Sesenta semanas en el trópico. Antonio Escohotado

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Sesenta semanas en el trópico -  Antonio Escohotado


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de propiedad crearon el marco para una sostenida división y subdivisión del trabajo. Dividir el trabajo es cooperación, frente a una alternativa jerárquica de castas y subcastas. A la vez que prolonga los procesos fabriles multiplica su productividad. En eso consiste la acumulación capitalista, si se compara con la sangría de recursos provocada por sistemas cuyo principio no es la eficiencia.

      De ahí que lo privado sea tan «social» como lo público. La tarea del pensamiento crítico en este orden de cosas será distinguir entre lo miserable de ciertas culturas (como las dominadas por inmoralismo familista, o por alguna raíz fanática) y culturas de lo miserable (como grupos singularmente ajenos a hábitos de laboriosidad y previsión, o la propia ideología victimista). Si preguntamos cuál ha sido el efecto de reprimir la heterogeneidad, rasando las desigualdades originarias y adquiridas, toparemos con otra evidencia jeffersoniana: «hacer de una mitad del mundo estúpidos, y de la otra mitad hipócritas; apoyar la bellaquería y el error sobre toda la tierra».

      28/9

      Sathien, el jardinero, habita una desangelada casa junto a la única carretera de asfalto que tiene Samui, a unos ciento cincuenta metros de donde vivo. De voz muy grave y gesto serio, me inspiró confianza desde el primer momento, a pesar de que apenas entiende inglés. Quizá para tranquilizarnos, las primeras semanas hacía una ronda todas las noches, con linterna y una perrita vivaracha que parece condenada a criar o estar embarazada. Temiendo la codicia de compatriotas, me recomendó cerrar las cristaleras de la villa en todo momento, incluso estando allí, cosa muy incómoda con el calor reinante casi a cualquier hora. Para poder evitarlo —sin sufrir el asalto de la hembra Anopheles, otros insectos y varios ofidios— tengo grandes contrapuertas de tela mosquitera. Pero él ha abandonado su ronda hace al menos una semana, y como no se le encuentra por ninguna parte me veo obligado a recalar en su casa para todo tipo de pequeñas cosas. Si no topo allí con Honi, la única relativamente políglota, debo habérmelas con su esposa, otras hijas y varios conocidos que sólo manejan bien un dialecto de Chiang Rai, la provincia norteña de donde vinieron todos.

      Fue extremadamente difícil, por ejemplo, conseguir que cortaran una rama de palmera muy incómoda para entrar y salir de casa, e imposible saber por qué la madre y sus hijas temen venir de noche con un recado u otro. Caso de ser inevitable —porque llama el propietario alemán, o porque el antenista ha dicho que vendrá mañana a las diez— se hacen acompañar siempre por algún varón, que las espera fuera con una linterna, aunque las tres villas y su pequeño parque estén bastante bien iluminados. Más de un día he sorprendido a la madre bañándose en un barreño —totalmente vestida, como se bañan aquí las mujeres—, y aparte de amabilísimas sonrisas no pudimos cruzar una sola palabra inteligible para ambos. Apenas tendrá cuarenta años, si los tiene, aunque su aspecto corresponde a bien entrados los sesenta si se compara con mujeres occidentales. Otras veces la encuentro guisando cosas raras, como un oso hormiguero o lagartos.

      La jornada del 2-CT7 y la MDA dudamos de nuestra percepción cuando Guillermo divisó algo parecido a un arquero apostado en perfecta inmovilidad junto al estanque, bien entrada ya la noche. Yo me había quitado las sempiternas gafas bifocales —viajar casi siempre me inspira la ilusión de no necesitarlas—, y veía en esa dirección toda suerte de objetos salvo un arquero. De modo que nos fuimos acercando muy sigilosamente, hasta que ese movimiento hizo ponerse en pie a un joven, en cuyo rostro se dibujaba la infaltable sonrisa thai sobre un gesto de gran nerviosismo. Tenía en la mano una especie de tirachinas de proyectil recobrable, como un pequeño arpón, que le había permitido cazar una corpulenta rana. Otro día vi a una de las hijas de Sathien capturar pececillos en el estanque. Honi me contó que comen lo uno y lo otro, pero no se me alcanza cómo cocinar peces con un tamaño inferior al de los chanquetes. Incapaz de averiguar si esas magras capturas están destinadas a hacerse rebozadas —llenando a lo sumo una tacita de café—, o para dar sabor a un microcaldo, me quedo con la impresión de que va oran excepcionalmente la carne, terrestre o acuática, quizás para romper la monotonía del apelmazado arroz con gluten que vertebra su dieta.

      1/10

      La hierba se terminó. Un profesor inglés de buceo, con quien contacto por casualidad, me habla de un vendedor a quien llamaré Tong, que atiende en Chaweng por las noches. Es una excelente ocasión para inspeccionar la vida golfa de esta isla, sobre todo porque la gentil Cristina declina acompañar a su marido, e iremos solos. Más de una tarde, volviendo de pasar el día en la playa, al pararnos junto al cajero automático de la calle principal hemos visto ya abierto —y concurrido— el bar llamado XTC (siglas anglosajonas de ecstasy o MDMA), desde el cual nos llamaban con alborozo jovencitas de vida alegre. Hoy no vamos en busca de plan, sino para restablecer parte de nuestro arsenal psicoactivo. Pero es una ocasión para ver si hay o no plan en Samui.

      Hacia las once de la noche el bar XTC hierve de mujeres, aunque ni tan jóvenes ni tan joviales como habíamos entrevisto. Contempladas de cerca, hay dos o tres muchachas pasables tras la barra —todas ellas recatadas camareras— y una docena larga de busconas sin el menor atributo venusino, a quienes sería difícil encontrar cliente en una whiskería de Tarancón. Previa copa, las escasísimas agraciadas ofrecen jugar partidas de tres en raya, empleando al efecto dos tablillas paralelas de madera con sus agujeros laterales. De modo que seguimos andando por la calle mayor, donde acabamos frente a un establecimiento de travestis dedicados a representar cabaret. No habiendo paredes ni por eso mismo entrada, mirábamos unos instantes desde la acera cuando uno de ellos nos invitó a consumir o dejar de mirar. Lo tomamos muy a mal, y reanudamos la marcha.

      El centro del pueblo —que de aldea tailandesa no tiene una sola casa— es un sitio bastante simpático de música en directo, donde una banda desgrana temas de Jimmi Hendrix con ayuda de tantos decibelios como el propio Hendrix. Tocan bastante bien. Desde esa encrucijada parten dos estrechas callejas repletas de garitos y anglosajones achispados. Carteles anuncian en los bares partidos de la Premier League, el Calcio y hasta la Liga. Hay muchas más rameras —con la misma proporción de horrendas sobre vagamente admisibles—, freidurías dignas sólo de hambrientos terminales, algún restaurante con aspecto de atraco dinerario y estomacal por decoración moderna, bazares de ropa, relojes y artefactos electrónicos, un par de farmacias abiertas y muchas usureras casas de cambio, con el invariable cartel de no comission. Visto de cerca, el supuesto plan para solteros sin compromiso resulta todavía menos atractivo que en Bangkok; las damas no sólo no son agraciadas y vivaces, sino que destilan una mezcla de cansancio y rusticidad. Parecen trasplantadas desde aldeas perdidas a alguna barra, donde deben hablar inglés y confiar en otras posibilidades de las que, fundadamente, desconfían.

      Un kilómetro largo nos separaba del bar donde encontraríamos a nuestro buceador inglés y a Tong. Como en esas películas del Oeste donde la calle mayor es también la única, Chaweng termina más allá de cada lado en negruras sembradas de charcos. Hacemos nuestro kilómetro cada vez menos sensibles a estímulos, pero la paranoia cunde tan pronto como vemos a nuestro dealer. Imagínese un hombre en la treintena, rapado al cero, de expresión carcelaria, que nunca mira a los ojos y ni siquiera gasta la habitual sonrisa thai. Se encuentra nervioso porque está recién salido de un «grave problema» con la policía, y deduzco que nunca vacilará en pagar como soplón ese tipo de deuda. A pesar de ello, el submarinista le avala, y sólo quiero pequeñas muestras de cada cosa. Pido tanto hierba como heroína y iabba, comandas que acepta con un rictus avinagrado en la boca, apuntando la vista al suelo. Por lo menos habla un poco de inglés, y tras decir algo a uno de los camareros pregunta si no tendremos pastillas de XTC. «Las pagaría bien, porque producen erecciones indomables.» Semejante disparate incrementa nuestra alarma, y mentimos diciendo que no tenemos ninguna. Poco después me hace signos el camarero, que en la cabina del disc jockey —a la vista de todos aunque aislados de oídos indiscretos— espeta: Ten una bolsa de hierba, no hay iabba y mira este caballo blanco, son quince gramos y sólo valen 300 dólares; la hierba serán 10. Le doy los diez, ruego que me entregue la hierba en los servicios y pido allí un gramo de caballo, uno solo, aunque sea pagando más en proporción. Serán entonces 30 dólares. Noto que me tiemblan las manos, por no mencionar las piernas. Vuelvo a la barra, y como algo me dice que todo es una trampa le endoso la pequeña bolsa de hierba a mi amigo, para no ir yo solo a la incalificable mazmorra local cuando reciba el narcótico. Poco después regresa


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