Orden fálico. Juan Vicente Aliaga

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Orden fálico -  Juan Vicente Aliaga


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de la intervención médica[1]. Una vez cartografiado y trazado el cuerpo, clasificado en el proceso de socialización y de conformación a lo establecido, que empieza de hecho antes del nacimiento, las varas de medir son claramente distintas. Presumir que cada persona nacida con una anatomía considerada femenina adopta una identidad de género femenina es una falacia. Lo mismo sucede en el caso de la anatomía masculina y la identidad de género masculina.

      Es ese marco cultural el que hace entendible que sea habitual que a los niños se les toleren más conductas agresivas y violentas sobre la creencia de que estos actos fortalecen la masculinidad. Desde una perspectiva crítica con la divisoria de género no hay duda de que los niños aprenden a serlo y a identificarse con su género, entre otras, a través de los comportamientos violentos. Sin embargo, en su evolución posterior no todos los niños responden de la manera esperada. Es fácilmente constatable la existencia de niñas de actitudes violentas. Con esto se da claramente a entender que hay múltiples respuestas ante estímulos forzados u obligados en la educación.

      Hemos regresado así al origen del que partía al inicio en el que los hipotéticos progenitores realizaban preparativos en función de lo que creen inherente a lo que debe ser un niño o una niña, según los requisitos de la normalidad heterocentrada. De ahí la dificultad de escapar de las constricciones sociales. En ese sentido conviene ser consciente de que la fantasía de una libertad absoluta en la actividad del individuo, de la persona, no es sino eso: fantasía. El sujeto, y valga la redundancia, está sujeto, preso en el lenguaje, en las leyes y normas sociales, vehiculadas mediante estrategias de poder, que son de orden fálico. Pero el sujeto, mediante la resistencia a las imposiciones y al dominio, es capaz de generar poder, parafraseando a Foucault, y por tanto cambios, transformaciones, otras formas de ver la vida.

      El objetivo de este ensayo radica en la exploración del apabullante androcentrismo y de las distintas y variadas formas y caras que adquiere la violencia de género, y por ende la multiplicidad de prismas que se pueden adoptar para la representación de la violencia machista. No es mi intención estudiar el llamado «arte de mujeres» ni tampoco el «arte de hombres», categoría ésta no acuñada pero que podría haberlo sido por un simple prurito nivelador. A nadie se le escapa que tras esta improbable denominación subyacería una orgullosa pretensión de universalidad, totalmente innecesaria pues todo arte canónico que merezca ser llamado de ese modo es de índole masculinista y avasallador en su hegemonía. O mejor dicho, y puntualizo, lo ha sido. En ese sentido el enfoque que plantearé ha de estar trabado con la historicidad y con la contingencia, que permitirá observar que la práctica artística en lo que se refiere a las cuestiones de género que me ocupan está claramente entreverada con asuntos relativos a la cultura, a la raza, a la nacionalidad, a la clase; y todos ellos sirven de factores de mediación y de intersección con el andamiaje del género.


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