La Odisea. Homer
Читать онлайн книгу.su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y, moviendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:
377 «Ahora, que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues á juntarte con esos hombres, alumnos de Júpiter. Se me figura que ni aun así te parecerán pocas tus desgracias.»
380 Dicho esto, picó con el látigo á los corceles y se fué á Egas, donde posee ínclita morada.
382 Entonces Minerva, hija de Júpiter, ordenó otra cosa. Cerró el camino á los vientos, y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas, quebró las olas hasta que Ulises, de jovial linaje, librándose de la muerte y de las Parcas, llegase á los feacios, amantes de manejar los remos.
388 Dos días con sus noches anduvo errante el héroe sobre las densas olas, y su corazón presagióle la muerte en repetidos casos. Mas, tan luego como la Aurora, de hermosas trenzas, dió principio al tercer día, cesó el vendaval, reinó sosegada calma y Ulises pudo ver, desde lo alto de una ingente ola y aguzando mucho la vista, que la tierra se hallaba cerca. Cuan grata se les presenta á los hijos la vida de un padre que estaba postrado por la enfermedad y padecía graves dolores, consumiéndose desde largo tiempo á causa de la persecución de infesto numen, si los dioses le libran felizmente del mal; tan agradable apareció para Ulises la tierra y el bosque. Nadaba, pues, esforzándose por asentar el pie en tierra firme; mas, así que estuvo tan cercano á la orilla que hasta ella hubiesen llegado sus gritos, oyó el estrépito con que en las peñas se rompía el mar. Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma; pues allí no había puertos, donde las naves se acogiesen, ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Ulises; y el héroe, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:
408 «¡Ay de mí! Después que Júpiter me concedió que viese inesperada tierra, y acabé de surcar este abismo, ningún paraje descubro por donde consiga salir del albo mar. Por defuera hay agudos peñascos á cuyo alrededor braman las olas impetuosamente, y la roca se levanta lisa; y aquí es el mar tan hondo que no puedo afirmar los pies para librarme del mal. No sea que, cuando me disponga á salir, ingente ola me arrebate y dé conmigo en el pétreo peñasco; y resulte inútil mi intento. Mas, si voy nadando, en busca de una playa ó de un puerto de mar, temo que nuevamente me arrebate la tempestad y me lleve al ponto, abundante en peces, haciéndome proferir hondos suspiros; ó que una deidad incite contra mí algún monstruo marino, como los que cría en gran abundancia la ilustre Anfitrite; pues sé que el ínclito dios que bate la tierra está enojado conmigo.»
Vaga por el ponto, le dijo Neptuno, hasta que llegues á juntarte con esos hombres alumnos de Júpiter
(Canto V, versos 377 y 378.)
424 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, una oleada lo llevó á la áspera ribera. Allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos, si Minerva, la deidad de los brillantes ojos, no le hubiese sugerido en el ánimo lo que llevó á efecto: lanzóse á la roca, la asió con ambas manos y, gimiendo, permaneció adherido á la misma hasta que la enorme ola hubo pasado. De esta suerte la evitó; mas, al refluir, dióle tal acometida, que lo echó en el ponto y bien adentro. Así como el pulpo, cuando lo sacan de su escondrijo, lleva pegadas á los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Ulises se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola. Y allí acabara el infeliz Ulises, contra lo dispuesto por el hado, si Minerva, la deidad de los brillantes ojos, no le inspirara prudencia. Salió á flote y, apartándose de las olas que se rompen con estrépito en la ribera, nadó á lo largo de la orilla, mirando á la tierra, por si hallaba alguna playa ó un puerto de mar. Mas, como llegase, nadando, á la boca de un río de hermosa corriente, el lugar parecióle óptimo por carecer de rocas y formar un reparo contra el viento. Y conociendo que era un río que desembocaba, suplicóle así en su corazón:
445 «¡Óyeme, oh soberano, quienquiera que seas! Vengo á ti, tan deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Neptuno. Es digno de respeto aun para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora á tu corriente y á tus rodillas después de pasar muchos trabajos. ¡Oh rey, apiádate de mí, ya que me glorío de ser tu suplicante!»
451 Tales fueron sus palabras. En seguida suspendió el río su corriente, apaciguó las olas, hizo reinar la calma delante de sí y salvó á Ulises en la desembocadura. El héroe dobló entonces las rodillas y los fuertes brazos, pues su corazón estaba fatigado de luchar con el ponto. Tenía Ulises todo el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del mar; y, falto de aliento y de voz, quedóse tendido y sin fuerzas porque el terrible cansancio le abrumaba. Cuando ya respiró y volvió en su acuerdo, desató el velo de la diosa y arrojólo en el río, que corría hacia el mar: llevóse el velo una ola grande en la dirección de la corriente y pronto Ino lo tuvo en sus manos. Ulises se apartó del río, echóse al pie de unos juncos, besó la fértil tierra y, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:
465 «¡Ay de mí! ¿Qué no padezco? ¿Qué es lo que al fin me va á suceder? Si paso la molesta noche junto al río, quizás la dañosa helada y el fresco rocío me acaben; pues estoy tan débil que apenas puedo respirar, y una brisa glacial viene del río antes de rayar el alba. Y si subo al collado y me duermo entre los espesos arbustos de la selva umbría, como me dejen el frío y el cansancio y me venga dulce sueño, temo ser presa y pasto de las fieras.»
474 Después de meditarlo, se le ofreció como mejor el último partido. Fuése, pues, á la selva que halló cerca del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos pasaba á través de ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo de ellos se introdujo Ulises y al instante aparejóse con sus manos ancha cama, pues había tal abundancia de hojas secas que bastaran para abrigar á dos ó tres hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de verlas el paciente divinal Ulises, que se acostó en medio y se cubrió con multitud de las mismas. Así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir á encenderlo á otra parte; de esta suerte se cubrió Ulises con la hojarasca. Y Minerva infundióle en los ojos dulce sueño y le cerró los párpados para que cuanto antes se librara del penoso cansancio.
Nausícaa guía á Ulises, que se le ha presentado cerca del río, al palacio de Alcínoo
CANTO VI
LLEGADA DE ULISES AL PAÍS DE LOS FEACIOS
1 Mientras así dormía el paciente y divinal Ulises, rendido del sueño y del cansancio, Minerva se fué al pueblo y á la ciudad de los feacios, los cuales habitaron antiguamente en la espaciosa Hiperea, junto á los Ciclopes, varones soberbios que les causaban daño porque eran más fuertes y robustos. De allí los sacó Nausítoo, semejante á un dios: condújolos á Esqueria, lejos de los hombres industriosos, donde se establecieron; construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos á las divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Parca, había bajado al Orco y reinaba Alcínoo, cuyos consejos eran inspirados por los propios dioses; y al palacio de éste enderezó Minerva, la deidad de los brillantes ojos, pensando en la vuelta del magnánimo Ulises.