Orden fálico. Juan Vicente Aliaga
Читать онлайн книгу.el único consenso posible en torno a la violencia viene dado por la constatación de que resulta una noción rechazable, inaceptable, aberrante para la convivencia pacífica. Conviene recordar que el término violencia (del latín violentia) puede acarrear algunos usos concretos, por ejemplo el ejercicio de la fuerza física contra alguien que se ve interferido brutalmente, profanado, ultrajado, atacado. Este es el significado antiguo de la palabra.
La violencia se entiende mejor cuando se define como la interferencia de un grupo o un individuo en el cuerpo de otro sin su consentimiento, de lo que se derivan una serie de efectos que pueden ir de un susto, un moratón o unos arañazos, un bulto o mal de cabeza hasta un hueso roto, un ataque al corazón, la pérdida de un miembro o incluso la muerte. La violencia, claro está, puede tomar también la forma de una agresión contra uno mismo (como el suicidio o la eutanasia «voluntaria») y puede ser intencionada, contra individuos o grupos, pero es siempre un acto relacional en el que la víctima, aunque sea involuntariamente, es tratada no como un sujeto cuya «alteridad» es reconocida y respetada, sino más bien como un simple objeto potencialmente merecedor de daño físico e incluso de destrucción[8].
En las distintas explicaciones teóricas que se han ofrecido sobre el origen de la violencia existen respuestas de todo tipo: desde la ontología ahistórica de Maquiavelo, que presupone que el hombre es esencialmente malo en cualquier época, a Montesquieu, que veía en su época la génesis de la violencia en el despotismo, o Marx, que culpaba al capitalismo de su aparición. Todas estas respuestas no aclaran sin embargo la raison d’être de la violencia de género. Según la Conferencia Mundial de la ONU sobre Derechos Humanos en 1993 y la Conferencia Mundial sobre la Mujer, realizada en Pekín en 1995, se establece que la violencia de género es la que pone en peligro los derechos fundamentales, la libertad individual y la integridad física de las mujeres. Y lo que es más, se especifica que «violencia contra la mujer» significa cualquier acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino, que tenga o pueda tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, que incluye las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se produce en la vida pública como en la privada. Abarca un conjunto significativo de actos:
a) La violencia física, sexual o psicológica que tenga lugar en la familia, incluyendo los malos tratos, el abuso sexual de niñas en el ámbito familiar, la violencia relacionada con la dote, la violación marital, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales dañinas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros miembros de la familia y la violencia referida a la explotación.
b) La violencia física, sexual o psicológica que suceda dentro de la comunidad, que incluye la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexual en el trabajo, en instituciones educacionales o en otros lugares de la comunidad, el tráfico sexual de las mujeres y la prostitución forzada.
c) La violencia física, sexual o psicológica perpetrada o tolerada por el Estado donde quiera que ésta ocurra[9].
El alcance de estas definiciones y sus implicaciones de tipo legal, penal, social comprende contextos y parámetros sociales, políticos y nacionales de nivel planetario harto disímiles. Parece preciso hacer esta salvedad pues las manifestaciones de violencia sexista no se producen siguiendo los mismos métodos y procedimientos, de acuerdo con la cultura, la religión y el peso de las ataduras históricas que se pueden dar en un país como Bangladesh respecto de otro como Suecia. En ese sentido, centrándome por un momento en la especificidad política del Estado español, desde la que escribo este ensayo, y teniendo en cuenta el debate suscitado por algunas tendencias o ramas feministas a raíz de la aprobación de la ley contra la violencia de género (28 de diciembre de 2004), importa dejar constancia de la existencia de distintas posiciones críticas y de las aristas y conflictos ideológicos que ha generado a partir de distintas concepciones del género. Para ello reproduzco el punto de vista de Empar Pineda, portavoz de la corriente Las otras feministas cuyo manifiesto «Un feminismo que también existe», publicado el 8 de marzo de 2006, recoge las divergencias de este sector respecto del feminismo oficial, mayoritario.
Aplaudimos la preocupación del Gobierno por legislar unas materias que hasta ahora pertenecían al ámbito privado. Lo que nos preocupa es la filosofía de estas leyes; sobreprotectora, como si necesitásemos una tutela por parte del Estado y, en el caso de la ley contra la violencia de género, como si las mujeres fueran víctimas, y punitiva, con la aplicación del código penal para la resolución de los problemas interpersonales hombre-mujer. Tendría que haber, en la mayor parte de los casos, otras formas de resolución. No queremos decir con esto que no haya conductas de varones que merezcan efectivamente la aplicación del código penal, lo que ocurre es que no somos partidarias de que se aplique sistemáticamente en todos los casos. Estamos acostumbradas a pensar en el caso extremo de la violencia machista, en los homicidios. Pero antes hay todo un camino previo donde habría que plantear soluciones y dotadas con recursos públicos. No somos partidarias de ese otro feminismo que aparece en exclusiva en los medios últimamente, no creemos que los hombres y las mujeres tengamos una naturaleza distinta blindada, sino que somos producto de unas circunstancias históricas, culturales, sociales... y podemos cambiar. Las mujeres lo hemos hecho gracias al movimiento feminista. Y creemos que los hombres también pueden hacerlo. No entendemos por qué no hay terapias para los maltratadores que aún no han cometido actos graves de violencia, por qué la ley no ha puesto en práctica recursos en materia educativa o social que aliviarían esas situaciones. Tampoco hay un fondo de garantía de pensiones para que una mujer maltratada no tenga que depender de su ex marido hasta que esté en condiciones de ganarse la vida. En cualquier caso, para las leyes aprobadas el Gobierno contó con esa otra parte del movimiento feminista que luego, curiosamente, se volvió en contra de algunas de las medidas que plantean. Quizá no sea casualidad que ahora, para la ley de igualdad, no ha contado con ese sector del movimiento. Puede que la experiencia no le haya agradado del todo[10].
Con esta inmersión, aun parcial, en la realidad política concreta de los debates acerca de una cuestión primordial en la España contemporánea, paso a adentrarme en distintos aspectos constitutivos de la violencia que ejercen las normas de género, a veces invisibles e imperceptibles pero no por ello menos constrictivas. Desde ahí, y con ese bagaje, dispondré de las herramientas adecuadas para sopesar su aplicación en las prácticas artísticas surgidas a lo largo del siglo XX. Dicho esto, conviene puntualizar que los discursos y representaciones artísticas a estudiar lo serán sin fijar separaciones estancas y estabuladas sobre el sujeto de producción (mujer, hombre, trans o ajeno a estas categorías). Parto del principio de que la relacionalidad y la diversidad son ejes clave que afectan a la creación artística, promovida por un sujeto al margen de la posición sexuada que ocupe, a sabiendas de que probablemente tuvo que lidiar con la existencia de planteamientos hegemónicos de orden fálico.
El principio androcéntrico rige nuestras sociedades. Las movilizaciones y la inmensa agitación de conciencias que ha producido el feminismo, en sus distintas ramas y organizaciones en el siglo XX, ha sido capital para transformar las ideas recibidas, sin embargo no ha conseguido derribar completamente las estructuras de opresión[11] asentadas en la divisoria de géneros y en la praxis de la desigualdad. Más difícil todavía supone bregar por erosionar la violencia simbólica, inserta en los códigos de género aplicados sutilmente para imponer la hegemonía patriarcal a través de estrategias fálicas.
Este ensayo no aspira a la exhaustividad, ni pretende aquilatar todo el saber y el conocimiento sobre la materia analizada –sería absurdo e irrealizable, amén de pretencioso– ni por ende recoge de forma completa todas las representaciones de la violencia de género, sea ésta física, psicológica o simbólica en la cultura visual y artística del siglo XX. Trata más bien de ubicar en la continuidad de una centuria la presencia, a menudo invisibilizada por la historiografía del arte (tanto la formalista como la estructuralista y otras corrientes), de manifestaciones