La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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la terrible cólera de Minerva. ¡Oh necio! ¡No alcanzaba que no había de convencerla, porque no cambia de súbito la mente de los sempiternos dioses! Así ambos, después de altercar con duras palabras, seguían en pie; y los aqueos, de hermosas grebas, se levantaron, produciéndose un vocerío inmenso, porque uno y otro parecer tenían sus partidarios. Aquella noche la pasamos revolviendo en nuestra inteligencia graves propósitos los unos contra los otros, pues ya Júpiter nos aparejaba funestas calamidades. Al descubrirse la aurora, echamos las naves al mar divino y embarcamos nuestros bienes y las mujeres de estrecha cintura. La mitad del pueblo se quedó allí con el Atrida Agamenón, pastor de hombres; y los restantes nos hicimos á la mar, pues un numen calmó el ponto, que abunda en grandes cetáceos. No bien llegamos á Ténedos, ofrecimos sacrificios á los dioses con el anhelo de tornar á nuestras casas; pero Júpiter aún no tenía ordenada la vuelta y suscitó ¡oh cruel! una nueva y perniciosa disputa. Y los que acompañaban á Ulises, rey prudente y sagaz, se volvieron en los corvos bajeles para complacer nuevamente á Agamenón Atrida. Pero yo, con las naves que juntas me seguían, continué huyendo, porque comprendí que alguna divinidad meditaba causarnos daño. Huyó también el belicoso hijo de Tideo con los suyos, después de incitarlos á que le siguieran, y juntósenos algo más tarde el rubio Menelao, el cual nos encontró en Lesbos mientras deliberábamos acerca de la larga navegación que nos esperaba, á saber, si pasaríamos por cima de la escabrosa Quíos, hacia la isla de Psiria para dejar esta última á la izquierda, ó por debajo de la primera á lo largo del ventoso Mimante. Suplicamos á la divinidad que nos mostrase alguna señal y nos la dió ordenándonos que atravesáramos el piélago hacia la Eubea, á fin de que huyéramos lo antes posible del infortunio venidero. Comenzó á soplar un sonoro viento, y las naves, surcando con gran celeridad el camino abundante en peces, llegaron por la noche á Geresto: allí ofrecimos á Neptuno buen número de muslos de toro por haber hecho la travesía del dilatado piélago. Ya era el cuarto día cuando los compañeros de Diomedes Tidida, domador de caballos, se detuvieron en Argos con sus bien proporcionadas naves; pero yo tomé la rota de Pilos y nunca me faltó el viento desde que un dios lo enviara para que soplase. Así vine, hijo querido, sin saber nada, ignorando cuáles aqueos se salvaron y cuáles perecieron. Mas, cuanto oí referir desde que torné á mi palacio lo sabrás ahora, como es justo; que no debo ocultarte nada. Dicen que han llegado bien los valerosos mirmidones á quienes conducía el hijo ilustre del magnánimo Aquiles; que asimismo aportó con felicidad Filoctetes, hijo preclaro de Peante; y que Idomeneo llevó á Creta todos sus compañeros que escaparon de los combates, sin que el mar le quitara ni uno solo. Del Atrida vosotros mismos habréis oído contar, aunque vivís tan lejos, cómo vino y cómo Egisto le aparejó una deplorable muerte. Pero de lamentable modo hubo de pagarlo. ¡Cuán bueno es para el que muere dejar un hijo! Así Orestes se ha vengado del matador de su padre, del doloso Egisto, que le había muerto á su ilustre progenitor. También tú, amigo, ya que veo que eres gallardo y de elevada estatura, sé fuerte para que los venideros te elogien.»

      201 Contestóle el prudente Telémaco: «¡Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! Aquél tomó no poca venganza y los aquivos difundirán su excelsa gloria que llegará á conocimiento de los futuros hombres. ¡Hubiéranme concedido los dioses bríos bastantes para castigar la penosa soberbia de los pretendientes, que me insultan maquinando inicuas acciones! Mas los dioses no nos otorgaron tamaña ventura ni á mi padre ni á mí, y ahora es preciso soportarlo todo.»

      210 Respondióle Néstor, el caballero gerenio: «¡Oh amigo! Ya que me recuerdas lo que has contado, afirman que son muchos los que, pretendiendo á tu madre, cometen á despecho tuyo acciones inicuas en el palacio. Dime si te sometes voluntariamente ó te odia quizás la gente del pueblo, á causa de lo revelado por un dios. ¿Quién sabe si algún día castigará esas demasías tu propio padre viniendo solo ó juntamente con todos los aqueos? Ojalá Minerva, la de los brillantes ojos, te quisiera como en otro tiempo se cuidaba del glorioso Ulises en el país troyano, donde los aqueos padecimos tantos males—que nunca oí que los dioses amasen tan manifiestamente á ninguno como á él le asistía Palas Minerva,—pues si de semejante modo la diosa te quisiera y se cuidara de ti en su corazón, alguno de los pretendientes tendría que olvidarse de las nupcias.»

      225 Replicóle el prudente Telémaco: «¡Oh anciano! Ya no creo que tales cosas se cumplan. Es muy grande lo que dijiste y me tienes pasmado, mas no espero que se realice aunque así lo quieran los mismos dioses.»

      229 Díjole Minerva, la deidad de los brillantes ojos: «¡Telémaco! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! Fácil le es á una deidad, cuando lo quiere, salvar á un hombre aun desde lejos. Y yo preferiría restituirme á mi casa y ver lucir el día de la vuelta, habiendo pasado muchos males, á perecer tan luego como llegara á mi hogar; como Agamenón, que murió en la celada que le tendieron Egisto y su propia esposa. Mas ni aun los dioses pueden librar de la muerte, igual para todos, á un hombre que les sea caro, después que se ha apoderado del mismo la Parca funesta de la aterradora muerte.»

      239 Contestóle el prudente Telémaco: «¡Méntor! No hablemos más de tales cosas, aunque nos sintamos afligidos. Ya la vuelta de aquél no puede realizarse; pues los inmortales deben de haberle enviado la muerte y el negro destino. Pero ahora quiero interrogar á Néstor y hacerle otra pregunta, ya que en justicia y prudencia sobresale entre todos y dicen que ha reinado durante tres generaciones de hombres; de suerte que, al contemplarlo, me parece un inmortal. ¡Oh Néstor Nelida! Dime la verdad. ¿Cómo murió el poderosísimo Agamenón Atrida? ¿Dónde estaba Menelao? ¿Qué género de muerte fué la que urdió el doloso Egisto, para que pereciera un varón que tanto le aventajaba? ¿Fué quizás el no encontrarse Menelao en Argos, la de Acaya, pues andaría peregrino entre otras gentes, la causa de que Egisto cobrara espíritu y matase á aquel héroe?»

      253 Respondióle Néstor, el caballero gerenio: «Te diré, hijo mío, la verdad pura. Ya puedes imaginar cómo el hecho ocurrió. Si el rubio Menelao Atrida, al volver de Troya, hallara en el palacio á Egisto, vivo aún, ni tan sólo hubiesen cubierto de tierra el cadáver de éste: arrojado á la llanura, lejos de la ciudad, lo despedazaran los perros y las aves de rapiña, sin que le llorase ninguna de las aqueas, porque había cometido una maldad muy grande. Pues mientras nosotros permanecíamos allá, realizando muchas empresas belicosas, él se estaba tranquilo en lo más hondo de Argos, tierra criadora de corceles, y ponía gran empeño en seducir con sus palabras á la esposa de Agamenón. Al principio la divinal Clitemnestra rehusó cometer el hecho infame, porque tenía buenos sentimientos y la acompañaba un aedo á quien el Atrida, al partir para Troya, encargó en gran manera que la guardase. Mas, cuando vino el momento en que, cumpliéndose el hado de los dioses, tenía que sucumbir, Egisto condujo al aedo á una isla inhabitada, donde lo abandonó para que fuese presa y pasto de las aves de rapiña; y llevóse de buen grado á su casa á la mujer, que también lo deseaba, quemando después gran cantidad de muslos en los sacros altares de los dioses y colgando muchas figuras, tejidos y oro, por haber salido con la gran empresa que nunca su ánimo esperara llevar al cabo. Veníamos, pues, de Troya el Atrida y yo, navegando juntos y en buena amistad; pero, así que arribamos al sacro promontorio de Sunio, cerca de Atenas, Febo Apolo mató con sus suaves flechas al piloto de Menelao, á Frontis Onetórida, que entonces tenía en las manos el timón del barco y á todos vencía en el arte de gobernar una embarcación cuando arreciaban las tempestades. Así fué cómo, á pesar de su deseo de proseguir el camino, se vió obligado á detenerse para enterrar al compañero y hacerle las honras funerales. Luego, atravesando el vinoso ponto en las cóncavas naves, pudo llegar á toda prisa al elevado promontorio de Malea, y el longividente Júpiter hízole trabajoso el camino con enviarle vientos de sonoro soplo y olas hinchadas, enormes, que parecían montañas. Entonces el dios dispersó las naves y á algunas las llevó hacia Creta donde habitaban los cidones, junto á las corrientes del Yárdano. Hay en el obscuro ponto una peña escarpada y alta que sale al mar cerca de Gortina: allí el Noto lanza las olas contra el promontorio de la izquierda, contra Festo, y una roca pequeña rompe la grande oleada. En semejante sitio fueron á dar y costóles mucho escapar con vida; pues, habiendo las olas arrojado los bajeles contra los escollos, padecieron naufragio. Menelao, con cinco naves de cerúlea proa, aportó á Egipto, adonde el viento y el mar le habían conducido; y en tanto que con sus galeras iba errante por extraños países,


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