La Odisea. Homer
Читать онлайн книгу.del mar sus tupidas alas: tal parecía Mercurio mientras volaba por encima del gran oleaje. Cuando hubo arribado á aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó en tierra, prosiguió su camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla dentro. Ardía en el hogar un gran fuego y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos, donde anidaban aves de luengas alas: buhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupan en cosas del mar. Allí mismo, junto á la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban, muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón. Detúvose el Argicida á contemplar aquello; y, después de admirarlo, penetró en la ancha gruta, y fué conocido por Calipso, la divina entre las diosas, desde que á ella se presentara—que los dioses inmortales se conocen, aunque vivan apartados;—pero no halló al magnánimo Ulises, que estaba llorando en la ribera, donde tantas veces, consumiendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y Calipso, la divina entre las diosas, hizo sentar á Mercurio en espléndido y magnífico sitial, é interrogóle de esta suerte:
87 «¿Por qué, oh Mercurio, el de la áurea vara, venerable y caro, vienes á mi morada? Antes no solías frecuentarla. Di qué deseas, pues mi ánimo me impulsa á realizarlo si puedo y es factible. Pero sígueme, á fin de que te ofrezca los dones de la hospitalidad.»
92 Habiendo hablado de semejante modo, la diosa púsole delante una mesa, que había llenado de ambrosía, y mezcló el rojo néctar. Allí bebió y comió el mensajero Argicida. Y cuando hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, respondió á Calipso con estas palabras:
97 «Me preguntas, oh diosa, á mí, que soy dios, por qué he venido. Voy á decírtelo con sinceridad, ya que así lo mandas. Júpiter me ordenó que viniese, sin que yo lo deseara: ¿quién pasaría de buen grado tanta agua salada que ni decirse puede, mayormente no habiendo por ahí ninguna ciudad en que los mortales hagan sacrificios á los dioses y les inmolen selectas hecatombes? Mas no le es posible á ningún dios ni transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Júpiter, que lleva la égida. Dice que está contigo un varón, que es el más infortunado de cuantos combatieron alrededor de la ciudad de Príamo durante nueve años y, en el décimo, habiéndola destruído, tornaron á sus casas; pero en la vuelta ofendieron á Minerva y la diosa hizo que se levantara un viento desfavorable é hinchadas olas. En éstas hallaron la muerte sus esforzados compañeros; y á él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y Júpiter te manda que á tal varón le permitas que se vaya cuanto antes; porque no es su destino morir lejos de los suyos, sino que el hado tiene dispuesto que los vuelva á ver, llegando á su casa de elevada techumbre y á su patria tierra.»
116 Tal dijo. Estremecióse Calipso, la divina entre las diosas, y respondió con estas aladas palabras: «Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre á quien han tomado por esposo. Así, cuando la Aurora de rosáceos dedos arrebató á Orión, le tuvisteis envidia vosotros los dioses, que vivís sin cuidados, hasta que la casta Diana, la de trono de oro, lo mató en Ortigia alcanzándole con sus dulces flechas. Asimismo, cuando Ceres, la de hermosas trenzas, cediendo á los impulsos de su corazón, juntóse en amor y cama con Yasión en una tierra noval labrada tres veces, Júpiter, que no tardó en saberlo, mató al héroe hiriéndole con el ardiente rayo. Y así también me tenéis envidia, oh dioses, porque está conmigo un hombre mortal; á quien salvé cuando bogaba sólo y montado en una quilla, después que Júpiter le hendió la nave, en medio del vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Allí acabaron la vida sus fuertes compañeros; mas á él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y le acogí amigablemente, le mantuve y díjele á menudo que le haría inmortal y libre de la vejez para siempre jamás. Pero, ya que no le es posible á ningún dios ni transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Júpiter, que lleva la égida, váyase aquél por el mar estéril, si ése le incita y se lo manda; que yo no le he de despedir—pues no dispongo de naves provistas de remos, ni puedo darle compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar,—aunque le aconsejaré de muy buena voluntad, sin ocultarle nada, para que llegue sano y salvo á su patria tierra.»
145 Replicóle el mensajero Argicida: «Despídele pronto y teme la cólera de Júpiter; no sea que este dios, irritándose, se ensañe contra ti en lo sucesivo.»
148 En diciendo esto, partió el poderoso Argicida; y la veneranda ninfa, oído el mensaje de Júpiter, fuése á encontrar al magnánimo Ulises. Hallóle sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce existencia suspirando por el regreso; pues la ninfa ya no le era grata. Obligado á pernoctar en la profunda cueva, durmiendo con la ninfa que le quería sin que él la quisiese, pasaba el día sentado en las rocas de la ribera del mar y, consumiendo su ánimo en lágrimas, suspiros y dolores, clavaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y, parándose cerca de él, díjole de esta suerte la divina entre las diosas:
160 «¡Desdichado! No llores más ni consumas tu vida, pues de muy buen grado dejaré que partas. Ea, corta maderos grandes; y, ensamblándolos con el bronce, forma una extensa balsa y cúbrela con piso de tablas, para que te lleve por el obscuro ponto. Yo pondré en ella pan, agua y el rojo vino, regocijador del ánimo, que te librarán de padecer hambre; te daré vestidos y te mandaré próspero viento, á fin de que llegues sano y salvo á tu patria tierra si así lo quieren los dioses que habitan el anchuroso cielo; los cuales me aventajan lo mismo en formar propósitos que en llevarlos á término.»
171 Tal dijo. Estremecióse el paciente divinal Ulises y respondió con estas aladas palabras:
173 «Algo revuelves en tu pensamiento, oh diosa, y no por cierto mi partida, al ordenarme que atraviese en una balsa el gran abismo del mar, tan terrible y peligroso que no lo pasaran fácilmente naves de buenas proporciones, veleras, animadas por un viento favorable que les enviara Jove. Yo no subiría en la balsa, mal de tu grado, si no te resolvieras á prestar firme juramento de que no maquinarás causarme ningún otro pernicioso daño.»
180 De tal suerte habló. Sonrióse Calipso, la divina entre las diosas; y, acariciándole con la mano, le dijo estas palabras:
182 «Eres en verdad injusto, aunque no sueles pensar cosas livianas, cuando tales palabras te has atrevido á proferir. Sépanlo la Tierra y desde arriba el anchuroso Cielo y el agua de la Estigia—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses:—no maquinaré contra ti ningún pernicioso daño, y pienso y he de aconsejarte cuanto para mí misma discurriera si en tan grande necesidad me viese. Mi intención es justa, y en mi pecho no se encierra un ánimo férreo, sino compasivo.»
192 Cuando así hubo hablado, la divina entre las diosas echó á andar aceleradamente y Ulises fué siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron á la profunda cueva la diosa y el varón, éste se acomodó en la silla de donde se levantara Mercurio y la ninfa sirvióle toda clase de alimentos, así comestibles como bebidas, de los que se mantienen los mortales hombres. Luego sentóse ella enfrente del divinal Ulises, y sirviéronle las criadas ambrosía y néctar. Cada uno echó mano á las viandas que tenía delante; y, apenas se hubieron saciado de comer y de beber, Calipso, la divina entre las diosas, rompió el silencio y dijo:
¡Desdichado! No llores más, ni consumas tu vida, pues de muy buen grado dejaré que partas
(Canto V, versos 160 y 161.)
203 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! Así pues ¿deseas irte en seguida á tu casa y á tu patria tierra? Sé, esto no obstante, dichoso. Pero, si tu inteligencia conociese los males que habrás