La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

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La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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noche el rey velaba.

      Tenia junto á sí en una pequeña mesa un cuadrante y un pergamino estendido.

      El rey marcaba con tinta roja sobre el pergamino líneas y compartimientos, los media con un compás, y volvia á meditar y á marcar líneas y puntos y á tomar medidas.

      Quien le hubiera visto entonces, no le hubiera creido el sultan de Granada, el poderoso Nazar, sino un alarife25 que se ocupaba en formar el plano de un palacio.

      El rey se ocupaba profundamente de su trabajo.

      Pero de repente le interrumpió un ruido inesperado.

      El batir de las alas de un pájaro.

      El rey Nazar se estremeció y miró.

      Vió un enorme buho que revolaba en su cámara.

      El rey Nazar se puso mortalmente pálido, y se levantó en busca de su arco.

      Pero el buho estrechó su vuelo sobre la mesa, apagó la lámpara y escapó por la ventana.

      Entonces resonó á alguna distancia una carcajada hueca.

      El rey Nazar dió voces: entraron sus esclavos con luces.

      El rey Nazar hizo que encendiesen la lámpara, que cerrasen las celosías de los ajimeces y las puertas, y que trajesen al momento al astrólogo Yshac-el-Rumi.

      Poco despues el viejo estaba delante del rey Nazar y á solas con él.

      – Siéntate, le dijo el rey.

      El astrólogo se sentó con la misma altivez que si hubiera sido otro rey.

      – ¿Sabes lo que me sucede? le dijo.

      – Yo lo sé todo, dijo con autoridad el mago.

      – Veamos.

      – En primer lugar estás cada dia mas embriagado por los encantos de Bekralbayda.

      – Es verdad.

      – La sultana Wadah lo sabe y tiene celos.

      – Es cierto.

      – Bekralbayda quiere antes de ser tuya poner á prueba tu amor.

      – ¿Y me exige grandes sacrificios?

      – Sé que á pretesto de que este palacio es triste, en lo que no la falta razon, te ha pedido que construyas para ella sola un alcázar.

      – Es verdad.

      – Tú te has puesto esta noche, poderoso sultan, á idear ese alcázar, y un buho ha entrado por la ventana y ha apagado la lámpara.

      – ¿Y por qué ese buho?..

      – Porque ese buho quiere que ese alcázar se construya en el lugar donde está construido invisiblemente, el encantado Palacio-de-Rubíes.

      – ¡El Palacio-de-Rubíes!

      – Sí, en la Colina Roja.

      – Esplícame, esplícame eso.

      – Escucha.

      Reclinóse el astrólogo indolentemente en el divan, y empezó despues de algun tiempo de meditacion de esta manera:

      – Allá en los primeros años despues de la conquista de los árabes sobre España, era señor de Granada Abu-Mozni-el-Zeirita.

      Este rey, siendo ya viejo, murió y dejó su herencia, esto es, el señorío de Granada, á un sobrino suyo, viejo tambien, que residia en Africa, y que se llamaba Aben-Habuz.

      Cuando Aben-Habuz vino á Granada á recojer la herencia de su viejísimo tio, solo halló un negro y carcomido castillo, puesto sobre la cima de un monte, al pie de las vertientes de una sierra, y en el castillo algunos cientos de feroces guerreros que miraban el ataud de roble de su señor, apoyados en las picas con la misma espresion que el perro de montería que pierde al amo que le arrojaba sobre el rastro.

      Aben-Habuz no conocia á Abu-Mozni, y por lo tanto no se entristeció. Humillóle, sí, que un pariente suyo fuese llevado á la sepultura sin embalsamar y con un ataud y unos vestidos tan humildes, porque Abu-Mozni habia gastado el dinero de sus tierras y de sus vasallos, en perros y murallas, y no habia pensado ni una sola vez en su vida en tener un alcázar ni un harem, ni en proveerse de un lecho de piedra en donde dormir el último sueño.

      Aben-Habuz mandó á sus médicos que embalsamasen los restos de su feróz tio: hizo quemar el ataud de roble y el sayo de lana, le encerró vestido de púrpura en un féretro de brocado, dentro de un sepulcro de mármol sobre el cual hizo esculpir un pomposo epitafio, largamente meditado por sus sabios, y despues de estos últimos deberes, satisfechos mas bien que á la memoria de su tio, á su orgullo de rey, se lanzó con los tostados africanos que encontró en su herencia y con el ejército que habia traido de allende el mar, sobre los enemigos, que aprovechándose de la muerte de Abu-Mozni-el-Zeirita, habian invadido su territorio; y despues de haber corrido las fronteras tras ellos, de haberles incendiado castillos y aldeas, y robádoles ganados y mugeres, se tornó á su alcazaba; repartió el botin entre los soldados, encerró las mugeres en una torre, y se echó á buscar un sitio donde edificar una residencia mas digna de un rey, que el ahumado torreon donde habia pasado largas veladas, tendido sobre una piel de tigre, el primer señor árabe de Granada.

      Llamó á sus faquies y á sus astrólogos, y estos, despues de haber consultado las estrellas, le llevaron á la cresta de la colina poco distante de la torre de la alcazaba, y le dijeron:

      – Aquí señor debes alzar tu alcázar y la atalaya de tu reino; porque desde esta loma se vén la estendida vega y las distantes fronteras, y porque un rey debe estar siempre atento á la defensa de su pueblo.

      Y Aben-Habuz hizo un alcázar y levantó una torre altísima en el lugar que le dijeron los faquies y los astrólogos, y sobre la torre puso un caballero de hierro con la lanza en ristre y girando á todos los vientos, y en la adarga del caballero mandó pintar un gallo y poner debajo esta leyenda:

      Dice el sabio Aben-Habuz,

      que así se defiende el Andaluz.

      Porque el viejo rey tenia por una de sus mas preciosas máximas la de que un guerrero debia ser vigilante como un gallo, ligero como el viento, para volverse y correr á la parte por donde amenazase el peligro, y por esto y por otras razones que á nadie dijo, llamó á la torre de su alcazaba, torre del Gallo de viento.

      Y encerrábase en ella el viejo rey, y se dormia al rechinar de la veleta, y la consultaba cada vez que soplaba el viento de la tormenta, y allí donde el caballero tenia asestada la punta de su lanza, corria con sus gentes, y hacia Eblís26 que siempre encontrase enemigos á quienes destrozaba volviéndose cargado de presas á su castillo.

      Y sucedió que una de estas veces, en vez de encontrar enemigos solo halló un viejo astrólogo, que al ver llegar al rey entre aquella muchedumbre de guerreros, se prosternó por tierra, pidió amparo á Aben-Habuz, y le prometió si le dejaba la vida, edificarle un alcázar tal, que fuese maravilla de los siglos venideros.

      Rióse el rey del temor del astrólogo, hízole cabalgar á la grupa de uno de sus africanos, le trajo á Granada, y se encerró con él en la torre del Gallo de viento, sin dar oidos á otras palabras que á las del astrólogo, ni salir de la torre mas que para hacer las azalaes27 en la mezquita.

      Y aconteció que el rey olvidó la guerra por la astrología, y pasaron lunas enteras sin que saliese contra los cristianos; á pesar de que estos, mal escarmentados siempre, corrian la tierra haciendo talas y desaguisados, y los habitantes de las villas fronterizas, temerosos de ellos, corrieron á encerrarse tras los muros de la alcazaba Cadima y de la villa de los Judios.

      Cansóse el caballero de la torre de avisar el peligro, y desde entonces no volvió á inclinar su lanza al lugar por donde aparecian enemigos, y perdió su virtud el talisman, mientras el rey pasaba las noches en claro en la torre del Gallo de viento á la luz del hornillo donde el sabio hervia en sus vasijas de vidrio brevajes repugnantes.

      Al


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<p>25</p>

Arquitecto.

<p>26</p>

Nombre que daban los árabes al diablo.

<p>27</p>

Oraciones.