La alhambra; leyendas árabes. Fernández y González Manuel

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La alhambra; leyendas árabes - Fernández y González Manuel


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en Bekralbayda.

      – ¡Oh! ciertamente que eres muy hermosa… solo he conocido una muger que á tu edad fuese tan hermosa como tú, y esa muger la veia en mi espejo, porque esa muger era yo… pero ella, mi rosa blanca, seria mas hermosa que tú… sí, mas hermosa… y la mataron… ¡la mataron!.. yo maté á su asesino, á la infame… á la miserable Leila-Radhyah… ahora tú me robas á Al-Hhamar… ¡has matado el amor que Al-Hhamar me tenia, y morirás… morirás tambien!

      – ¡Oh! ¡señora! ¡yo no amo al rey! ¡te lo juro! no le amo… el rey me aterra, me persigue, me enamora… pero yo… yo no puedo amar al rey… yo no puedo ser suya… yo he sido de su hijo… de su hijo, lo entiendes… de su hijo que está perseguido y aborrecido de su padre porque me ama.

      Wadah miraba á Bekralbayda con una espresion letal.

      La jóven continuó:

      – Soy muy desgraciada, dijo, y poco me importaria morir… pero él me ama; él moriria si yo muriese…

      – ¡El! y ¿quién es él? gritó Wadah levantándose furiosa: ¿quién es el que tú amas y morirá si tú mueres?

      – ¡El príncipe Mohammet! esclamó con angustia Bekralbayda juntando sus manos.

      – ¡El príncipe! ¡el príncipe! ¡tú me engañas!

      – No; no te engaño: escucha: busca al príncipe, pregúntale: pregúntale á quien ama, el te dirá: yo amo á Bekralbayda.

      – ¡Ah! ¡no! ¡no! ¡eso no es verdad!

      – Sí, sí, pregúntale: ¿ha sido tu esclava Bekralbayda? y él te contestará: pregúntalo á los bosquecillos de la casita del remanso: pregúntalo á las fuentes, á las flores, á la noche silenciosa y oscura y ellos te dirán: nosotros hemos sido testigos de su felicidad, se aman, se aman, y Bekralbayda lleva en su seno la vida de su amor.

      – ¡Mientes! ¡mientes! gritó Wadah.

      – ¡Oh! no, no miento; y si defiendo mi vida… espera, espera algun tiempo, sultana; espera que nazca mi hijo, y mátame despues: pero no mates á mi hijo, no… mi hijo es inocente.

      – Inocente era tambien mi hija y la mataron.

      – ¿Pero tienes las entrañas de pedernal? esclamó desesperada Bekralbayda.

      – ¡Tengo celos! ¡estoy loca! ¡Al-Hhamar me desprecia, y me desprecia por tí!

      Y Wadah pálida, terrible, convulsa, adelantó hácia Bekralbayda.

      La jóven cayó de rodillas.

      – ¡Perdon! esclamó: ¡perdon! yo no tengo la culpa.

      – ¡Bebe! esclamó Wadah con voz ronca asiendo violentamente de un brazo á Bekralbayda y presentándola el frasquito de oro.

      – ¡No! ¡no! gritó Bekralbayda ronca de terror y de desesperacion rechazando el pomo.

      – ¡Bebe! repitió con acento mas concentrado y terrible Wadah.

      – No, gritó con toda la fuerza de su alma la jóven.

      – ¡Ah! ¡no quieres beber! ¡será preciso que corra otra vez sangre!

      – ¡Sangre! ¡piadoso Allah! ¡sangre! gritó Bekralbayda: no, no: tú no serás tan infame: yo no te hecho ningun mal.

      – ¡Que no me has hecho ningun mal y te ama Nazar, y por tí me desprecia, como me despreciaba por Leila-Radhyah!

      Y arrastraba furiosa á la jóven que oponia una resistencia desesperada.

      De repente Bekralbayda dió un grito agudísimo; uno de esos gritos que el terror arranca del alma: habia visto brillar un puñal en la mano de Wadah, la muerte en sus ojos.

      Pero en aquel momento sonó una voz grave, acentuada, terrible, voz que parecia salir de la eternidad, que contuvo el brazo de Wadah y la hizo temblar.

      – ¡Wadah! habia pronunciado aquella voz.

      Y al mismo tiempo se habia abierto con estruendo una puerta frente á Wadah, y habia aparecido en ella Leila-Radhyah.

      Wadah dió un grito horrible, dejó caer el puñal y quedó como petrificada, mirando con estupor, con espanto á Leila-Radhyah.

      – ¡Ella! ¡siempre ella! esclamó con voz sorda: ¡siempre su sombra ensangrentada!

      – Sí, sí, yo soy que vengo á impedir un horrible crímen, dijo Leila-Radhyah con acento solemne.

      Y adelantó y asió á Bekralbayda que la miraba asombrada, la levantó en sus brazos y la besó en la boca.

      – ¡Ah! ¡hija mia! esclamó: ¡pobre hija mia!

      – ¡Su hija! esclamó Wadah con asombro.

      – ¡Mi hija! ¡crees que es mi hija! ¡pues bien, mira! dijo Leila-Radhyah.

      Y desabrochando rápidamente la túnica de Bekralbayda, la descubrió el hombro derecho y mostró á Wadah un lunar rojo que Bekralbayda tenia sobre el hombro.

      – ¡Mátala si te atreves! esclamó Leila-Radhyah.

      Pasó una espresion de indecible angustia por el semblante de Wadah, su frente se cubrió de sudor, sus ojos se dilataron, se puso la mano sobre el corazon, cayó de rodillas y se abalanzó á Bekralbayda; la abrazó y la besó llorando y riendo.

      – ¡Mi rosa blanca! esclamó: ¡mi hija!

      – ¡Tu hija! esclamó Bekralbayda rechazándola: no, tú no eres mi madre: si fueras mi madre, la sangre te lo hubiera dicho, no hubieras querido matarme; ¡mi madre tú!

      – ¡Sí, sí, yo soy tu madre! esclamó arrastrándose á sus pies Wadah: mírame mírame bien… yo tuve una hija… yo creí que la habian matado… pero no… no, eres tú… yo te conozco ahora… ese lunar que tienes sobre el hombro, ese lunar que yo besaba cuando eras pequeñita y te tenia sobre mis rodillas: ¡oh! ¡sí, sí! ¡tú eres mi hija: mi hermosa hija; mi preciosa rosa blanca!

      Y abrazaba las rodillas de Bekralbayda que se retiraba constantemente de ella.

      – ¡Esa muger está loca! dijo Bekralbayda.

      – ¡Oh! sí, sí, dijo Wadah, he estado loca por tí, hija mia; porque te lloraba muerta: pero he vuelto á encontrarte y ya no estoy loca, no… ¿no es verdad que no estoy loca Leila-Radhyah? ¿no es verdad? díselo tú, díselo, dile que es mi hija… no te vengues de mí porque te maté… yo te maté porque creí que habias matado á mi hija… ¡perdóname! ¡perdóname! ¿qué hubieras tú hecho con la muger que hubiera matado á tu hija?

      – Tú no me mataste Wadah: el Dios Unico y Misericordioso no quiso que yo muriese: yo he vivido para ser la madre de tu hija.

      – ¡Ah! esclamó Wadah levantándose y pasándose ambas manos por la frente como si hubiera pretendido arrancar de su cabeza una vision de sangre; ¿con que no eres un espectro? ¿con que eres tú… tú… la amante de Al-Hhamar viva delante de mí? ¿con que lo que sucedió aquella noche fué un horrible sueño?

      – Sueño que ha durado diez y siete años, dijo profundamente Leila-Radhyah; pero yo no sé vengarme, sultana: vete, vete, has querido matar á tu hija sin conocerla, y yo he impedido ese crímen.

      – ¡Mi hija! esclamó Wadah y lanzó una horrible carcajada: ¡mi hija amante de mi esposo! ¡ah! ¡ah!

      Wadah volvia a su locura.

      – ¡Mi madre! esclamó Bekralbayda volviendo de su sorpresa, ¡es mi madre!

      – Sí, tu madre es, dijo Leila-Radhyah.

      – ¡Y es hijo suyo el príncipe Mohammet! esclamó con espanto Bekralbayda.

      – No, dijo el rey Nazar entrando en la cámara: el príncipe Mohammet es hijo de Sobeya mi primera esposa.

      – ¡Nazar! ¡Nazar! ¡perdóname! ¡perdóname! esclamó Wadah, que tornó por un fenómeno del sentimiento á la razon: perdóname Nazar: yo te


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