La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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así como también los honores que el pueblo les haya conferido. Mas, apresuraos á darme hombres que me conduzcan, para que muy pronto vuelva á la patria; pues hace mucho tiempo que ando lejos de los amigos, padeciendo infortunios.»

      153 Dicho esto, sentóse junto á la lumbre del hogar, en la ceniza; y todos enmudecieron y quedaron silenciosos. Pero, al fin, el anciano héroe Equeneo que era el de más edad entre los varones feacios y descollaba por su elocuencia, sabiendo muchas y muy antiguas cosas, les arengó benévolamente y les dijo:

      159 «¡Alcínoo! No es bueno ni decoroso para ti, que el huésped esté sentado en tierra, sobre la ceniza del hogar; y éstos se hallan cohibidos, esperando que hables. Ea, pues, levántale, hazle sentar en una silla de clavazón de plata, y manda á los heraldos que mezclen vino para ofrecer libaciones á Júpiter, que se huelga con el rayo, dios que acompaña á los venerandos suplicantes. Y tráigale de cenar la despensera, de aquellas cosas que allá dentro se guardan.»

      182 Así se expresó. Pontónoo mezcló el dulce vino y lo distribuyó á todos los presentes, después de haber ofrecido en copas las primicias. Y cuando hubieron hecho la libación y bebido cuanto plugo á su ánimo, Alcínoo les arengó diciéndoles de esta suerte:

      186 «¡Oíd, caudillos y príncipes de los feacios, y os diré lo que en el pecho mi corazón me dicta! Ahora, que habéis cenado, idos á acostar en vuestras casas: mañana, así que rompa el día, llamaremos á un número mayor de ancianos, trataremos al forastero como huésped en el palacio, ofreceremos á las deidades hermosos sacrificios, y hablaremos de la conducción de aquél para que pueda, sin fatigas ni molestias y acompañándole nosotros, llegar rápida y alegremente á su patria tierra, aunque esté muy lejos, y no haya de padecer mal ni daño alguno antes de tornar á su país; que, ya en su casa, padecerá lo que el hado y las graves Parcas dispusieron al hilar el hilo cuando su madre le dió ser. Y si fuere uno de los inmortales, que ha bajado del cielo, algo nos preparan los dioses; pues hasta aquí, siempre se nos han aparecido claramente cuando les ofrecemos magníficas hecatombes, y comen, sentados con nosotros, donde comemos los demás. Y si algún solitario caminante se encuentra con ellos, no se le ocultan; porque somos tan cercanos á los mismos por nuestro linaje como los Ciclopes y la salvaje raza de los Gigantes.»

      207 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Alcínoo! Piensa otra cosa, pues no soy semejante ni en cuerpo ni en natural á los inmortales que poseen el anchuroso cielo, sino á los mortales hombres: puedo equipararme por mis penas á los varones de quienes sepáis que han soportado más desgracias y contaría males aún mayores que los suyos, si os dijese cuantos he padecido por la voluntad de los dioses. Mas dejadme cenar, aunque me siento angustiado; que no hay cosa tan importuna como el vientre, que nos obliga á pensar en él, aun hallándonos muy afligidos ó con el ánimo lleno de pesares como me encuentro ahora, nos incita siempre á comer y á beber, y en la actualidad me hace echar en olvido todos mis trabajos, mandándome que lo sacie. Y vosotros daos prisa, así que se muestre la Aurora, y haced que yo, oh desgraciado, vuelva á mi patria, no obstante lo mucho que he padecido. No se me acabe la vida sin ver nuevamente mis posesiones, mis esclavos y mi gran casa de elevado techo.»

      226 Así dijo. Todos aprobaron sus palabras y aconsejaron que al huésped se le llevase á la patria, ya que era razonable cuanto decía. Hechas las libaciones y habiendo bebido todos cuanto les plugo, fueron á recogerse en sus respectivas moradas; pero el divinal Ulises se quedó en el palacio y á par de él sentáronse Arete y el deiforme Alcínoo, mientras las esclavas retiraban lo que había servido para el banquete. Arete, la de los níveos brazos, fué la primera en hablar, pues, contemplando los hermosos vestidos de Ulises, reconoció el manto y la túnica que labrara con sus siervas. Y en seguida habló al héroe con estas aladas palabras:

      237 «¡Huésped! Ante todo quiero preguntarte yo misma: ¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Quién te dió esos vestidos? ¿No dices que llegaste vagando por el ponto?»

      240 Respondióle el ingenioso Ulises: «Difícil sería, oh reina, contar menudamente mis infortunios, pues me los enviaron en gran abundancia los dioses celestiales; mas te hablaré de aquello acerca de lo cual me preguntas é interrogas. Hay en el mar una isla lejana, Ogigia, donde mora la hija de Atlante, la dolosa Calipso, de lindas trenzas, deidad poderosa que no se comunica con ninguno de los dioses ni de los mortales hombres; pero á mí, oh desdichado, me llevó á su hogar algún numen, después que Jove hendiera mi veloz nave en medio del vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Perecieron mis esforzados compañeros, mas yo me abracé á la quilla del corvo bajel, fuí errante nueve días y en la décima y obscura noche lleváronme los dioses á la isla Ogigia donde mora Calipso, de lindas trenzas, terrible diosa: ésta me recogió, me trató solícita y amorosamente, me mantuvo y díjome á menudo que me haría inmortal y exento de la senectud para siempre, sin que jamás lograra llevar la persuasión á mi ánimo. Allí estuve detenido siete años, y regué incesantemente con lágrimas las divinales vestiduras que me dió Calipso. Pero cuando vino el año octavo, me exhortó y me invitó á partir; sea á causa de algún mensaje de Júpiter, sea porque su mismo pensamiento hubiese cambiado. Envióme en una balsa hecha con buen número de ataduras, me dió abundante pan y dulce vino, me puso vestidos divinales y me mandó favorable y plácido viento. Diez y siete días navegué, atravesando el mar; al décimoctavo pude ver los umbrosos montes de vuestra tierra y á mí, oh infeliz, se me alegró el corazón. Mas, aún había de encontrarme con grandes trabajos que me suscitaría Neptuno, que sacude la tierra: el dios levantó vientos contrarios, impidiéndome el camino, y conmovió el mar inmenso; de suerte que las olas no me permitían á mí, que daba profundos suspiros, ir en la balsa, y ésta fué desbaratada muy pronto por la tempestad. Entonces nadé, atravesando el abismo, hasta que el viento y el agua me acercaron á vuestro país. Al salir del mar, la ola me hubiese estrellado contra la tierra firme, arrojándome á unos peñascos y á un lugar funesto; pero retrocedí nadando y llegué á un río, cual paraje parecióme óptimo por carecer de rocas y formar como un reparo contra los vientos. Me dejé caer sobre la tierra, cobrando aliento; pero sobrevino la divinal noche y me alejé del río, que las celestiales lluvias alimentan, me eché á dormir entre unos arbustos, después de haber amontonado hojas á mi alrededor, é infundióme un dios profundísimo sueño. Allí, entre las hojas y con el corazón triste, dormí toda la noche, toda la mañana y el mediodía; y al ponerse el sol dejóme el dulce sueño. Vi entonces á las siervas de tu hija jugando en la playa junto con ella que parecía una diosa. La imploré y no le faltó buen juicio, como no se esperaría que demostrase en sus actos una persona joven que se hallara en tal trance, porque los mozos siempre se portan inconsideradamente. Dióme abundante pan y vino tinto, mandó que me lavaran en el río y me entregó estas vestiduras. Tal es lo que, aunque angustiado, deseaba contarte, conforme á la verdad de lo ocurrido.»

      298 Respondióle Alcínoo diciendo: «¡Huésped! En verdad que mi hija no tomó el acuerdo más conveniente; ya que no te trajo á nuestro palacio, con las esclavas, habiendo sido la primer persona á quien suplicaste.»

      302 Contestóle el ingenioso Ulises: «¡Oh héroe! No por eso reprendas á tan eximia doncella, que ya me invitó á seguirla con las esclavas; mas yo no quise por temor y respeto: no fuera que mi vista te irritara, pues somos muy suspicaces los hombres que vivimos en la tierra.»

      308 Respondióle Alcínoo diciendo: «¡Huésped! No


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