando oyó un ronco ladrido, y poco despues se vió acometido por un enorme perro campestre y por una ronda de labradores armados de chuzos, uno de los cuales llevaba una linterna.
Cuando esto acontecia habia pasado ya largo tiempo. Era la media noche.
– Hé aquí el ladron de nuestras hortalizas…
– El talador de nuestras flores.
– El caballero que se divierte en matar nuestros perros y seducir nuestras hijas, esclamaron en coro aquellos hombres, con gran sorpresa del admirado príncipe.
La verdad del caso era, que como aquellos honrados labriegos tenian mugeres y parientas hermosas, algunos jóvenes caballeros habian dado en la flor de ir á meterse en vedado por aquellos frondosos cármenes, pisando las flores que encontraban á su paso, pero con la cautela y la malicia del ladron, favorecidos por alguna de las flores pisadas, y el príncipe Mohammet pagaba sin culpa las culpas de otros.
– ¿Qué decis de vuestras flores y de vuestras hijas? dijo el príncipe: yo no vengo ni por las unas ni por las otras: me hé perdido en vuestros cármenes y os ruego que me saqueis de ellos.
– ¿Qué te saquemos? pues ya se vé que te sacaremos: esclamaron los rústicos, pero será para llevarte preso al rey que nos hará justicia.
Estremecióse el príncipe.
– Vosotros no hareis eso, dijo, cuando sepais quién soy yo.
– Seas quien fueres, por ladron te tenemos ¿no has pasado nuestros términos de noche sin nuestra licencia?
– Yo