El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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hombre, cuando me guarda secretos, desconfía de mí! Pues bien, obraré como me conviene, señor duque; y ya es tiempo; no quiero sumergirme con vos.

      Cuando llegaba á este punto de su pensamiento, Lerma abría el postigo y se cubría con él para no ser visto por un acaso desde la calle.

      Calderón salió.

      Apenas había salido y cerrado el duque, cuando resonaron en la calle, como por ensalmo, delante del postigo, cuchilladas, y poco después, unas segundas cuchilladas más abajo, unieron su estridor al de las primeras.

      El duque de Lerma subió cuanto de prisa le fué posible las escaleras, llamó á algunos criados, y los envió á saber qué había sido aquello.

      CAPÍTULO X

      DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE UN ENREDO ENDIABLADO

      Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lerma por el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, se le vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estaba esperando en un soportal á que saliese por aquel postigo don Rodrigo Calderón.

      Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto:

      – Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.

      Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.

      Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiño no hubiera conocido en la voz á su amigo.

      – ¡Por mi ánima – dijo haciéndose un paso atrás y bajando la espada – , que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

      – ¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?

      – Espero.

      – Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

      – A un hombre.

      – Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así…

      – Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.

      – Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?

      – ¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

      – Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.

      – Pues á ese hombre espero.

      – Para…

      Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.

      – Cabalmente.

      – Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

      – ¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?

      – Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?

      – ¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?..

      – Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.

      – ¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

      – Puede ser.

      – ¿Y es hermosa?

      – Puede que lo sea.

      – ¿Y sabéis su nombre?

      – Puede llamarse… se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

      – ¿Pero no decís que la conocéis?

      – Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéis vos.

      – ¡Ay! ¡no!

      – ¿Os habéis ya enamorado?

      – Lo confieso.

      – Sin conocerla…

      – Ahí veréis.

      – ¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.

      – Estoy seguro de que es una divinidad.

      – Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

      – Idos si queréis – dijo Juan Montiño – , que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.

      – No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.

      – He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.

      – ¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.

      – Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.

      – ¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.

      – Entrémonos.

      – ¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?

      – No lo estoy, pero espero.

      – Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.

      – Por más que hagáis…

      – No os curo.

      – No.

      – ¿Pero tanto vale esta dama?

      – ¡Oh!

      – ¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.

      – ¿Creéis que estoy enamorado?

      – ¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?

      – ¿Qué tenéis que hacer?

      – Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.

      – Pues no podéis verlo esta noche.

      – ¿Cómo?

      – Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.

      – ¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.

      – ¡A dormir!

      – Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama… no puedo aconsejaros á ciencia cierta… me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.

      Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.

      – ¡Oh! ¡traéis linterna! – dijo el joven.

      – Nunca


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