La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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ya que reinas sobre un gran llano en que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y blanca cebada muy lozana. Ítaca no tiene lugares espaciosos donde se pueda correr, ni prado alguno, que es tierra apta para pacer cabras y más agradable que las que nutren caballos. Las islas, que se inclinan hacia el mar, no son propias para la equitación ni tienen hermosos prados, é Ítaca menos que ninguna.»

      609 Así dijo. Sonrióse Menelao, valiente en la pelea, y, acariciándole con la mano, le habló de esta manera:

      611 «¡Hijo querido! Bien se muestra en lo que hablas la noble sangre de que procedes. Cambiaré el regalo, ya que puedo hacerlo, y de cuantas cosas se guardan en mi palacio voy á darte la más bella y preciosa. Te haré el presente de una cratera labrada, toda de plata con los bordes de oro, que es obra de Vulcano y diómela el héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando me acogió en su casa al volver yo á la mía. Tal es lo que deseo regalarte.»

      620 Así éstos conversaban. Los convidados fueron llegando á la mansión del divino rey: unos traían ovejas, otros confortante vino; y sus esposas, que llevaban hermosas cintas en la cabeza, trajéronles el pan. De tal suerte se ocupaban, dentro del palacio, en preparar la comida.

      625 Mientras tanto solazábanse los pretendientes ante el palacio de Ulises, tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento donde acostumbraban ejecutar sus insolentes acciones. Antínoo estaba sentado y también el deiforme Eurímaco, que eran los príncipes de los pretendientes y sobre todos descollaban por su bravura. Y fué á encontrarlos Noemón, hijo de Fronio; el cual, dirigiéndose á Antínoo, interrogóle con estas palabras:

      632 «¡Antínoo! ¿Sabemos, por ventura, cuándo Telémaco volverá de la arenosa Pilos? Se fué en mi nave y ahora la necesito para ir á la vasta Élide, que allí tengo doce yeguas de vientre y sufridos mulos aún sin desbravar, y traería alguno de éstos para domarlo.»

      638 Así les habló; y quedáronse atónitos porque no se figuraban que Telémaco hubiese tomado la rota de Pilos, la ciudad de Neleo; sino que estaba en el campo, viendo las ovejas, ó en la cabaña del porquerizo.

      641 Mas al fin Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo: «Habla con sinceridad. ¿Cuándo se fué y qué jóvenes escogidos de Ítaca le siguieron? ¿Ó son quizás hombres asalariados y esclavos suyos? Pues también pudo hacerlo de semejante manera. Refiéreme asimismo la verdad de esto, para que yo me entere: ¿te quitó la negra nave por fuerza y mal de tu grado, ó se la diste voluntariamente cuando fué á hablarte?»

      648 Noemón, hijo de Fronio, le respondió de esta guisa: «Se la di yo mismo y de buen grado. ¿Qué hiciera cualquier otro, pidiéndosela un varón tan ilustre y lleno de cuidados? Difícil hubiese sido negársela. Los mancebos que le acompañan son los que más sobresalen en el pueblo, entre nosotros, y como capitán vi embarcarse á Méntor ó á un dios que en todo le era semejante. Mas, de una cosa estoy asombrado; ayer, cuando apuntaba la aurora, vi aquí al divinal Méntor y entonces se embarcó para ir á Pilos.»

      657 Dicho esto, fuése Noemón á la casa de su padre. Indignáronse en su corazón soberbio Antínoo y Eurímaco; y los demás pretendientes se sentaron con ellos, cesando de jugar. Y ante todos habló Antínoo, hijo de Eupites, que estaba afligido y tenía las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego:

      663 «¡Oh dioses! ¡Gran proeza ha realizado orgullosamente Telémaco con ese viaje! ¡Y decíamos que no lo llevaría á efecto! Contra la voluntad de muchos se fué el niño, habiendo logrado botar una nave y elegir á los mejores del pueblo. De aquí adelante comenzará á ser un peligro para nosotros; ojalá que Júpiter le aniquile las fuerzas, antes que llegue á la flor de la juventud. Mas, ea, proporcionadme ligero bajel y veinte compañeros, y le armaré una emboscada cuando vuelva, acechando su retorno en el estrecho que separa á Ítaca de la escabrosa Samos, á fin de que le resulte funestísima la navegación que emprendió por saber noticias de su padre.»

      673 Así les dijo. Todos lo aprobaron, exhortándole á ponerlo por obra; y levantándose, se fueron en seguida al palacio de Ulises.

      675 No tardó Penélope en saber los propósitos que los pretendientes formaban en secreto, porque se lo dijo el heraldo Medonte, que oyó lo que hablaban desde el exterior del patio mientras en éste urdían la trama. Entró, pues, en la casa para contárselo á Penélope; y ésta, al verle en el umbral, le habló diciendo:

      681 «¡Heraldo! ¿Con qué objeto te envían los ilustres pretendientes? ¿Acaso para decir á las esclavas del divino Ulises que suspendan el trabajo y les preparen el festín? Ojalá dejaran de pretenderme y de frecuentar esta morada, celebrando hoy su postrera y última comida. Oh vosotros, los que, reuniéndoos á menudo, consumís los muchos bienes que constituyen la herencia del prudente Telémaco: ¿no oísteis decir á vuestros padres, cuando erais todavía niños, de qué manera los trataba Ulises que á nadie hizo agravio ni profirió en el pueblo palabras ofensivas, como acostumbran hacer los divinales reyes, que aborrecen á unos hombres y aman á otros? Jamás cometió aquél la menor iniquidad contra hombre alguno; y ahora son bien patentes vuestro ánimo y vuestras malvadas acciones, porque ninguna gratitud sentís por los beneficios.»

      696 Entonces le respondió Medonte, que concebía sensatos pensamientos: «Fuera ése, oh reina, el mal mayor. Pero los pretendientes fraguan ahora otro más grande y más grave, que ojalá el Saturnio no lleve á término. Propónense matar á Telémaco con el agudo bronce, al punto que llegue á este palacio; pues ha ido á la sagrada Pilos y á la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.»

      703 Tal dijo. Penélope sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas, al fin hubo de responder con estas palabras:

      707 «¡Heraldo! ¿Por qué se fué mi hijo? Ninguna necesidad tenía de embarcarse en las naves de ligero curso, que sirven á los hombres como caballos por el mar y atraviesan la grande extensión del agua. ¿Lo hizo acaso para que ni memoria quede de su nombre entre los mortales?»

      711 Le contestó Medonte, que concebía sensatos pensamientos: «Ignoro si le incitó alguna deidad ó fué únicamente su corazón quien le impulsó á ir á Pilos para saber noticias de la vuelta de su padre, y tampoco sé cuál suerte le haya cabido.»

      715 En diciendo esto, fuése por la morada de Ulises. Apoderóse de Penélope el dolor, que destruye los ánimos, y ya no pudo permanecer sentada en la silla, habiendo muchas en la casa; sino que se sentó en el umbral del labrado aposento y lamentábase de tal modo que inspiraba compasión. En torno suyo plañían todas las esclavas del palacio, así las jóvenes como las viejas. Y díjoles Penélope, mientras derramaba abundantes lágrimas: «Oídme, amigas; pues el Olímpico me ha dado más pesares que á ninguna de las que conmigo nacieron y se criaron: anteriormente perdí un egregio esposo que tenía el ánimo de un león y descollaba sobre los dánaos en toda clase de excelencias, varón ilustre cuya fama se difundía por la Hélade y en medio de Argos; y ahora las tempestades se habrán llevado del palacio á mi hijo querido, sin gloria y sin que ni siquiera me enterara de su partida. ¡Crueles! ¡Á ninguna de vosotras le vino á las mientes hacerme levantar de la cama, y supisteis con certeza cuándo aquél se fué á embarcar en la cóncava y negra nave! Pues de llegar á mis oídos que proyectaba ese viaje, quedárase en casa, por deseoso que estuviera de partir, ó me hubiese dejado muerta en el palacio. Vaya alguna á llamar prestamente al anciano Dolio, mi esclavo, el que me dió mi padre cuando vine aquí y cuida de mi huerto poblado de muchos árboles, para que corra á encontrar á Laertes y se lo cuente todo; por si Laertes, ideando algo, sale á quejarse de los ciudadanos que desean exterminarle el linaje, el de Ulises igual á un dios.»

      742 Díjole entonces Euriclea, su nodriza amada: «¡Niña querida! Ya me mates con el cruel bronce, ya me dejes viva en el palacio, nada te quiero ocultar. Yo lo supe todo y di á Telémaco cuanto me ordenara—pan y dulce vino—pero hízome prestar solemne juramento de que no te lo dijese hasta el duodécimo día ó hasta que te aquejara el deseo de verle ú oyeras decir que había partido, á fin de evitar que lloraras, dañando así tu hermoso cuerpo. Mas ahora, sube


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