El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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bien, si no podemos unirlos los separaremos; no nos ha de faltar pretexto para conferir una embajada al conde de Olivares; enviaremos de virrey á Méjico ó al Perú á mi hijo, y alejaremos con otra honrosa comisión á don Baltasar.

      – Pero el conde de Olivares preferirá su empleo de caballerizo mayor, que le tiene en la corte, y cerca del rey, y vuestro hijo y Zúñiga no dejarán por nada del mundo el cuarto del príncipe don Felipe. Desengáñese vuecencia: todos quieren ser, todos; aunque todo os lo deben, conspiran contra vos, los primeros vuestro hijo y vuestro sobrino… el conde de Lemos…

      – El conde de Lemos seguirá en su destierro; ha sido más audaz que los otros… ha pretendido ganar la confianza de su alteza, despertando sus pasiones y halagándolas… ha sido, pues, necesario ser severo con él, y como lo he sido con él, lo seré con los demás; lo seré, no lo dudéis – añadió el duque contestando á un movimiento de duda de don Rodrigo.

      – Sólo hay un medio… ya os lo he dicho… acabar de una vez… cuando un enemigo se hace demasiado terrible, como, por ejemplo, la reina…

      – No, no – dijo con repugnancia el duque – ; no es necesario llegar á tanto… la reina… la tenemos sujeta… esas cartas… esas preciosas cartas… ¡oh! guardadlas bien… guardadlas.

      – Las llevo siempre conmigo; la reina por ahora no se atreve… pero si vuestros enemigos… si fray Luis de Aliaga…

      – Ya os he dicho que Olivares, Uceda y Zúñiga, se sienten sin fuerzas, se rinden y vienen á buscarla en mí; vuestro celo, don Rodrigo, os hace muy desconfiado. ¿Qué, creéis que yo no tengo poder?

      – ¿Y de dónde sacar nuevos tesoros? ¿dónde encontrar otros moriscos? ¿cómo agravar los tributos? ¿Qué hacer para acabar esas guerras eternas que nos desangran? ¿y cómo acabarlas sin exponerse á caer de lo alto ante el orgullo de España ofendida? ¿cómo quitar á un ambicioso de un puesto que satisface su ambición para poner á otro? Os lo repito: cuando se ha llegado á este extremo, cuando falta oro para tanta boca sedienta, siempre queda el remedio de…

      – No, no, el remedio es peor, cien veces peor. Todo se sabe…

      – Y bien, ¿qué medio creéis que os queda para con la reina?

      – Las cartas que poseéis.

      – Pero esas cartas no pueden usarse sin que yo me pierda.

      – ¿Creéis que vos estaréis perdido, cuando yo esté salvado?

      – Hace algún tiempo que, con mucho sentimiento mío – dijo con gran humildad don Rodrigo – vemos las cosas de distinto modo. Yo veo…

      – Vos veis menos de lo que creéis ver.

      – Yo veo todo lo que pasa en la corte y fuera de ella, señor. Sé que vuecencia no puede anunciarme una cosa grave que yo no sepa.

      – Voy á deciros una gravísima: ¿sabéis dónde está la reina?

      Miró con asombro Calderón á Lerma.

      – No comprendo á vuecencia – dijo.

      – Me explicaré: ¿sabéis por qué la reina no parece?

      – ¿Qué no parece su majestad?

      – Sí, por cierto; la reina se ha perdido esta noche, ó ha estado perdida. En una palabra: su majestad la reina, á cierta hora de la noche, no estaba en su cuarto.

      – ¿Cómo, á qué hora?

      – A principios de la noche.

      – Pues puedo deciros – exclamó Calderón poniéndose pálido – que si la reina ha desaparecido de su aposento, ha salido del alcázar.

      – ¿Que ha salido?

      – Sí, señor, sola y en litera.

      – Eso no puede ser; ¡imposible! – exclamó el duque poniéndose de pie – . ¡Margarita de Austria, sola como una dama de comedias!..

      – Es más, señor, acompañada de un hombre.

      – ¿Pero no habéis dicho que salió sola del alcázar?

      – Sí, sí por cierto; yo la había dado una cita.

      – ¿Y esperábais?..

      – No esperaba; pero á todo trance, y por no esperar yo mismo á las puertas del alcázar, para no dar que pensar, puse un hombre de mi confianza, y esperé más lejos. Impaciente, fuí á informarme de mi centinela, y éste me dijo que había salido del alcázar, bajando por la escalera de las Meninas, una dama que tenía todo el aspecto que yo le había indicado, que había entrado en una litera y acababa de alejarse. Seguimos la dirección que la litera había tomado. La hallamos al fin, la seguimos. De repente para la litera y sale…

      ¡La reina!

      – Una dama tapada que tenía el mismo aspecto, el mismo andar reposado, grave, gallardo de su majestad. Más aún; de repente, aquella dama se detiene junto á un hombre que estaba parado en una encrucijada y se ase á su brazo y sigue.

      – ¡Oh! no podía ser la reina, no; ¿á qué había de asirse á otro hombre?

      – ¡Ah! aquel hombre, cuando le dejó la dama tapada en una callejuela solitaria, me detuvo hierro en mano.

      – ¡Oh! – exclamó el duque de Lerma – ¿se trataba de mataros?

      – Y la reina se había puesto por cebo; no tengo duda de ello. Además, aquel hombre había sido buscado á propósito; yo me jacto de ser buena espada; pues bien, aquel hombre me desarmó y me hizo gracia de la vida.

      – No querían, pues, mataros: no era la reina.

      – Al contrario, la generosidad de ese hombre me confirma más en mis sospechas; la reina se horroriza de la sangre… como vuecencia; la reina, sin duda, ha querido decirme: aunque soy mujer, y me tenéis obligada al silencio, puedo en silencio mataros; tengo una valiente espada que me sirve.

      – ¿Pero no se os ocurre que vuestro vencedor pudo quitaros las cartas?

      – La reina no sabe que por guardarlas mejor llevo siempre las cartas conmigo.

      – ¿Y no se sabe quién es ese hombre que ha defendido á la reina?

      – No lo sé aún, pero lo sabré; le he hecho seguir por un hombre que no le perderá de vista.

      – Pues bien; lo que más urge ahora es desenredar este misterio de la reina, ver claro: saber cómo, por dónde puedan entrar personas extrañas en la cámara de la reina, y cómo la misma reina puede salir sin ser vista de nadie. Hay ciertos pasadizos en el alcázar que han estado á punto de causarnos graves disgustos. Haced que las gentes que están al lado del rey, cuenten sus pasos, oigan sus palabras…

      – Tal las oyen, que aconsejo á vuecencia haga dar una mitra al confesor del rey.

      – ¡Cómo!

      – Fray Luis de Aliaga ha pasado toda la tarde al lado de su majestad, mientras vuecencia reconciliaba á sus enemigos y se creía por su reconciliación libre de cuidados.

      El duque quedó profundamente pensativo.

      – ¡El confesor del rey! ¡La reina apela al hierro! ¡Oh! ¡oh! la lucha es encarnizada… y bien, será preciso obrar de una manera decidida…

      – No digáis es necesario obrar… decidme obrad, y obro. Estas cartas son ya insuficientes… vuecencia no puede pedirme que me pierda al perder á la reina… la reina lo arrostra todo… imitémosla.

      – Procurad saber quién es ese hombre de que la reina se ha valido; averiguado que sea, hacedle prender, y esto al momento. Después, id á avisarme al alcázar.

      Don Rodrigo conoció que la orden era perentoria, y fué á salir.

      – No, por ahí no; tomad mi linterna; vais á salir por el postigo; de paso mirad si hay algún muerto en la calle, ó al menos


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