Contratos de comercio internacional. Aníbal Sierralta

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Contratos de comercio internacional - Aníbal Sierralta


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incumplimiento obligacional. De este modo, la realidad económica ha enriquecido y ampliado los elementos contractuales permitiéndoles que, dentro del propio contrato, se resuelva cualquier conflicto, sin necesidad de acudir a la determinación de la ley aplicable ni menos del juez competente. El propio contrato se vale por sí solo y contiene sus propios mecanismos de solución de controversias, como son las garantías a primera solicitud y los créditos documentarios.

      Si los contratos internacionales son una figura nueva, aún en formación y delimitación por la cada vez más rica variedad de aspectos y asuntos económicos, no sería conveniente darles un sustento científico, encajándolos en una disciplina nueva, como es el Derecho del Comercio Internacional, cuyo nacimiento, con base en lo que se denomina la nova lex mercatoria, nos sugiere una rama original en el análisis jurídico, con algunas objeciones. Indudablemente, hay fundamento para sustentar una nueva disciplina, pero es peligroso conceptuar lo nuevo con lo reciente. «Hay que ser conservador con las cosas nuevas y liberal con las cosas conocidas», decía alguna vez monseñor Fulton Sheen.

      Los mismos defensores de la condición generalizadora y totalizante del Derecho del Comercio Internacional encuentran dificultad de explicar muchos aspectos derivados de los actos del comercio, como son los contratos, ya que para ello se utilizan conceptos y categorías jurídicas de los contratos tal como fueron desarrollados para formarse y ejecutarse en territorios y soberanías específicas.

      La teoría jurídica clásica analiza las construcciones de las diferentes instituciones y figuras por sus propios instrumentos, o sea analiza conceptos o reglas jurídicas por medio de otros conceptos o reglas; el contrato en cuanto concepto jurídico por sus propios elementos jurídicos, y estos elementos, a su vez, por el contrato en cuanto concepto jurídico, en cuanto construcción en un nivel superior. Sin embargo, este método —según E. Pachoukanis— se mostró defectuoso, ya que, si bien el contrato está basado en la libertad contractual como actividad ilimitada —salvo si la ley estipulare restricciones—, considerarlo del modo mencionado nos llevaría a admitir que bajo la teoría jurídica clásica, el contrato comprendería un Derecho privado y un Derecho público, un Derecho subjetivo y uno objetivo. «En lo que corresponde al contrato […] la fuente de los derechos subjetivos que representa debe subordinarse al derecho objetivo, que personifica el Estado (algunas veces se sustenta lo contrario) a fin de que la libertad individual, que constituye la base y es su esencia, pueda ser ejercida sin dificultades, bajo la supervisión atenta e imparcial de ese actor desinteresado, mediador y unificador que es el Estado» (Stoyanovitch, 1968, p. 95). Pero cuando extrapolamos estas consideraciones a los contratos internacionales en cuanto acuerdos generados no solo con la intervención del individuo y del Estado sino de las transnacionales, los sistemas de cooperación internacional, los medios en que se expresa dicha voluntad y los medios financieros, se puede verificar que la teoría jurídica clásica sufre, necesariamente, algunas limitaciones para explicar este modelo, que presenta especificidades muy particulares que no han sido plenamente abordadas por la nueva rama del Derecho del Comercio Internacional o Derecho Internacional del Comercio.

      Philippe Kahn, introductor del tema con su libro La vente commerciale internationale, replantea su posición hacia 1975 y advierte que subsisten las interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del Derecho del Comercio Internacional, sobre todo de las instituciones nacidas de la práctica, permaneciendo el debate sobre la verdadera originalidad de la disciplina (Kahn, 1975, pp. 173-174). Finalmente, asevera que sus defensores creen percibir en los contratos internacionales una riqueza que no encuentran en los códigos ni en la jurisprudencia.

      Para explicar la conexión de esta figura dentro de la teoría general del contrato, debemos hacer alusión a tres cuestiones básicas: la estructura, la función y la eficacia.

      En relación a la estructura, la doctrina predominante concibe los contratos como el acuerdo de voluntades destinado a producir efectos prácticos tutelados por el Derecho. Hay dos expresiones: la voluntad y la declaración; la primera es la esencia misma del negocio, y la segunda, es la forma en que este se manifiesta. En efecto, los contratos internacionales —y en particular la compraventa— tienen estas dos situaciones: la propia voluntad, el ánimo de comprar y vender entre espacios y soberanías distintos; y luego la manera en que se expresa esa intencionalidad. Son dos situaciones fácilmente diferenciables, el animus que lleva a contratar y la expresión escrita o verbal en que se patentiza.

      En lo referente a la función, la teoría contractual insiste en que no todo acto de voluntad significa negocio sino aquel que corresponde a una causa adecuada. Los contratos internacionales se formalizan porque siempre tienen una causa, un motivo: el propósito de reventa, el ánimo de lucrar. Ese es el factor adecuado, de modo que, si hay un acto de voluntad de transferir una mercancía sin esa causa, podrá ser un negocio dentro de la amplia acepción del término, pero no un contrato internacional. Dicho de otra manera, el contrato es un negocio causado o movido por la reventa y para la circulación trasfronteriza.

      En cuanto a la cuestión de la eficacia, la doctrina concuerda en la configuración del contrato según el esquema lógico formal del supuesto del cual se sirve para la realización de los efectos requeridos por las partes, es decir, los elementos y consideraciones necesarios para que el acuerdo de voluntades sea viable. Así, los contratos internacionales trascienden y se realizan por la posibilidad legal que le permite la norma del lugar donde se celebran o donde se ejecutan, pero su misma existencia radica en el contenido legal de su formulación. El contrato es eficaz solo en cuanto es viable y no en cuanto mera expresión de voluntad.

      La eficacia, afirma Irineu Strenger, corresponde al poder de la titularidad, del cual se proveen las partes contratantes para hacer valer sus derechos territorial o extraterritorialmente; es la fuerza jurídica de ejecución deducida de la forma y de la substancia de los ajustes convencionales. Así, el contrato internacional adquiere esa cualidad por el envolvimiento de por los menos dos sistemas extraños entre sí y que podrán, en consecuencia, generar divergencias de calificación (Strenger, 1986, p. 27).

      Históricamente, fue Bartolomeo de Sassoferrato quien formuló, en el Codicem Justiniani Commentaria, un doble sustento de los contratos en general, al afirmar que es la ley del lugar donde el contrato es concluido la que resuelve las dudas surgidas del propio acuerdo, pero que, a su vez, la ley o leyes expresas o tácitamente estipuladas en el contrato resuelven los hechos posteriores.

      Luego, los principio lex loci contractus y lex estipulatione son las bases de la eficacia contractual.

      Como un contrato internacional se celebra siempre en un lugar cierto y determinado, con una jurisdicción y régimen legal, es natural que este sea el que resuelva la vida y ejecución del contrato; pero además, y si las partes así voluntariamente lo acuerdan, pueden expresar las leyes o regímenes que resuelvan otros hechos a posteriori, como sería el caso de la validez del financiamiento, tasa de interés vigente o tribunal al que compete resolver los futuros litigios.

      Así, el contrato se ve limitado, en parte, por el régimen legal en el que se celebra. El acatamiento de la ley obligatoria es indispensable para dar eficacia jurídica al acuerdo; pero, igualmente, las partes pueden, en forma voluntaria, someterse a otras leyes o cláusulas e, incluso, omitir aquellas facultativas o supletorias.

      Amílcar de Castro distingue autonomía de la voluntad del sometimiento voluntario: «Por la expresión autonomía de la voluntad, lo que se pretende afirmar es que las partes realizando sus contratos en el lugar donde normalmente acostumbran realizarlos, si el hecho fuera anormal, podrán escoger para apreciarlo, cualquier derecho con el que esté en referencia, nacional o extranjero» (1968, pp. 132-133).

      En consecuencia, es necesario, no solo desde el punto de vista metodológico sino desde el ángulo del perfeccionamiento y divulgación de un mecanismo formal del comercio exterior, establecer una conexión con una disciplina jurídica ya desarrollada. Esa puede ser el Derecho de los Contratos Internacionales.

      La primera objeción que tendría esta posición es que, existiendo una teoría general del acto jurídico, es ocioso referirse a un Derecho de los Contratos, pues aquella contempla la naturaleza de los contratos y los requisitos para su validez. Lo anterior es de alguna manera cierto y de otra incompleto.

      El Derecho de los


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