La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

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La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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insensata alegría, cuán enamorada, cuán transportada al cielo, ahora que te veo, que te hablo, que eres mio, mio para no volverte á separar de mí! porque ahora… tú eres poderoso, Nazar, tú eres un gran rey, tú amas á tu Leila-Radhyah y no habrá poder humano que pueda separarme ya de tí.

      – ¡Oh! ¡no! tú serás mi sultana… tú la alegría de mis alcázares; tú el genio del amor y de la armonía, que vivirá eternamente en ellos en el lugar que ocuparon, cuando el tiempo, que todo lo destruye inflexible, los haya destruido.

      – Cuando en los primeros dias de nuestro amor vagábamos en las claras noches de luna por los jardines de Córdoba, yo creia que jamás podia tener fin mi ventura: ¿te acuerdas? tú hijo el príncipe Mohammet aun estaba en la cuna: yo le amaba, yo le mecia sobre mis rodillas, yo quise reemplazar á la madre que habia perdido.

      – ¡Ah! esclamó el rey Nazar:

      – Acuérdate cuán feliz era yo: por tí habia olvidado mi padre, mis alcázares de Fez, mi altivez de sultana: á tu lado no deseaba nada, en nada pensaba mas que en tí: si me cubria de galas, era por agradarte: si tañia la guzla y cantaba, era para hacer mas lánguido el sueño que dormias reclinada tu cabeza en mi regazo: si sonreia era por tí y para tí. ¡Oh señor! yo creia que aquella felicidad iba á ser eterna.

      – Satanás se puso en medio de nosotros.

      – ¡Oh! no recordemos eso: no lo recordemos: tú no dejaste de amarme, no, no: tú me amabas con mas fuerza: te habian dicho que Wadah era una poderosa maga… y tú… Wadah te vió y te amó, y compró á un hombre y vendió á otro, por ser tuya, ó mas bien, porque tú fueses suyo.

      – ¡Qué, compró á un hombre y vendió á otro! esclamó Al-Hhamar.

      – Sí, compró á uno de tus mayores amigos, á un pariente de tu padre, á David-ebn-Kotham, cuyos consejos seguias tú ciegamente.

      – ¡Oh! no, te engañas, Leila mia; el noble David-ebn-Kotham no podia venderse: era el mejor caballero de Córdoba.

      – Cada hombre tiene su precio: Wadah hizo creer á David en su poder y en su ciencia, y en que el hombre que fuese su esposo llegaria á ser un rey valiente y vencedor. David la creyó y se vendió á ella por amor á tí: te hizo conocerla de una manera misteriosa, y tú… pero no hablemos mas de eso, esa maldita muger te hechizó.

      – ¿Y quién fué el hombre á quien vendió Wadah?

      – Un hombre á quien amaba y del cual tenia una hija.

      – ¡Ah! ¡con que es cierto!..

      – Sí.

      – ¿Y esa hija es Bekralbayda?

      – Sí.

      – ¿Pero cómo pudo Wadah ocultarla?..

      – Bekralbayda pasaba por hija de una de sus esclavas.

      – ¡Ah!

      – De ese modo podia tenerla junto á sí en tu misma casa: pero no se atrevió á tener del mismo modo á su antiguo amante, á quien vendió, porque su amante era un esclavo africano.

      – ¿Y cómo se llamaba ese esclavo?

      – Daniel-el-Bokarí.

      – ¡El alarife!..

      – Sí, el gran alarife que ideó el Palacio-de-Rubíes, el maravilloso alcázar que tú estás construyendo.

      – Continúa.

      – El Bokarí fué vendido, por fortuna, á un amo piadoso: este, al verle triste y abatido, con las señales de la desesperacion mas profunda, quiso saber el secreto de sus penas. El Bokarí, celoso, furioso contra Wadah, se las reveló: entonces su amo le dijo: ¿qué sabrás tú hacer que valga el precio que he dado por tu alma? – Yo soy alarife, dijo el Bokarí. – Pues entonces hazme un palacio en una de mis huertas del Guadalquivir y eres libre.

      El Bokarí construyó el palacio y labró los jardines en la huerta, y tan satisfecho quedó su dueño, que no solo le dió la libertad, sino otro tanto valor como el que habia pagado por él á Wadah.

      Habia pasado un año desde tu casamiento con Wadah. Yo estaba abandonada en un apartado aposento de tu casa. Nadie se cuidaba de mí; tú me habias abandonado enteramente, hechizado por esa maldita; solo me servia una esclavilla, una pobre niña etiope: pasaba desesperada mis largas noches sin sueño, y de dia me iba á pasear acompañada de la esclava por las riberas del Guadalquivir por los lugares mas solitarios.

      Allí, meditando en mi desventura, recordando mi infancia, mi juventud, mis alcázares, las esclavas que allí me habian servido de rodillas, y mi padre que se miraba en mis ojos, lloraba y me entristecía: pero nunca habia pensado en vengarme ni de tí ni de Wadah.

      Una tarde, ya se habia puesto el sol, me volvia á Córdoba, cuando un jóven se aproximó á mí.

      – Allah te guarde y te recompense, me dijo, si te dignares escucharme.

      – ¿Y qué tendrás tú que decirme? le respondí con despego.

      – Estás triste y lloras, repuso.

      – ¿Y qué te importa eso? repliqué.

      – Yo tambien estoy triste y lloro.

      – Déjame seguir en paz mi camino, le dije con enfado.

      – Una misma persona causa nuestra tristeza y nuestro llanto, añadió: la hechicera, la maga, la esposa de Al-Hhamar.

      Cuando esto me dijo, ya le escuché de buen grado, y si entonces se hubiera separado de mí, yo le hubiera detenido.

      – ¿Y qué tienes tú que ver con Wadah? le dije.

      – No es este sitio para hablar de esas cosas. Viene contigo esa esclava. Pero si quieres ayudarme y que yo te ayude contra esa muger, espérame esta noche.

      – Te esperaré.

      – A tus habitaciones da un patio que tiene un postigo sobre el rio.

      – Es verdad.

      – Pues bien, yo llegaré esta noche al mediar con una barca por ese postigo.

      – ¿Y fué? dijo el rey Nazar.

      – A la media noche, repuso Leila-Radhyah: yo escitada por lo que aquel hombre me habia dicho, le franqueé el postigo.

      Hacia una noche tempestuosa y oscura, llovia, tronaba.

      Aquel hombre me dijo:

      – Espérame en tu aposento, sultana.

      Y sin esperar á mas se perdió por uno de los arcos del patio.

      Yo absorta sin saber qué hacer, dudé un momento acerca del partido que debia tomar: pero no se por qué me habia inspirado una gran confianza el Bokarí, que él era, y fuí á esperarle en mis habitaciones.

      Apenas habia entrado en ellas, cuando se abrió una puerta y apareció el Bokarí; traia entre su alquicel una niña como de dos años, dormida.

      – He tenido mas suerte de la que esperaba, me dijo: he encontrado abierto el aposento de mi hija y á su nodriza dormida.

      – ¡De tu hija! esclamé.

      – Sí; esta niña es hija mia y de Wadah.

      – ¡Ah!

      – Ahora, si tú quieres, sultana, sígueme.

      – ¿Que te siga?

      – Sí; ¿qué pretendes esperar aquí? Al-Hhamar, fascinado por Wadah, ni aun se acuerda de tí: cuando Wadah eche de menos á su hija, creerá que tú eres quien se la ha robado, y pretenderá vengarse de tí: aquí estás en peligro, huye.

      – No me separaré de la casa donde vive Al-Hhamar, le contesté.

      – Pero esa muger es terrible y sanguinaria.

      – No importa: llévate tu hija; yo me quedo aquí.

      En vano el Bokarí pretendió convencerme:


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