El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel
Читать онлайн книгу.sino porque nació buena, otro hombre, más amor, más alma, más valor y dicha la verdad sea, más vergüenza. Que si el conde de Lemos tuviera todas estas cosas y con ellas alguna discreción y buen ingenio, bien casada estuviera vuestra hija, y no escribiera yo despechado al verla tan mal casada, tan enterrada en vida, aquello de:
Oro es ingenio en el mundo,
oro en el mundo es nobleza
y el que en vanidades trata
de vanidad se sustenta.
Con un leproso del alma,
su padre casó á Teresa…
Con lo demás que decía el romance, que si no hizo reir á nadie por el chiste, os hizo á vos llorar de rabia por lo claro, y dar conmigo en San Marcos, con tan poco disimulo de la causa, que todo el mundo tuvo por culpa de ella al romance, y por doña Catalina á la doña Teresa que el romance cantaba.
– ¿Y creéis que aunque anduvísteis extremadamente injusto, apasionado y mordaz en el tal romance, fué esta sola la causa de vuestra prisión?
– Sé que anduvieron también en ella vuestras antiparras.
– Más claro.
– Por turbias que sean esas antiparras para el duque de Lerma, todos ven que son ellas don Rodrigo Calderón.
– ¡Ah! ¡el bueno de mi secretario!
– Vuestro amo.
– ¡Mi amo!
– Y del rey.
– ¡Ah!
– Y de España, porque como vos sois amo del rey, y el rey amo de España y es vuestro dueño don Rodrigo, resulta que don Rodrigo viene á ser amo de España.
– Seguid, don Francisco, á fin de que sepamos hasta qué punto estáis engañado.
– Era una simple cuestión de secretarios: don Rodrigo lo era vuestro, y yo lo era del duque de Osuna; el duque de Osuna era enemigo vuestro, y por consecuencia, vuestro secretario debía serlo también del secretario del duque de Osuna. Temióse, no lo que hacía, sino lo que pudiera hacer de la corte el ilustre descendiente de los Girones, y como es muy principal caballero, y muy poderoso, y muy bravo, se le desterró á Nápoles dorando el destierro con lo de virrey, y como se creía que yo era mucha cosa con el duque y que haría más conmigo que sin mí, se me envió á San Marcos á hacer penitencia; y como el duque de Osuna no ha cesado de reclamar en estos dos años á su pobre secretario, y como, por otra parte, vos os encontráis con que á pesar de los buenos oficios de don Rodrigo no veis claro en qué consisten tantos reveses y tantas desdichas como sufre España, os habéis dicho: saquemos del encierro á aquel espíritu rebelde, veamos si podemos mudarle á nuestro provecho, y si sus antiparras son más claras que los ojos de don Rodrigo.
– ¿Y creéis que yo no pudiera pasarme sin vos?
– Creo que necesitáis de todo el mundo.
– El rey me concede más que nunca su cariño, su confianza.
– Sin embargo, no ha gustado mucho al rey que vuestro sobrino haya llevado á picos pardos al príncipe de Asturias. Y como el rey, aunque no es muy perspicaz, sabe que vos y el conde de Lemos sois una misma cosa; y como vuestro hijo el duque de Uceda se impacienta por ocupar vuestro puesto; y como la reina trabaja contra vos todo lo que puede; y como Olivares atiza, pensando en su provecho; y como Calderón, creyéndose ya poderoso, no disimula su soberbia; y como Espínola desde Flandes pide hombres y dineros; y como suceden tantas y tantas cosas que no debieran suceder, si no mandárais vos, que no debíais mandar; y como vos creéis que el duque de Osuna me ha nombrado su secretario por algo, y que por algo también me pide en una y otra carta, nada de extraño tiene que yo piense que si quisiera podía vengarme de don Rodrigo enviándole á galeras y de vos haciéndoos mi secretario.
– Conócese – dijo el duque sonriendo á duras penas – que aún os dura la rabia del encierro.
– Os hablo desembozado y nada más.
– ¿Y si fuese cierto que yo necesitase de vuestra ayuda?..
– Os la negaría, porque ayudaros á vos, sería desayudar á la patria y hacer traición al rey.
– Supongo que no os habréis atrevido á llamarme traidor.
– No; pero sois ciego, soberbio y codicioso.
– Os habéis propuesto decididamente enojarme, cuando yo hago todo lo que puedo por haceros mi amigo.
– No debe enojaros la verdad; no puedo ser yo amigo vuestro.
– Sin embargo, si no recuerdo mal, me habéis ofrecido vuestra amistad.
– Sub conditione.
– Pero vuestras condiciones…
– En el estado en que se encuentra la gobernación del reino, las condiciones serían muy duras para vos.
– ¿Creéis que el mal, si le hay…?
– ¿Si le hay? Desde que murió el rey don Felipe, que aun antes de que le royesen el cuerpo los gusanos, se sintió roido por el dolor de dejar la monarquía más poderosa del mundo á un príncipe incapaz, no han pasado por España más que desdichas; la hacienda real, desde que vos subísteis á secretario de Estado, empezó á dar tales traspiés, que dejó muy pronto de ser hacienda; exhausta por los gastos más exorbitantes, escandalizado el reino de tanto desbarajuste, de tal despilfarro, empezó á murmurar, como quien conocía que de su cuero habían de salir las correas; vos, para acallar al reino, os ayudásteis de clérigos para que volviesen á vuestro provecho el púlpito y el confesonario; no era bastante la mentira en nombre del rey: se mintió en nombre de Dios, se pasó de la deslealtad al sacrilegio. Don Rodrigo Calderón, trocado de vuestro paje en vuestro secretario, y engordado con vuestros secretos, y con los empleos que vende, y con la justicia que rompe, se hace fuerte y os domina; la guerra de los Países Bajos, funesta guerra de religión que ningún provecho ha podido nunca traer á España, se encrudece, se hace desastrosa, es más, injusta, deshonrosa, porque nuestros soldados sin pagas, se convierten en una plaga de Egipto, rompen la disciplina, y nuestros valientes tercios son vencidos en las Dunas, en Ostende, en el Brabante, en todas partes, á pesar de la pericia y del valor de Espínola. Somos el juguete de Inglaterra, que satisface el odio que siempre ha sentido hacia la casa de Austria, y de otra parte la Francia ayuda á los Países Bajos, para que entretenida España con una guerra desastrosa no pueda influir en sus negocios. Inútil la tentativa de ceder la soberanía de los Países Bajos al archiduque Alberto y á su esposa la infanta doña Isabel; continúan los desastres. Holanda y Flandes han resistido, resisten y resistirán, como quien pugna por arrojar de su casa un dominio extraño y tiránico. Para satisfacerse de algún modo de los reveses de los Países Bajos, se piensa en ganar gloria perjudicando al comercio inglés, y se envía allá una escuadra que aniquilan los elementos como aniquilaron á la Invencible; todo fracasa, todo muere. Perdido el tino, se firma una tregua vergonzosa de doce años con Holanda y Flandes, acogiendo por medianeras á Francia y á Inglaterra, y se cree tener algún respiro. Pero aqueja la pobreza pública, al par que crecen los dispendios de la corte, y se piensa en leyes suntuarias; leyes inoportunas, ineficaces, contra las que representan los mercaderes y quedan sin efecto; es necesario encontrar dinero á todo trance, y se aumenta el valor de la moneda de vellón; expone los inconvenientes de esta medida el docto Mariana en su libro De Mutatione monetæ, y el bueno, el sabio Mariana es perseguido; á la torpeza sigue la tiranía. Pero no se halla todavía dinero y la tiranía crece, la tiranía no respeta ya nada: ni la fe de los tratados humanos, ni la fe de este eterno pacto de justicia que el hombre tiene hecho con Dios. El edicto de la expulsión de los moriscos, llena de horror á todos los pechos generosos…
– Antes que Felipe III han sido sus abuelos rigorosísimos con los moriscos – exclamó el duque de Lerma, aturdido por la filípica de Quevedo.
– ¡Los clérigos y los frailes! siempre esa plaga que ha logrado dominar al trono y que acabará con la gloria y con el poder de España. Y, sin embargo, un