Narrativa completa. H.P. Lovecraft
Читать онлайн книгу.de terror que el día no llegaba a mostrar, sin embargo, no sentí la menor vacilación, ya que me empujaba una indetenible decisión de demostrar cierta teoría. Estaba convencido de que los truenos hacían emerger de algún lugar secreto al demonio de la muerte y yo iba dispuesto a verificar si dicho demonio era una entidad corpórea o una emanación etérea. Previamente, había examinado a fondo las ruinas, de modo que tenía bien diseñado mi plan: escogería como lugar de observación la antigua habitación de Jan Martense, cuyo crimen juega un papel importante en las fábulas rurales de la región. Percibía vagamente que el cuarto de esta antigua víctima era el lugar más adecuado para mis intenciones. La habitación, que mediría unos veinte metros de lado, tenía al igual que las otras habitaciones, despojos de lo que en otro momento había sido mobiliario. Estaba en el segundo piso, en el sector sudeste del edificio, tenía un grandísimo ventanal orientado hacia el este y una estrecha ventana que daba al mediodía, ambos vanos desprovistos de cristales y de contraventanas. En el lado contrario al ventanal había una formidable chimenea holandesa —con azulejos que mostraban alegorías al hijo pródigo— y frente a la ventana estrecha, pegada a la pared, una gran cama.
Mientras los atenuados truenos iban en aumento, dispuse los pormenores de mi plan. Primero amarré en el antepecho del ventanal, una junto a otra, tres escaleras de cuerda que había traído conmigo. Sabía que alcanzaban una distancia conveniente respecto al jardín ya que las había probado. Luego, entre los tres trajimos, arrastrando, el armazón de una cama de otra habitación y lo pusimos de lado contra la ventana. Pusimos arriba ramas de abeto y nos acomodamos para descansar con nuestras automáticas preparadas, dormitando dos mientras el tercero vigilaba. Así teníamos la huida asegurada, fuera cual fuese el lugar por donde apareciera el demonio. Si nos embestía desde el interior de la casa, estaban las escaleras del ventanal y si venía desde fuera, podíamos salir por la puerta y la escalera. De acuerdo con lo que sabíamos, no nos acosaría mucho tiempo en el peor de los casos.
Yo estaba vigilando de las doce a la una de la noche cuando, a pesar del ambiente fatídico de la casa, la ventana sin seguridad y los truenos y relámpagos cada vez más cercanos, me sentí dominado por una somnolencia invencible. Estaba entre mis dos compañeros, George Bennett se hallaba al lado de la ventana y William Tobey al lado de la chimenea. Bennett se había dormido, derrotado por la misma extraña somnolencia que sentía yo, de forma que destiné a Tobey para la siguiente guardia a pesar de que dormitaba. Era sorprendente la fijeza con la que yo observaba la chimenea. La progresiva tormenta debió influir en mis alucinaciones, pues en el corto instante que me dormí sufrí visiones apocalípticas. Una de las veces casi me desperté, seguramente porque el hombre que dormía al lado de la ventana había alargado su brazo sobre mi pecho. No me hallaba lo bastante despierto como para verificar si Tobey efectuaba su trabajo como centinela, aunque sentía un manifiesto malestar a este respecto. Nunca había experimentado una sensación tan claramente opresiva de la presencia del mal. Después, debí quedarme dormido de nuevo, porque mi mente salió de un caos fantasmal cuando la noche se volvió aterradora, inundada de alaridos que sobrepasaban todos mis delirios y experiencias anteriores.
En aquellos alaridos, el pánico y el sufrimiento humanos más profundos rasgaban loca y desesperadamente las puertas de ébano del olvido. Desperté para descubrirme ante la roja locura y la burla diabólica, mientras aquella angustia fóbica y cristalina vibraba y se alejaba cada vez más hacia lugares inconcebibles. No había luz, pero por el vacío que observé a mi derecha, comprendí que Tobey se había marchado, solo Dios sabía adónde. Sobre mi pecho, aún sentía el brazo del durmiente a mi izquierda. Luego se produjo otro relámpago y el rayo agitó la montaña entera, iluminó las criptas más tenebrosas de la antigua arboleda y desgarró al más anciano de los retorcidos árboles. Ante el destello demoníaco del rayo, el durmiente se levantó de repente y en ese momento la luz que entró por la ventana proyectó su sombra vívidamente contra la chimenea de la que yo no lograba apartar la vista ni un momento. No entiendo cómo me encuentro aún vivo y en mi sano juicio. No me lo puedo explicar, porque la sombra que vi en la chimenea no era la de George Bennett, tampoco de ninguna criatura humana, sino una maldiciente anormalidad de los más recónditos agujeros del infierno, una abominación innombrable y deforme que mi mente no llegó a registrar por completo y que no hay pluma que la pueda describir. Un instante después, me encontraba totalmente solo en la mansión maldita, temblando y balbuceando. George Bennett y William Tobey habían desaparecido sin dejar rastro ni siquiera de lucha. No volvió a saberse de ellos nunca más.
II. Un muerto en la tormenta
Después de aquella espantosa experiencia, en la mansión escondida en la espesura, tuve que guardar reposo en el hotel de Lefferts Corners, agotado de los nervios. No sé exactamente cómo me las ingenié para llegar hasta el coche, ponerlo en marcha y volver al pueblo en secreto. No tengo clara conciencia de nada, solo de unos árboles de ramas gigantescas, el sonido diabólico de los truenos y las pavorosas sombras entre los bajos montículos que señalaban y demarcaban la región. Mientras tiritaba y recapacitaba sobre lo que proyectaba aquella terrorífica sombra, entendí que finalmente había apreciado uno de los máximos horrores de la tierra, uno de esos males sin nombre de los vacíos exteriores cuyos endebles y satánicos zarpazos escuchamos a veces en el límite más lejano del espacio, contra los que la compasiva limitación de nuestra vista finita nos tiene piadosamente inmunizados. No me atrevía a considerar o identificar la sombra que había visto. Aquella noche, un hombre había permanecido dormido entre la ventana y yo, y me estremecía cada vez que de manera inevitable mi conciencia trataba de clasificarlo. Ojalá hubiese chillado, ladrado o sonreído entre dientes... al menos eso habría disminuido mi abismal terror. Pero se mantuvo en silencio. Había dejado reposar un brazo —un miembro en todo caso— fatigosamente sobre mi pecho... Por supuesto, un ser vivo o lo había sido... Jan Martense, cuya habitación yo había invadido, estaba sepultado cerca de la mansión... Debía hallar a Bennett y a Tobey, si aún vivían... ¿Por qué se los llevó a ellos y me dejó a mí?... El adormecimiento es invencible y los sueños son aterradores...
Al poco tiempo, vislumbré que debía confesarle a alguien mi historia, de lo contrario, me hundiría completamente. Ya había decidido no dejar la búsqueda del horror oculto, porque en mi alocada ignorancia, me parecía que esa duda era peor que poseer el conocimiento por terrible que este pudiera ser. Así que decidí, dentro de mí, qué camino seguir, a quién escoger para hacer cómplice de mis testimonios y cómo descubrir qué cosa había exterminado a los dos hombres y había proyectado su sombra aterradora. Principalmente, a quienes yo conocía en Lefferts Corners era a los periodistas, algunos de los cuales aún seguían investigando las últimas resonancias de la tragedia. Decidí elegir a uno de ellos como compañero y cuanto más lo analizaba, más inclinado me sentía por un tal Arthur Munroe, un personaje delgado y moreno de unos treinta y cinco años, cuya formación, gustos, inteligencia y conducta parecían diferenciarle como una persona que no se ataba a ideas y experimentos convencionales.
Una tarde de principios de septiembre, Arthur Munroe oyó mi historia. Desde el inicio se mostró interesado y receptivo, y cuando terminé, analizó y enfocó el asunto con gran agudeza y juicio. Su consejo fue, además, especialmente práctico, ya que sugirió que demorásemos nuestra visita a la mansión Martense hasta haber obtenido mayor cantidad de datos históricos y geográficos. A sugerencia suya, fuimos en busca de información sobre la temible familia Martense y descubrimos a un hombre que poseía un ancestral diario magníficamente ilustrado. También, hablamos largamente con aquellos mestizos de la montaña que, a pesar del terror y la confusión, no habían escapado a laderas más lejanas y convenimos realizar antes de nuestra empresa final, un registro completo y definitivo de los sitios relacionados con las distintas tragedias de las leyendas de los colonos.
Los resultados de esta investigación no fueron al principio muy alentadores, aunque una vez clasificados, parecieron mostrar un dato bastante significativo, a saber, que el número de tragedias registradas era mucho más elevado en las zonas relativamente cercanas a la casa o se conectaban con ella mediante líneas de matorrales anormalmente desarrollados. Ciertamente había excepciones, en efecto, el horror que había llegado a oídos del mundo había ocurrido en un lugar despejado, igualmente distante de la mansión y de cualquier bosque vecino a ella. En cuanto a la naturaleza y apariencia del horror oculto, nada pudimos lograr de los asustados y estúpidos habitantes