La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

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La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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me llama? esclamó la sultana escuchando con atencion.

      – Soy yo… dijo el rey, yo que te amo.

      – ¡Ah! dijo la sultana, el rey Nazar: el rey Nazar es un ingrato; cuando yo le conocí, solo tenia una pequeña, una pobrecilla bandera y doscientos esclavos, ginetes en yeguas negras y armados de lanzas: era un pobre walí… pero yo le amé y fué poderoso.

      Wadah pronunciaba estas palabras con una cadencia lenta, gutural y tenia fija la vista en las bovedillas doradas de la cúpula.

      – Yo era maga… un mago me habia traido de las montañas donde nace el Nilo.

      Yo amaba entonces solamente á mi rosa blanca, y la escondia para que nadie la marchitara con sus miradas.

      Pero ví á Al-Hhamar y le amé; le amo tanto como á mi rosa blanca.

      Le favorecí con mi poder; le dí un amuleto que le hizo invencible, y Al-Hhamar se apoderó primero de un pueblo y luego de otro y se hizo rey, rey fuerte, y sus soldados le llamaron el vencedor y el magnífico.

      La rosa blanca tuvo celos de mi amor al rey Nazar y me abandonó.

      Y el rey Nazar me abandonó tambien, á pesar de que sabia que era mi alma.

      El rey Nazar amaba á otra muger.

      ¡Leila-Radhyah! ¡ah! ¡Leila-Radhyah! ¡pero tú tampoco has gozado los amores de Nazar! ¡yo sé que Nazar llora por tí!

      Estremecióse Al-Hhamar. Era la primera vez que la sultana Wadah nombraba á la princesa africana.

      ¿Sabria Wadah lo que habia sido de ella?

      Pero no se atrevió á preguntarla.

      Continuó callando y escuchando con toda su alma.

      Wadah permaneció sentada en el suelo con la mirada fija en la cúpula y hablando como si estuviese sola.

      – El rey Nazar es un ingrato: me lo debe todo y me vé morir y no tiene compasion de mí. Una sola palabra suya seria para mí como el rocío de la alborada para las flores marchitas, y no pronuncia esa palabra.

      Al-Hhamar se acercó á Wadah, la levantó en sus brazos, la estrechó en ellos y la besó en la boca.

      Wadah se estremeció; dió un grito, miró de hito en hito al rey Nazar, y rompió á llorar.

      Era la primera vez que lloraba despues de veinte años.

      Su mirada lúcida, radiante, se posó en el rey y sus labios sonrieron.

      – ¡Ah, eres tú, tú! ¿cuanto tiempo hace que no te he visto? esclamó: ¡ah! ¿quién me ha arrancado mis vestiduras, quién ha destrenzado mis cabellos?.. ¿has sido tú?

      No: no; es imposible, tú tienes abandonada á tu esposa, tú no la amas.

      – ¡Wadah! ¡Wadah! esclamó el rey, ¿por qué dudas de mí?

      – Dime: continuó Wadah, ¿por qué has traido á mi lado una doncella que yo no conocia, una hermosísima doncella á quien enamoras?

      – Bekralbayda es una esclava que he comprado para tí.

      – Sí; es verdad, dijo Wadah: tambien Leila-Radhyah, era una esclava, y sin embargo tú la amabas, Nazar.

      – ¡Leila-Radhyah! dijo el rey: dejemos en paz á los muertos.

      – ¡Sí es verdad, dijo Wadah: dejemos en paz á los muertos! pero tú la amabas, Nazar.

      – Yo no he amado á ninguna mas que á tí: tú en cambio amas á un fantasma, á un misterio, mas que á tu esposo.

      – ¡Yo!

      – Sí; tú amas mas que á mí á tu rosa blanca.

      – ¡Oh! esclamó la sultana Wadah, y en sus negros ojos brillaba la razon: ¡cuán torpes son los hombres! ¿No has comprendido cuál era mi rosa blanca?

      – No, nunca lo has esplicado.

      – La rosa blanca… era mi alma… mi alma que me la han robado los que me robaron tu amor: yo hé debido estar loca, Nazar.

      – Acaso Dios lo haya permitido.

      – Yo recuerdo, como sueños confusos, sueños horribles.

      – Es necesario no recaer mas en esos sueños, amor de mi alma, dijo el rey estrechándola entre sus brazos.

      – Necesito el amor y la compañía de mi esposo, dijo Wadah.

      – Y bien, la tendrás.

      – Necesito que vivas á mi lado.

      – Viviré.

      – Quiero que tu hijo el príncipe Mohammet…

      – ¿Qué sabes tú del príncipe?

      – Sé que está preso.

      – ¿Quién te lo ha dicho?

      – Bekralbayda mi esclava, que le vé lodos los dias asomado á un ajimez en lo alto de la torre del Gallo de viento.

      Palideció levemente el rey Nazar y Wadah aspiró aquella palidez.

      – Mi hijo ha cometido un delito de inobediencia y es necesario que le castigue.

      – ¿Y no habla por él en tu corazon el amor de su madre?

      – ¡Wadah!

      – Perdónale, señor, perdónale… aunque no sea mas que por la memoria de tu perdida Leila-Radhyah.

      Pronunció la sultana con tal sarcasmo estas palabras, que el rey empezó á sospechar lo que nunca habia sospechado: que su esposa hubiese tenido parte en la muerte de la princesa.

      Y como si Wadah solo hubiese recobrado por un momento la razon para aterrar al rey Nazar, volvió á su violento estado de locura.

      El rey salió aterrado de la cámara.

      Apenas se perdió el ruido de las pisadas del rey, cuando Wadah se alzó del suelo donde de nuevo se habia sentado, sombría, terrible: en sus ojos habia vuelto á aparecer la razon.

      – ¡La ama! ¡ama á esa doncella! esclamó: ¡ha palidecido al saber que Bekralbayda ama á su hijo! Pues bien: ¡mis celos mataron á Leila-Radhyah! ¡mis celos matarán á Bekralbayda!

      Y acabó de componer el desórden de sus ropas: recogió sus cabellos y salió lenta y fatídica de la cámara dorada, por una puerta opuesta á aquella por donde habia salido el rey.

      XIV

      LO QUE SE VEIA DESDE LA TORRE DEL GALLO DE VIENTO

      Mientras pasaba la luna fijada por plazo por Yshac-el-Rumi para mostrar al rey la reproduccion de las maravillas del Palacio-de-Rubíes, acontecian en el palacio del Gallo de viento pequeños sucesos pero graves, y que no son para pasados en olvido.

      El príncipe se desesperaba en la prision de la torre.

      Encerrado allí como una águila en su jaula sufria esa tortura lenta del prisionero, que vé los azules horizontes, la gente que vá y que viene, que entra y que sale, y la envidia, porque su paso no puede estenderse mas allá de los muros de su prision.

      Inaccion forzada, terrible, que irrita, que desespera, que desalienta, y tanto mas cuando no se conoce el término de ese estado aflictivo, cuando no se sabe si se saldrá de la prision para la tumba ó para el destierro.

      Y cuando el que está preso ama como amaba el príncipe: cuando se tienen celos como el príncipe los tenia: cuando se vé desde la prision lo que el príncipe veia lodos los dias, la vida llega á hacerse insoportable.

      Al amanecer, por medio de las calles de cesped de un jardin que veia el príncipe desde su empinada prision, atravesaba una forma blanca, leve y gentil y se perdia entre la espesura de los bosquecillos.

      Aquella forma, aquella muger hechicera, era Bekralbayda.

      Poco despues una forma negra, lenta, grave, magestuosa, se perdia por el mismo lugar por donde habia entrado


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