La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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todos los aqueos con sujetarle continuamente hasta que te apartó de allí Palas Minerva.»

      290 Replicóle el prudente Telémaco: «¡Atrida Menelao, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! Más doloroso es que sea así, pues ninguna de estas cosas le libró de una muerte deplorable, ni la evitara aunque tuviese un corazón de hierro. Mas, ea, mándanos á la cama para que, acostándonos, nos regalemos con el dulce sueño.»

      296 Dijo. La argiva Helena mandó á las esclavas que pusieran lechos debajo del pórtico, los proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen por encima colchas, y dejasen en ellos afelpadas túnicas para abrigarse. Las doncellas salieron del palacio con hachas encendidas y aderezaron las camas, y un heraldo acompañó á los huéspedes. Así se acostaron en el vestíbulo de la casa el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor; mientras que el Atrida durmió en el interior de la excelsa morada y junto á él Helena, la de largo peplo, la divina sobre todas las mujeres.

      306 Mas, al punto que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, Menelao, valiente en el combate, se levantó de la cama, púsose sus vestidos, colgóse al hombro la aguda espada, calzó sus blancos pies con hermosas sandalias y, parecido á un dios, salió de la habitación, fué á sentarse junto á Telémaco, llamóle y así le dijo:

      312 «¡Héroe Telémaco! ¿Qué necesidad te ha obligado á venir aquí, á la divina Lacedemonia, por el ancho dorso del mar? ¿Es un asunto del pueblo ó propio tuyo? Dímelo francamente.»

      315 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Atrida Menelao, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! He venido por si me pudieres dar alguna nueva de mi padre. Consúmese todo lo de mi casa y se pierden las ricas heredades: el palacio está lleno de hombres malévolos que, pretendiendo á mi madre y portándose con gran insolencia, matan continuamente las ovejas de mis copiosos rebaños y los flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Por tal razón vengo á abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquél, ora la hayas visto con tus ojos, ora la hayas oído referir á algún peregrino, que muy sin ventura lo parió su madre. Y nada atenúes por respeto ó compasión que me tengas; al contrario, entérame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Ulises, te cumplió algún día su palabra ó llevó al cabo una acción que te hubiese prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos, acuérdate de la misma y dime la verdad de lo que te pregunto.»

      332 Y el rubio Menelao le contestó indignadísimo: «¡Oh dioses! En verdad que pretenden dormir en la cama de un varón muy esforzado aquellos hombres tan cobardes. Así como una cierva puso sus hijuelos recién nacidos en la guarida de un bravo león y fuése á pacer por los bosques y los herbosos valles, y el león volvió á la madriguera y dió á entrambos cervatillos indigna muerte; de semejante modo también Ulises les ha de dar á aquéllos vergonzosa muerte. Ojalá se mostrase, ¡oh padre Júpiter, Minerva, Apolo!, tal como era cuando en la bien construída Lesbos se levantó contra el Filomelida, en una disputa, y luchó con él, y lo derribó con ímpetu, de lo cual se alegraron todos los aqueos; si, mostrándose tal, se encontrara Ulises con los pretendientes, fuera corta la vida de éstos y las bodas les resultarían muy amargas. Pero en lo que me preguntas y suplicas que te cuente, no querría apartarme de la verdad ni engañarte; y de cuantas cosas me refirió el veraz anciano de los mares, no te callaré ni ocultaré ninguna.

      351 »Los dioses me habían detenido en Egipto, á pesar de mi anhelo de volver acá, por no haberles sacrificado hecatombes perfectas; que las deidades quieren que no se nos vayan de la memoria sus mandamientos. Hay en el alborotado ponto una isla, enfrente del Egipto, que la llaman Faro y se halla tan lejos de él cuanto puede andar en todo el día una cóncava embarcación si la empuja sonoro viento. Tiene la isla un puerto magnífico desde el cual echan al ponto las bien proporcionadas naves, después de hacer aguada en un manantial profundo. Allí me tuvieron los dioses veinte días, sin que se alzaran los vientos favorables que soplan en el mar y conducen los navíos por su ancho dorso. Ya todos los bastimentos se me iban agotando y también menguaba el ánimo de los hombres; pero me salvó una diosa que tuvo piedad de mí: Idotea, hija del fuerte Proteo, el anciano de los mares; la cual, sintiendo conmovérsele el corazón, se me hizo encontradiza mientras vagaba solo y apartado de mis hombres, que andaban continuamente por la isla pescando con corvos anzuelos, pues el hambre les atormentaba el vientre. Paróse Idotea y díjome estas palabras:

      371 «¡Forastero! ¿Eres así, tan simple é inadvertido? ¿Ó te abandonas voluntariamente y te huelgas de pasar dolores, puesto que detenido en la isla, desde largo tiempo, no hallas medio de poner fin á semejante situación á pesar de que ya desfallece el ánimo de tus amigos?»

      375 »Tal habló, y le respondí de este modo: «Te diré, seas cual fueres de las diosas, que no estoy detenido por mi voluntad; sino que debo de haber pecado contra los inmortales que habitan el anchuroso cielo. Mas revélame—ya que los dioses lo saben todo—cuál de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar á la patria, atravesando el mar en peces abundoso.»

      382 »Así le hablé. Contestóme en el acto la divina entre las diosas: «¡Oh forastero! Voy á informarte con gran sinceridad. Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Neptuno: dicen que es mi padre, que fué él quien me engendró. Si, poniéndote en asechanza, lograres agarrarlo de cualquier manera, te diría el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás restituirte á la patria, atravesando el mar en peces abundoso. Y también te relataría, oh alumno de Júpiter, si deseares saberlo, lo malo ó lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer este viaje largo y difícil.»

      394 »Tales fueron sus palabras; y le contesté diciendo: «Enséñame tú la asechanza que he de tender al divinal anciano: no sea que me descubra antes de tiempo ó llegue á conocer mi propósito, y se escape; que es muy difícil para un hombre mortal sujetar á un dios.»

      398 »Así le dije, y respondióme la divina entre las diosas: «¡Oh forastero! Voy á instruirte con gran sinceridad. Cuando el sol, siguiendo su curso, llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro. En seguida se acuesta en honda gruta y á su alrededor se ponen á dormir, todas juntas, las focas de natátiles pies, hijas de la hermosa Halosidne, que salen del espumoso mar exhalando el acerbo olor del mar profundísimo. Allí he de llevarte, al romper el día, á fin de que te pongas acostado y contigo los tuyos por el debido orden; que para ello escogerás tres compañeros, los mejores que tengas en las naves de muchos bancos. Voy á decirte todas las astucias del anciano. Primero contará las focas, paseándose por entre ellas; y, después de contarlas de cinco en cinco y de mirarlas todas, se acostará en el centro como un pastor en medio del ganado. Tan pronto como le viereis dormido, cuidad de tener fuerza y valor, y sujetadle allí mismo aunque desee é intente escaparse. Entonces probará de convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua, y en ardentísimo fuego; pero vosotros tenedle con firmeza y apretadle más. Y cuando te interrogue con palabras, mostrándose tal como lo visteis dormido, abstente de emplear la violencia: deja libre al anciano, oh héroe, y pregúntale cuál de las deidades se te opone y cómo podrás volver á la patria, atravesando el mar en peces abundoso.»

Ilustración de cabeza de capítulo

      Salvóme una diosa, Idotea, la cual me salió al encuentro y me dijo...

      (Canto IV, versos 364 á 370.)

      425 »Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Yo me encaminé á las naves, que se hallaban sobre las arenas del litoral, mientras mi corazón revolvía muchos propósitos. Apenas hube llegado á mi bajel y al mar, aparejamos la cena; vino en seguida la divinal noche y nos acostamos en la playa. Y, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, me fuí á la orilla del mar, de anchos caminos, haciendo fervientes súplicas á los dioses; y me llevé los tres compañeros en quienes tenía más confianza para cualquier empresa.

      435


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