La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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Muéstrame la población y dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa. Y los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni más útil que el que gobiernen en casa el marido y la mujer con ánimo concorde, lo cual produce gran pena á sus enemigos y alegría á los que los quieren, y son ellos los que más aprecian sus ventajas.»

      186 Respondió Nausícaa, la de los níveos brazos: «¡Forastero! Ya que no me pareces ni vil ni insensato, sabe que el mismo Júpiter distribuye la felicidad á los buenos y á los malos, y si te envió esas penas debes sufrirlas pacientemente; mas ahora, que has llegado á nuestra ciudad y á nuestro país, no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro debe obtener un mísero suplicante. Te mostraré la población y diréte el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca, y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo es el imperio y el poder en este pueblo.»

Ilustración de cabeza de capítulo

      ¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa ó mortal!

      (Canto VI, verso 149.)

      198 Dijo; y dió esta orden á las esclavas, de hermosas trenzas: «¡Deteneos, esclavas! ¿Á dónde huis, por ver á un hombre? ¿Pensáis acaso que sea un enemigo? No existe ni existirá nunca un mortal terrible que venga á hostilizar la tierra de los feacios, pues á éstos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres, y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros. Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Júpiter y un exiguo don que se les haga les es grato. Así pues, esclavas, dadle de comer y de beber y lavadle en el río, en un lugar que esté resguardado del viento.»

      211 De tal suerte habló. Detuviéronse las esclavas y, animándose mutuamente, hicieron sentar á Ulises en un lugar abrigado, conforme á lo dispuesto por Nausícaa, hija del magnánimo Alcínoo; dejaron cerca de él un manto y una túnica para que se vistiera; entregáronle, en ampolla de oro, líquido aceite, y le invitaron á lavarse en la corriente del río. Y entonces el divinal Ulises les habló diciendo:

      218 «¡Esclavas! Alejaos un poco á fin de que lave de mis hombros el sarro del mar y me unja después con el aceite, del cual mucho ha que mi cuerpo se ve privado. Yo no puedo tomar el baño ante vosotras, pues haríaseme vergüenza desnudarme entre jóvenes de hermosas trenzas.»

      223 Así se expresó. Ellas se apartaron y fueron á contárselo á Nausícaa. Entretanto el divinal Ulises se lavaba en el río, quitando de su cuerpo el sarro del mar que le cubría la espalda y los anchurosos hombros, y se limpiaba la cabeza de la espuma que en ella dejara el mar estéril. Mas después que, ya lavado, se ungió con el pingüe aceite y se puso los vestidos que la doncella, libre aún, le entregara, Minerva, hija de Júpiter, hizo que apareciese más alto y más grueso, y que de su cabeza colgaran ensortijados cabellos que á flores de jacinto semejaban. Y así como el hombre experto, á quien Vulcano y Palas Minerva han enseñado artes de toda especie, cerca de oro la plata y hace lindos trabajos, de semejante modo Minerva difundió la gracia por la cabeza y por los hombros de Ulises. Éste, apartándose un poco, se sentó en la ribera del mar y resplandecía por su gracia y hermosura. Admiróse la doncella y dijo á las esclavas de hermosas trenzas:

      239 «Oíd, esclavas de níveos brazos, lo que os voy á decir: no sin la voluntad de los dioses que habitan el Olimpo, viene ese hombre á los deiformes feacios. Al principio se me ofreció como un ser despreciable, pero ahora se asemeja á los dioses que poseen el anchuroso cielo. ¡Ojalá á tal varón pudiera llamársele mi marido, viviendo acá; ojalá le pluguiera quedarse con nosotros! Mas, oh esclavas, dadle de comer y de beber al forastero.»

      247 Así habló. Ellas la escucharon y obedecieron, llevando al héroe alimentos y bebida. Y el paciente divinal Ulises bebió y comió ávidamente, pues hacía mucho tiempo que estaba en ayunas.

      251 Entonces Nausícaa, la de los níveos brazos, ordenó otras cosas: puso en el hermoso carro la ropa bien plegada, unció las mulas de fuertes cascos, montó ella misma y, llamando á Ulises, exhortóle de semejante modo:

      255 «Levántate ya, oh forastero, y partamos para la población; á fin de que te guíe á la casa de mi discreto padre, donde te puedo asegurar que verás á los más ilustres de todos los feacios. Pero obra de esta manera, ya que no me pareces falto de juicio: mientras vayamos por el campo, por terrenos cultivados por el hombre, anda ligeramente con las esclavas detrás del carro y yo te enseñaré el camino por donde se sube á la ciudad, que está cercada por alto y torreado muro y tiene á uno y otro lado un hermoso puerto de boca estrecha adonde son conducidas las corvas embarcaciones, pues hay estancias seguras para todas. Cabe á un magnífico templo de Neptuno se halla el ágora, labrada con piedras de acarreo profundamente hundidas: allí guardan los aparejos de las negras naves, las gúmenas y los cables, y aguzan los remos; pues los feacios no se cuidan de arcos ni de aljabas, sino de mástiles y de remos y de navíos bien proporcionados con los cuales atraviesan alegres el espumoso mar. Ahora quiero evitar sus amargos dichos; no sea que alguien me censure después—que hay en la población hombres insolentísimos—ú otro peor hable así al encontrarnos: «¿Quién es ese forastero tan alto y tan hermoso que sigue á Nausícaa? ¿Dónde lo halló? Debe de ser su esposo. Quizás haya recogido á un hombre de lejanas tierras que iría errante por haberse extraviado de su nave, puesto que no los hay en estos contornos; ó por ventura es un dios que, accediendo á sus múltiples instancias, descendió del cielo y lo tendrá consigo todos los días. Tanto mejor si ella fué á buscar marido en otra parte y menosprecia el pueblo de los feacios, en el cual la pretenden muchos é ilustres varones.» Así dirán y tendré que sufrir tamaños ultrajes. Y también yo me indignaría contra la que tal hiciera; contra la que, á despecho de su padre y de su madre todavía vivos, se juntara con hombres antes de haber contraído público matrimonio. Oh forastero, entiende bien lo que voy á decir, para que pronto obtengas de mi padre que te dé compañeros y te haga conducir á tu patria. Hallarás junto al camino un hermoso bosque de álamos, consagrado á Minerva, en el cual mana una fuente y á su alrededor se extiende un prado: allí tiene mi padre un campo y una viña floreciente, tan cerca de la ciudad que puede oirse el grito que en ésta se dé. Siéntate en aquel lugar y aguarda que nosotras, entrando en la población, lleguemos al palacio de mi padre. Y cuando juzgues que ya habremos de estar en casa, encamínate también á la ciudad y pregunta por la morada de mi padre, del magnánimo Alcínoo; la cual es fácil de conocer y á ella te conduciría hasta un niño, pues las demás casas de los feacios son muy diferentes de la del héroe Alcínoo. Después que entrares en el palacio y en el patio del mismo, atraviesa la sala rápidamente hasta que llegues adonde mi madre, sentada al resplandor del fuego del hogar, de espaldas á una columna, hila lana purpúrea, cosa admirable de ver, y tiene detrás de ella á las esclavas. Allí, arrimado á la misma columna, se levanta el trono en que mi padre se sienta y bebe vino como un inmortal. Pasa por delante de él y tiende los brazos á las rodillas de mi madre, para que pronto amanezca el alegre día de tu regreso á la patria, por lejos que ésta se halle. Pues si mi madre te fuere benévola, puedes concebir la esperanza de ver á tus amigos y de llegar á tu casa bien labrada y á tu patria tierra.»

      316 Diciendo así, hirió con el lustroso azote las mulas, que dejaron al punto la corriente del río, pues trotaban muy bien y alargaban el paso en la carrera. Nausícaa tenía las riendas, para que pudiesen seguirla á pie las esclavas y Ulises, y aguijaba con gran discreción á las mulas. Poníase el sol cuando llegaron al magnífico bosque consagrado á Minerva. Ulises se sentó en él y acto seguido suplicó de esta manera á la hija del gran Júpiter:

      324 «¡Óyeme, hija de Júpiter, que lleva la égida! ¡Indómita deidad! Atiéndeme ahora ya que nunca lo hiciste cuando me maltrataba el ínclito dios que bate la tierra. Concédeme que, al llegar á los feacios, me reciban éstos como amigo y de mí se apiaden.»

      328 Tal fué su plegaria que oyó Palas Minerva. Pero la diosa no se le apareció aún, porque temía á su tío paterno, quien estuvo vivamente


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