Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado

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Sesenta semanas en el trópico -  Antonio Escohotado


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ordalía estaba a punto de terminar. Nos despedimos con el gesto más desenvuelto que pudimos, y aplazamos el suspiro de alivio hasta comprobar que no éramos seguidos. La paranoia es una alerta que suele resultar muy útil mientras no sobrepase cierta medida, y dispare agresiones con la excusa de protegerse. No fue nuestro caso, sino que volvimos como héroes. El realismo vino después, cuando trasladado a una papela el famoso caballo blanco tailandés resultó ser la mitad de un gramo. Me juré por lo bajo no volver a comprar, y mucho menos a Tong. Pero el fármaco dio de sí para largas charlas.

      8/10

      Mis amigos se fueron y llegó Beatriz con nuestra hija, que tiene año y medio. Aquí viviremos abiertamente nuestro amor. Honi ayuda mucho con la pequeña, cuyo torbellino de vitalidad bien podría absorber los cuidados de un regimiento entero. Cuando la prole no va siendo devorada por algún Saturno, devora a sus progenitores hasta sumirles en márgenes letales o de estricta supervivencia. Nuestra pequeña, la emperatriz Claudia, tiene tan poca idea del peligro —y tanta ansia de atención— que la madre y el resto del mundo inmediato le deben pleitesía. Rango imperial delata su enorme ajuar en cualquier desplazamiento, aunque sea breve y a un sitio próximo. Por lo demás, come como una lima, duerme muy bien y resulta alegre (incluso sensata) para sus meses. Tengo mucha experiencia sobre bebés, aunque hasta ahora haya conseguido hurtarme bastante a su inflexible égida. Las nuevas generaciones de padres no lo tendrán tan cómodo, con madres económicamente independientes, aunque está naciendo por eso mismo un padre-madre que se hace cargo con gusto del trajín doméstico, mientras su compañera trabaja en el exterior.

      13/10

      Los bochornos de agosto y septiembre dieron paso a algunos días de clima espléndido, donde sol y lluvia alternaron armoniosamente. La atmósfera se tornó nítida, con grandes nubes algodonosas, las aguas del mar y de los torrentes son ahora traslúcidas. Hace dos días empezó a llover de manera sostenida, espaciando cada vez más los ratos de sol, y el estanque del jardín rebosó. Cierto terreno baldío, situado a unos pocos centenares de metros, se convirtió primero en un lago y luego, de la noche a la mañana, en un enorme campo de lotos.

      El poema homérico sobre Odiseo menciona a lotófagos o comedores de lotos —según parece de la familia Ziziplus, cuyos carnosos frutos sirven para hacer panes y bebidas fermentadas—, atribuyendo a dichas plantas la responsabilidad de una incipiente plaga toxicómana. Felices o infelices, según se mire, los lotófagos caían a juicio de Homero y sus escoliastas en un semisueño o duermevela, que llevaba a consentirse la pereza. De ahí el término anglosajón lotusland, que (desde 1842, según el diccionario Webster's) denota un estado de satisfacción provocado por autoindulgencia. Lotolandia vendría a ser una Babia ambivalente y no bien localizada como la ibérica, que al parecer se encuentra en la provincia de León. Homero apenas proporciona apoyo para esa suposición de autoindulgencia, pues se limita a comentar que tres de sus hombres perdieron «todo gusto por volver y llegar con noticias al suelo paterno».6 Ulises les aplicó una desintoxicación en toda regla, atándolos bajo los bancos de la nave.

      En Oriente los lotos están mucho mejor considerados. Además de presentarse como troquel para columnas, molduras, tapices, mandalas y otros elementos en innumerables estilos artísticos, su contenido religioso resulta notable. El trono de Brahma es un cáliz de Nelumbo nucifera, uno de los lotos más hermosos de la India, y en el budismo estas plantas simbolizan las etapas del conocimiento: sumergidas primero bajo el agua, llegadas luego a la superficie y finalmente abiertas sobre ella, marcan el camino desde la confusión a la diferenciación, y desde allí a la independencia.7 Entre los sutras o sagradas escrituras de la línea mahayana es muy antiguo y venerado el Loto de la Buena Ley (también de la Verdadera Doctrina), cuyos versos proclaman que el sufrimiento constituye una ilusión y el mundo un paraíso. Ese sutra no se conforma con emancipación y simple santidad. Ve en el fiel un Buda potencialmente perfecto que —ayudado por bodhissatvas— se descubrirá como presencia actual de un ser divino, cuya iluminación aconteció hace incontables eones. Muy otra cosa piensa el budismo hinayana o teravada («de los antepasados») hegemónico en todo el sur, para el cual es sacrílego pretender iluminación antes de la muerte.

      El lado desnudamente político de los nenúfares tampoco falta. La Sociedad del Loto Blanco planteó en China central una heroica resistencia al conquistador manchú, entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Budistas por confesión, aunque afines a la derrocada dinastía Ming, los miembros de esta sociedad secreta libraron una guerra de guerrillas que tuvo en jaque a un ejército tan enorme como corrupto, dirigido por cortesanos ladrones, en la época enmarcada por dos guerras a propósito del opio. Incapaz de sofocar IR revuelta, el gobierno cortó el suministro de alimentos a esas regiones, quemó todos los depósitos de víveres y construyó grandes empalizadas para hacinar a adeptos y sospechosos, provocando lo que se considera la guerra civil más costosa en vidas de la historia universal.

      La mayoría de estas noticas pueden relacionarse con el hecho de que las semillas de loto sean extraordinariamente longevas. Las del loto indio, en concreto, tienen la mayor retención de viabilidad conocida hasta hoy, justificando que allí se relacione a estas plantas con sexo, mucha prole y vida sempiterna. A media noche cruzamos ante una tinaja llena de agua oscura, y de madrugada —cuando volvemos a cruzar— una enhiesta flor saluda la primera luz. También sucede al revés, porque algunos lotos se yerguen sólo de noche, saludando a la Luna e incluso a las tinieblas. En vez de macetas con tierra, y frutos que van brotando mes a mes, grandes flores se alzan del agua y se sumergen en cuestión de horas. Sus tallos son jugosos y limpios, con la misma consistencia aterciopelada del pétalo. No hay rastro de fustes áridos y rugosos de plantas terrestres, como los que acumula el secarral castellano. La hoja menuda del fresno es la desmesurada hoja del banano; la flor minúscula y austera de la manzanilla son hibiscos con forma de antena parabólica, pintados por alguna paleta psiquedélica; el enjuto almendro mediterráneo es el opulento almendro tropical, que arraiga sobre arena de las playas y puede competir en altura con grandes pinos; las negras bayas de la zarzamora son aquí más bien los dorados y enormes cocos, rebosantes de carne y leche.

      En ciertas estaciones llueve varias veces cada día, e inmediatamente después de la lluvia sale un sol radiante, tan al contrario de lo que pasa entre nosotros, donde unas temporadas llueve siempre y otras nunca. Mientras en el trópico es fácil vivir recogiendo frutos no sembrados, en zonas templadas y frías hace falta industria para no sucumbir cada año. Y, sin embargo, los thai nos imitan en innumerables cosas, ansiando el tipo de accesorios que nuestra civilización ha inventado y difundido ampliamente. Como el exterior les es benévolo, sus aposentos apenas remedan nuestras acogedoras casas. La mayoría duerme sobre terrazo o cemento, iluminada por algún tubo de neón o una bombilla sin pantalla, entre zumbidos de mosquito, junto a un canalón por donde pasan abiertamente aguas negras, reunida la familia en torno a algún televisor que difunde imágenes arenosas por falta de antena. No conocen el frío, y sólo pueden imitar parcialmente aquello que la intemperie despertó en otros. Quieren irse a lo más «desarrollado», aunque en realidad aman tanto su tierra como sus costumbres. Aquí nuestro antiguo «sí..., mañana» se lee «sí..., la semana o mes próximo». Pero devuelven casi siempre cualquier sonrisa, tratan bastante bien a los perros (para empezar, no se los comen como en buena parte del Sureste) y adoran a los niños.

      Luego resulta que se matan, como nosotros, por rencor y dinero; que algunos jóvenes se embriagan por aburrimiento —como entre nosotros—, o que prefieren privilegios a libre competencia. Quién sabe hasta qué punto esa suma de rasgos traspone de algún modo la vida del lirio acuático, tan bello como requerido de estanque y tiempo cálido. Cuando no hay intemperie la vida se mira desde otro prisma, y mañana los lotos del jardín ya no serán los mismos, aunque las semillas de los sumergidos se mantengan fértiles durante décadas. La rosa dura a la larga más que la montaña, y esto sin necesidad de que el dolor sea una ilusión y el mundo un paraíso, como cree La Buena Ley. Tampoco hay necesidad de que el dolor sea lo más real y el mundo un purgatorio, como sugiere el credo hinayana. Tan distintas de estos estanques con lirios acuáticos, nuestras rosaledas sugieren que el mundo no es ni un paraíso ni un infierno, sino más bien algo esencialmente incierto o abierto, donde trabajar ayuda.

      14/10

      Mahayana


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