Diez razones para amar a España. José María Marco

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Diez razones para amar a España - José María Marco


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Larra sabía que la seguridad estaba del lado de la traducción y se entregó a ella con energía. La forma de traducir y el oficio de traductor cambiaron a principios del siglo xx. Bajo el impulso de Prat de la Riba y la dirección de Pompeu Fabra, el Institut d’Estudis Catalans traducirá buena parte del legado clásico: el esfuerzo está puesto aquí en la normalización y el enriquecimiento de la lengua. No le hacía falta al castellano de entonces, normalizado mucho tiempo antes, pero sí se requerían nuevas traducciones para un público más exigente, desde aquel al que iba dirigida la Colección Universal, precedente de los libros de bolsillo de la Colección Austral, hasta los círculos académicos e intelectuales.

      En buena medida, fue Ortega quien promocionó esta nueva oleada de traducciones. Y paradójicamente, fue el mismo Ortega el que dictaminó la imposibilidad de la traducción. Las lenguas, llegó a decir, son universos cerrados, destilados de una cultura para la que no hay equivalente en otro idioma. Por eso la traducción está condenada a traicionar el original, a la perpetua imprecisión. Ortega escribió estas observaciones durante su exilio, en plena Guerra Civil. El fracaso de la República y las desastrosas consecuencias de los nacionalismos en Europa le llevaban a ese escepticismo conservador que niega el predominio de la razón y la universalidad del ser humano. Estamos condenados a no entendernos, sugiere Ortega en una versión pesimista del relativismo que proclamó triunfalmente de joven, a principios del siglo xx, cuando descubrió que no podemos zafarnos de nuestra circunstancia, es decir, de nuestra perspectiva sobre una realidad cuya totalidad se nos escapa siempre. Ortega, tan conservador, estuvo entre los pioneros de la posmodernidad y colocó la traducción en el centro de los problemas de la nueva situación.

      A pesar de estas reflexiones melancólicas, la curiosidad de los españoles por lo que se escribe fuera impulsó una potente industria editorial en cuanto los efectos de la Guerra Civil quedaron atrás. Hoy España es de los primeros países en cuanto a libros publicados, con 81.391 en 2016, el 16,1% de los cuales fueron traducciones.

      La osadía del castellano, que se adelantó a las demás lenguas romances y se convirtió de buenas a primeras en algo parecido a la lengua oficial del reino de Castilla, fue encauzada y ahormada luego, en el siglo xv, cuando los clérigos y los cultos se esforzaron por volver a latinizar algo que ya tenía vida propia. A finales de dicha centuria, dos obras señalan la madurez: la Celestina, que compagina milagrosamente lo popular y lo humanístico, y la Gramática de Antonio de Nebrija, la primera gramática de una lengua romance que fija un idioma a punto de convertirse en un medio de comunicación global.

      También se va librando una lucha sorda entre el castellano hablado en Andalucía y el sur de España, y el castellano de la corte, el que se escuchaba entre Valladolid, Toledo y Cuenca. Este último contaba con el respaldo del círculo del emperador, con las prestigiosas aportaciones de Garcilaso de la Vega, Boscán y los hermanos Valdés, que habían logrado incorporar la sutileza rítmica y la dulzura melódica procedentes de Italia. El triunfo político de este castellano no anuló las demás formas de expresión. En el sur de España se siguió hablando un castellano propio, popular por no ser de uso en la corte. Fue este, con parada obligada en las islas Canarias, el que llegó a América. Hubo intentos de imponer el castellano de la corte en las capitales virreinales y en las universidades allí fundadas. Fue inútil. En América triunfó el castellano popular, español ya de pleno derecho. Se ha dicho que hay más diferencia entre las diversas formas de la lengua habladas en España que entre el idioma que se escucha a uno y otro lado del Atlántico.

      El éxito del español del sur en América va acompañado por el triunfo del castellano en Europa. El prestigio y el poder de Carlos V lo convierten en la lengua de las elites, la lengua política del continente y una de las grandes lenguas de cultura. Había que aprender a hablar y leer español. Juan de Valdés, humanista de Cuenca, donde se conserva su casa familiar, pero residente en Nápoles por practicar un cristianismo heterodoxo, redactó el primer libro de enseñanza de español para extranjeros, el célebre Diálogo de la lengua. Los personajes, en particular el que representa al propio autor, van desbrozando lo que consideran el buen uso del castellano, más de una vez contrario al preconizado por Nebrija, de tendencia más andalucista. El «buen castellano», el que los extranjeros deben aprender, es para Valdés el que se habla en la corte. De ahí otro argumento —aún más literario, es verdad— para rescatar el término «castellano», por el que Valdés se inclina casi siempre.

      De fondo está la aspiración renacentista y clásica de hablar, escribir y comportarse con naturalidad. Hay que disimular el esfuerzo bajo la fluidez y la sencillez de la expresión. Lope de Vega hablará de una «estética invisible», que es también el mejor instrumento de seducción. Garcilaso lo había explicado en el único texto en prosa que nos ha llegado de él cuando, al hablar de la traducción de El cortesano, explicó que este había huido «de la afectación sin dar consigo en ninguna sequedad; y con gran limpieza de estilo usó de términos muy cortesanos y muy admitidos de los buenos oídos, y no nuevos ni al parecer desusados de la gente». Valdés lo expresó así a sus amigos italianos que querían aprender a hablar español: «Escribo como hablo».

      Todo lo que no sea esa naturalidad será censurable. Por motivos estéticos, pero también por lo que revela de arrogancia, desprecio hacia los demás, falta de gusto. Este castellano, en el que el empuje popular y castizo va corregido por la inclinación clasicista a la contención y la transparencia, define una zona templada en la que prima la claridad y la elegancia en el decir. Entre el uso y la norma, el castellano no opta, como hace el francés, por la segunda ni, como el inglés, por el primero; lo propiamente castellano será el equilibrio entre uno y otro.

      Esta disposición debe mucho a la naturaleza misma del español, idioma claro, de gran consistencia, naturalmente lógico. La exigencia aristocrática de la templanza y la mesura se alía así sin forzarla con la realidad de la lengua. No fue sencillo, pero una vez conseguido el equilibrio, pareció que siempre había estado ahí. El castellano encontró una fórmula de naturalidad, la propia de los tratados de fray Luis de Granada, los diálogos y los poemas de fray Luis de León, la prosa luminosa de Cervantes, la transparencia de Moratín y la elegancia de Valera. También lleva implícita una cierta sonrisa, presente siempre en esta forma expresiva que mira a dos formas aparentemente incompatibles de entender la vida.

      En el siglo xviii llegó el momento de normalizar una lengua que se había ido normalizando. Recién fundada, la Real Academia Española seguirá fiel a ese criterio. En el Diccionario de autoridades, la selección de palabras castellanas está avalada por los grandes escritores que las hayan utilizado, las «autoridades» del título, y no por criterios técnicos ni ideológicos. Entre ellas están Alfonso X, la Celestina o las obras de santa Teresa, que consiguen trasladar a la escritura el castellano hablado, con su vocabulario, sus giros, las melodías internas que ha dejado el romancero y también las rupturas y las incorrecciones. Intrínseca a esta elegancia propia de la prosa castellana es la voluntad de escribir como se habla, formulada una y otra vez, desde Juan de Valdés, como ideal estético. Dará lugar a obras como La lozana andaluza, el Lazarillo, La Dorotea o la crónica de Bernal Díaz del Castillo, el compañero de Cortés, que presumía de ser un «idiota sin letras». Lo cultivarían, mucho más tarde, Baroja y Pla, en busca de una naturalidad absoluta, ajena a cualquier artificio retórico.

      Lope de Vega presumió siempre de escritura clara, llana, capaz de ser entendida por todos, sin distinción de clases ni de educación. No siempre fue así, y el propio Lope estaba orgulloso de sus poemas intelectuales, o de sus metáforas complejas, nada fáciles de entender —como le ocurre a alguno de sus personajes teatrales, que se queda en blanco ante un soneto que define el amor platónico—. En realidad, lo que Lope estaba insinuando es que escribir es siempre escribir para alguien, como un gesto de amor. Con fórmulas sofisticadas, se escribe para el pueblo, es decir, para todo el mundo.

      No siempre el idioma se ciñó a este ideal de equilibrio. También empezaban a surgir tendencias muy distintas, que acabarían cuajando en una forma de entender la literatura contraria a aquellos presupuestos. Fue Góngora el que lanzó el gran ataque, con sus Soledades y su Fábula de Polifemo y Galatea: «Estas que me dictó rimas sonoras…».


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