La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer


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falta del todo la inteligencia de Ulises, puedes concebir la esperanza de dar fin á tales obras. No te preocupes, pues, por lo que resuelvan ó mediten los insensatos pretendientes; que éstos ni tienen cordura ni practican la justicia, y no saben que se les acerca la muerte y el negro hado para que todos acaben en un mismo día. Ese viaje que deseas emprender, no se diferirá largo tiempo: soy tan amigo tuyo por tu padre, que aparejaré una velera nave y me iré contigo. Vuelve á tu casa, mézclate con los pretendientes y ordena que se dispongan provisiones en las oportunas vasijas, echando el vino en ánforas y la harina, que es la sustentación de los hombres, en fuertes pellejos; y mientras tanto juntaré, recorriendo la población, á los que voluntariamente quieran acompañarte. Muchas naves hay, entre nuevas y viejas, en Ítaca, rodeada por el mar: después de ojearlas, elegiré para ti la que sea mejor y luego que esté equipada la botaremos al anchuroso ponto.»

      296 Así habló Minerva, hija de Júpiter; y Telémaco no demoró mucho tiempo después que hubo escuchado la voz de la deidad. Fuése á su casa con el corazón afligido, y halló á los soberbios pretendientes que desollaban cabras y asaban puercos cebones en el recinto del patio. Entonces Antínoo, riéndose, salió al encuentro de Telémaco, le tomó la mano y le dijo estas palabras:

      303 «¡Telémaco altílocuo, incapaz de moderar tus ímpetus! No revuelvas en tu pecho malas acciones ó palabras, y come y bebe conmigo como hasta aquí lo hiciste. Y los aqueos te prepararán todas aquellas cosas, una nave y remeros escogidos, para que muy pronto vayas á la divina Pilos en busca de nuevas de tu ilustre padre.»

      309 Replicóle el prudente Telémaco: «¡Antínoo! No es posible que yo permanezca callado entre vosotros, tan soberbios, y coma y me regocije tranquilamente. ¿Acaso no basta que los pretendientes me hayáis destruído muchas y excelentes cosas, mientras fuí muchacho? Ahora que soy hombre y sé lo que ocurre, escuchando lo que los demás dicen, y crece en mi pecho el ánimo, intentaré daros malas muertes, sea acudiendo á Pilos, sea aquí en esta población. Pasajero me iré—y no será infructuoso el viaje de que hablo—pues no tengo nave ni remadores; que sin duda os pareció más conveniente que así fuera.»

      321 Dijo, y desasió su mano de la de Antínoo. Los pretendientes, que andaban preparando el banquete dentro de la casa, se mofaban de Telémaco y le zaherían con palabras. Y uno de aquellos jóvenes soberbios habló de esta manera:

      325 «Sin duda piensa Telémaco cómo darnos muerte: traerá valedores de la arenosa Pilos ó de Esparta, ¡tan vehemente es su deseo!, ó quizás se proponga ir á la fértil tierra de Éfira para llevarse drogas mortíferas y echarlas luego en la cratera, á fin de acabar con todos nosotros.»

      331 Y otro de los jóvenes soberbios repuso acto continuo: «¿Quién sabe si, después de partir en el cóncavo bajel, morirá lejos de los suyos vagando como Ulises? Mayor fuera entonces nuestro trabajo, pues repartiríamos todos sus bienes y daríamos esta casa á su madre y á quien la desposara para que en común la poseyesen.»

      337 Así decían. Telémaco bajó á la anchurosa y elevada cámara de su padre, donde había montones de oro y de bronce, vestiduras guardadas en arcas y gran copia de odorífero aceite. Allí estaban las tinajas del dulce vino añejo, repletas de bebida pura y divinal, y arrimadas ordenadamente á la pared; por si algún día volviere Ulises á su casa, después de haber padecido multitud de pesares. La puerta tenía dos hojas sólidamente adaptadas y sujetas por la cerradura; y junto á ella hallábase de día y de noche, custodiándolo todo con precavida mente, una despensera: Euriclea, hija de Ops Pisenórida. Entonces Telémaco la llamó á la estancia y le dijo:

      349 «¡Ama! Vamos, ponme en ánforas dulce vino, el que sea más suave después del que guardas para aquel infeliz; esperando siempre que torne Ulises, de jovial linaje, por haberse librado de la muerte y del destino. Llena doce ánforas y ciérralas con sus tapaderas. Aparta también veinte medidas de harina de trigo, y échalas en pellejos bien cosidos. Tú sola lo sepas. Esté todo aparejado y junto, pues vendré á tomarlo al anochecer, así que mi madre se vaya arriba á recogerse. Que quiero hacer un viaje á Esparta y á la arenosa Pilos, por si logro averiguar ú oir algo del regreso de mi padre.»

      361 Así habló. Echóse á llorar su ama Euriclea y, suspirando, díjole estas aladas palabras:

      363 «¡Hijo amado! ¿Cómo te ha venido á las mientes tal propósito? ¿Adónde quieres ir por apartadas tierras, siendo unigénito y tan querido? Ulises, el de jovial linaje, murió lejos de la patria, en un pueblo ignoto. Así que partas, éstos maquinarán cosas inicuas para matarte con algún engaño y repartirse después todo lo tuyo. Quédate aquí, cerca de tus bienes; que nada te obliga á padecer infortunios yendo por el estéril ponto, ni á vagar de una parte á otra.»

      371 Contestóle el prudente Telémaco: «Tranquilízate, ama; que esta resolución no se ha tomado sin que un dios lo quiera. Pero júrame que nada dirás á mi madre hasta que transcurran once ó doce días, ó hasta que la aqueje el deseo de verme ú oiga decir que he partido; para evitar que llore y dañe así su hermoso cuerpo.»

      377 Tal dijo; y la anciana prestó el solemne juramento de los dioses. En acabando de jurar, ella, sin perder un instante, envasó el vino en ánforas y echó la harina en pellejos bien cosidos; y Telémaco volvió á subir y se juntó con los pretendientes.

      382 Entonces Minerva, la deidad de los brillantes ojos, ordenó otra cosa. Tomó la figura de Telémaco, recorrió la ciudad, habló con distintos varones y les encargó que al anochecer se reunieran junto al barco. Pidió también una velera nave al hijo preclaro de Fronio, á Noemón, y éste se la cedió gustoso.

      388 Púsose el sol y las tinieblas ocuparon todos los caminos. En aquel instante la diosa echó al mar la ligera embarcación y colocó en la misma cuantos aparejos llevan las naves de muchos bancos. Condújola después á una extremidad del puerto, juntáronse muchos y excelentes compañeros, y Minerva los alentó á todos.

      393 Entonces Minerva, la deidad de los brillantes ojos, ordenó otra cosa. Fuése al palacio del divinal Ulises, infundióles á los pretendientes dulce sueño, les entorpeció la mente en tanto que bebían, é hizo que las copas les cayeran de las manos. Todos se apresuraron á irse por la ciudad y acostarse, pues no estuvieron mucho tiempo sentados desde que el sueño les cayó sobre los párpados. Y Minerva, la de los brillantes ojos, que había tomado la figura y la voz de Méntor, dijo á Telémaco después de llamarle afuera del cómodo palacio:

      402 «¡Telémaco! Tus compañeros, de hermosas grebas, ya se han sentado en los bancos para remar, y sólo esperan tus órdenes. Vámonos y no tardemos en comenzar el viaje.»

      405 Cuando así hubo hablado, Palas Minerva echó á andar aceleradamente, y Telémaco fué siguiendo las pisadas de la diosa. Llegaron á la nave y al mar, y hallaron en la orilla á los compañeros de larga cabellera. Y el esforzado y divinal Telémaco les habló diciendo:

      410 «Venid, amigos, y traigamos los víveres; que ya están dispuestos y apartados en el palacio. Mi madre nada sabe, ni las criadas tampoco; á excepción de una, que es la única persona á quien se lo he dicho.»

      Acomodáronse en la popa Minerva y Telémaco, los marineros soltaron las amarras y el navío echó á andar al soplo del Céfiro

      (Canto II, versos 416 á 421.)

      413 Cuando así hubo hablado, se puso en camino y los demás le siguieron. En seguida se lo llevaron todo y lo cargaron en la nave de muchos bancos, como el amado hijo de Ulises lo ordenara. Acto continuo embarcóse Telémaco, precedido por Minerva que tomó asiento en la popa y él á su lado, mientras los compañeros quitaban las amarras y se acomodaban en los bancos. Minerva, la de los brillantes ojos, envióles próspero viento: el fuerte Céfiro, que resonaba por el vinoso ponto. Telémaco exhortó á sus compañeros, mandándoles que aparejasen la jarcia, y su amonestación fué atendida. Izaron el mástil de abeto, lo metieron en el travesaño, lo ataron con sogas, y al instante descogieron la blanca vela con correas bien torcidas. Hinchió


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