Revolución y guerra. Tulio Halperin Donghi
Читать онлайн книгу.el aguardiente (resacado, o sea de doble destilación), eran la riqueza casi única de San Juan; con ella era preciso comprar la carne para comer (de Mendoza), la lana y los cueros (de Córdoba y San Luis) y aun las mulas utilizadas para sus trajinerías. San Juan mostraba hasta sus últimas consecuencias el resultado de una coyuntura sistemáticamente hostil al Interior agrícola, producida por el comercio libre. Los expedientes buscados para eludir la decadencia fracasaban: San Juan se hundía lentamente; de esa decadencia de un estilo de vida colonial excepcionalmente maduro, agostado al contacto demasiado brusco con el vasto mundo, nos ha dejado un cuadro inolvidable Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia. He aquí a algunas ancianas de familia ilustre y pobre que se consuelan de su miseria achacando a los menos arruinados falta de pureza de sangre; he aquí a la propia familia del autor, emparentada con lo mejor de San Juan y reducida a vivir de expedientes. Todavía, en medio del derrumbe general, la vieja aristocracia viñatera y comerciante conserva su relativa preeminencia, todavía los del Carril, dueños de tantas cepas de viña en la huerta sanjuanina, pueden sacar todos los años de las arcas sus enmohecidas monedas de plata y oro y tenderlas al sol en sus patios, ante la mirada bobalicona de los muchachos curiosos. Pero también su riqueza es cada vez menor; sólo lentamente se prepara una alternativa a la antes dominante agricultura de la vid; es la de las forrajeras para el ganado transhumante. De todos modos el cambio no logrará devolver a San Juan la prosperidad perdida, y por otra parte ha de madurar sólo con lentitud: sólo la expansión minera del norte de Chile, en la etapa independiente, afianzará esta nueva economía ganadera. Y ya para entonces el San Juan cuya agonía había conocido Sarmiento en su niñez habrá tenido tiempo de morir del todo.
El ascenso del Litoral
Tampoco lo que iba a ser el Litoral argentino formaba un bloque homogéneo; en su estructura estaba marcada la huella de una historia compleja. En el rincón noroccidental de ese Litoral tenían los jesuitas su mayor posesión hispanoamericana, ese “imperio” que fascinó a tantos europeos en los siglos XVII y XVIII, esas misiones guaraníticas en que se creía ver realizada la república platónica. Pero las Misiones no eran sino un aspecto, sin duda el más importante, de una estructura que las sobrepasaba. Su algodón, su yerba mate –que los jesuitas, con tenaz empeño, difundieron por todas las Indias hasta el reinado de Quito, haciendo así una riqueza de un antes despreciado arbusto silvestre–, sus ganados (en aumento a partir del siglo XVIII), se orientaban hacia el Interior a través de Santa Fe, que debía su prosperidad a esta situación de intermediario ineludible entre las Misiones y el Interior más que a su situación intermedia entre el Paraguay y Buenos Aires. Todo eso comenzó a disgregarse antes de la expulsión: el centro de gravedad de las tierras misioneras se desplazaba hacia el sur, de las tierras de algodonales y yerbales a las estancias de ganados del Uruguay; Santa Fe, a mediados del siglo XVIII, dejaba de ser “puerto preciso” en la navegación del Paraná. Tanto en las Misiones como en Santa Fe una estructura compleja y diversificada dejaba lugar a una más simple y en cierto sentido primitiva: la dominada por la ganadería. He aquí un aspecto de un proceso que abarca a todo el Litoral, que hace que el ritmo de avance sea más rápido allí donde las estructuras heredadas no traban el ascenso ganadero impuesto por la coyuntura. Si Buenos Aires, como capital de todo el Litoral (y –lo que es aun más importante– puerto de todo el sector meridional del imperio español) progresa aceleradamente, su campaña, poblada desde antiguo, adelanta mucho menos que las zonas que acaban de abrirse a la colonización, libres de trabas económicas y humanas: el Continente de Entre Ríos, entre los ríos Paraná y Uruguay, la Banda Oriental del Uruguay, al norte del Río de la Plata, son las zonas de más rápido progreso; una suerte de far west de alocada y tormentosa prosperidad que hubiese surgido bruscamente al margen de los viejos centros poblados del Litoral.
Estos centros, aparte del más antiguo de todos, el de Asunción, que seguirá a partir de 1810 una órbita propia, son tres: Corrientes, en el norte allí donde el Paraguay junta sus aguas con el Paraná; Santa Fe, en la orilla derecha de este río, a mitad de camino entre el Plata y los centros norteños, y Buenos Aires, erigida allí donde, muy cerca del nacimiento del vasto río, las colinas reemplazan a la costa pantanosa de su margen derecha.
De ellos el más pobre y rústico es Corrientes, centro apenas nominal de una vasta campaña que se abre rápidamente al pastoreo. Toda la historia de Corrientes en ese comienzo del siglo XIX se resume en el esfuerzo inútil y obstinado de la ciudad por dominar de veras su territorio. Pero este (salvo la diminuta zona agrícola que rodea a la capital y ha sido colonizada desde antiguo) tiene su vida propia, que –pese a las esporádicas represiones de los tenientes de intendencia, pese a las protestas quejumbrosas de los comerciantes de la ciudad– se desenvuelve al margen de la de su capital, y aun al margen de toda ley. Mientras los grandes propietarios de tierras viven en la ciudad, en sus estancias los capataces, los peones, los esclavos, comercian con un ganado que crece rápidamente en número. Mercaderes de cueros recorren la campaña correntina: en la alta costa del Paraná cada lugar puede ser un puerto improvisado, y embarcaciones frágiles, cargadas hasta desbordar (a veces hasta zozobrar) llevan a Buenos Aires los cueros adquiridos en una gira fructuosa. Sobre este esquema fundamental de la vida en la campaña correntina se tejen variaciones infinitas: toda una humanidad en ruptura con la ley se adivina tras de esos capataces y peones no demasiado leales a sus amos: son frecuentes en los montes correntinos los bandoleros y los esclavos alzados.[16]
En todo caso, si la ciudad de Corrientes no controla la riqueza ganadera que crece en su campaña, participa en parte de ella: no sólo residen en la ciudad los mayores hacendados; hay también curtidurías que utilizan los cueros de la campaña. Pero la ciudad vive sobre todo del comercio y la navegación: su industria naval construye –junto con la asunceña– no sólo todos los barcos que navegan el Paraná y el Plata, sino también algunos que afrontarán la travesía del Atlántico.[17] Los carpinteros de ribera tienen peso creciente en la vida correntina: uno de ellos –el irlandés Pedro Campbell– sería caudillo artiguista de la ciudad; otro, don Pedro Ferré, simbolizará durante veinte años la resistencia obstinada de Corrientes a la hegemonía porteña. Corrientes tiene también un comercio muy activo: luego de la expulsión de los jesuitas, comerciantes correntinos compiten con éxito notable con los asunceños en el tráfico de yerba y algodón de las Misiones.
En estas, luego de la desaparición de la Compañía, los modos de vida que ella había impuesto entran en vertiginosa disgregación. Nominalmente la expulsión no ha implicado cambio ninguno de régimen; de hecho, la acción de administradores dispuestos a sacar rápido provecho de una vida durísima que no era ya afrontada siguiendo ningún mandato divino hizo que el régimen subsistiera sobre todo como medio de superexplotación: el sistema de comunidades elaborado por los jesuitas a partir de instituciones prehispánicas fue mantenido para impedir el dominio individual de los indios sobre tierras y cosechas, pero las comunidades eran sistemáticamente saqueadas por sus administradores.
Al mismo tiempo fue cediendo el aislamiento de la población misionera: las aldeas indígenas se abrían a la presencia de turbios traficantes asunceños y correntinos que –con la complicidad no gratuita de los administradores– se constituían en monopolistas para la adquisición de los tejidos de algodón. En ese contacto los indígenas se europeizaban rápidamente en traje y costumbres; la creación de nuevas necesidades, destinadas a ponerlos más firmemente en manos de los comerciantes, fue emprendida por estos con tesón.
No debe entonces extrañar que los guaraníes sufrieran con impaciencia creciente el régimen de comunidades, que les cerraba el camino a la prosperidad individual y sólo conservaba los aspectos negativos de la disciplina jesuítica. La población misionera se derrumbaba rápidamente: el régimen jesuítico había asegurado a la zona, abrigada contra el derrumbe demográfico hispanoamericano –y no sólo hispanoamericano– del siglo XVII, una densidad excepcionalmente alta. Ahora esa población iba a volcarse a las tierras ganaderas que acababan de abrirse al sur de las Misiones, y la creciente dureza del trato que recibía en sus aldeas sólo explicaba en parte este proceso, ya esbozado antes de la expulsión. Todo el Litoral aprendió a conocer a los guaraníes de Misiones: en primer término, las estancias jesuíticas del Alto Uruguay; luego, todo Entre