El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
Читать онлайн книгу.palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid…» mostró aquel renglón á Quevedo.
– ¡Y es letra de mujer! – dijo éste.
– ¿Pero no la conocéis?
– No – repuso Quevedo guardando la linterna.
– Voy á ayudaros – añadió el joven – : esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.
– Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo! – dijo Quevedo bostezando.
– Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?
– Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?..
– No, no; es blanca.
– ¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?
– Una mano…
– ¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos – dijo para sí Quevedo.
– Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andar majestuoso…
– No conozco dama que tenga más majestad en palacio que la reina.
– ¡La reina!.. ¿pero creéis que la reina podría salir sola de noche y ampararse de un desconocido?
– ¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor, para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamiento que podía ser la reina la dama de vuestra aventura. Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos una desgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina… vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozco buena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestras venas os debe decir…
– Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, y por lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, os pregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco… tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo…
– ¿Pero qué amor es ese?.. un amor de dos horas.
– ¡Ay, don Francisco! en dos horas… menos aún, en el punto en que la vi…
– ¿Luego la habéis visto?
– Sí.
– ¿Dónde?
– Perdonad, no me pertenece el secreto.
– Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas.
– No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.
– ¡Vehemente y apasionado como su padre! – murmuró Quevedo.
– ¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco? Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.
– He oído hablar de él – dijo Quevedo.
– Pues os han engañado.
– Bien puede ser.
– Mi padre era lo más pacífico del mundo.
– ¡Pobre amigo mío! – dijo Quevedo.
– ¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?
– Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se está allí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si no fuera por vos, ya estaría yo con él.
– ¿En la eternidad?
– Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.
– ¿Estaréis también enamorado y desesperado?
– ¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no, porque á mí no me desesperan las mujeres.
– Soy muy afortunado.
– O muy pobre. Pero volviendo á la dama…
– Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero no daros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdicha fuese esta mujer la reina…
– ¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid, y ya pretendéis haber tenido una aventura con… su majestad?
– ¿Y no pudiera ser?
– ¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que es todopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es que habéis perdido el juicio.
– Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.
– Y… ¿por qué?
– ¿Por qué? La reina es casada.
– ¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontrar en ella lo que creo que no se encuentra en ninguna mujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que se sale de palacio de noche y sola, que se agarra al primero que encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?
– Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.
– Pero yo lo sé.
– ¿Y quién os lo ha dicho?
– ¡Bah! quien os ha visto.
– Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.
– Vos me estáis guardando un secreto.
– No es mío.
– De la reina.
– ¡Ah! ¡no! ¡no!
– Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de la que creéis de mirar por vos, de guardaros…
– ¡Vos!
– Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vos necesito ver á vuestro tío.
– No os entiendo.
– Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?
– Sí, ciertamente.
– ¿No soy yo más experimentado que vos?
– Experimentado y sabio.
– Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme, joven, y creed, suponed que os habla y os pregunta vuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte es muy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y para vos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á don Rodrigo Calderón?
– Para matarle.
– ¿Y por qué?
– Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.
– Me engañáis.
– No os engaño.
– ¿La ofensa de ese hombre á la dama?..
– Suponerla amante suya.
– ¿Y á vos qué os da?
– Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.
– Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabel de la locura: cometo la primera tontería de que tengo memoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados, creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijote á los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamos dos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazón y agradecimiento.
– ¡Agradecimiento!
– Dios me entiende y yo me entiendo.
– Pero no os entiendo yo.
– Cuando fuí huído á Navalcarnero… y fué por una mujer… siempre ellas… encontré en vos…
– Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbrado por vuestro ingenio.
– Muchas mercedes. Pues