Narrativa completa. H.P. Lovecraft
Читать онлайн книгу.insensible. La alteración sufrida en la mansión me había afectado sin duda el cerebro y no podía pensar más que en la búsqueda del horror que ahora había sobrepasado gigantescas proporciones en mi imaginación. Búsqueda que el final de Arthur Munroe me hacía recomenzar ahora, a solas y en secreto.
Solo el ambiente de mis excavaciones habría bastado para destrozar los nervios de un hombre común. Unos primitivos y terroríficos árboles de horribles proporciones y formas desagradables acechaban sobre de mí como columnas de algún diabólico templo druida, al tiempo que aminoraban los truenos, aplacaban los aullidos del viento y detenían la lluvia. Detrás de los lacerados troncos del fondo, alumbrados por los frágiles resplandores de los filtrados relámpagos, se levantaban las piedras húmedas y cubiertas de hiedra de la abandonada mansión, mientras que un poco más cerca estaba el desatendido jardín holandés, con sus paseos y calzadas invadidos por una vegetación blancuzca, fungosa, pestilente y abultada que yo jamás había visto a la luz del día. Aun más cerca estaba el cementerio, donde unos árboles desfigurados agitaban sus ramas deformes, mientras sus raíces desplazaban las sacrílegas losas y aspiraban el veneno de lo que reposaba debajo. Aquí y allá, bajo una capa de hojas marrones que se podrían y manaban en las oscuridades del bosque inexplorado, podía distinguir el funesto perfil de esos pequeños montículos que caracterizaban aquella región taladrada por los rayos. La historia me había llevado a esta antigua sepultura. Porque, efectivamente, era la historia el único recurso que me quedaba tras haber concluido todo lo demás en cínico satanismo. Ahora estaba convencido de que el horror oculto no era un ser material, sino un espanto con voracidad de lobo que avanzaba sobre los relámpagos de la medianoche. Y por los cientos de tradiciones locales que Arthur Munroe y yo habíamos desenterrado en nuestras exploraciones, creía además, que era el espectro de Jan Martense, muerto en 1762. Por esa razón yo cavaba como un idiota en su sepultura, ahora.
La mansión Martense había sido edificada en 1670 por Gerrit Martense, rico mercader de Nueva Ámsterdam a quien molestaba el cambio del orden bajo el gobierno británico y había erigido esta magnífica mansión en la cima de una boscosa colina cuyo paisaje solitario y singular era de su agrado. La única decepción importante con que tropezó en este lugar fueron las recurrentes tormentas de verano. Cuando eligió este monte para edificar su mansión, Gerrit Martense atribuyó los numerosos disturbios naturales a las particularidades de aquel año, pero con el tiempo, se dio cuenta de que la región era esencialmente propensa a tales fenómenos. Finalmente, notando que estas tormentas le afectaban la cabeza, preparó un sótano donde poder resguardarse de los más violentos desórdenes. De los descendientes de Gerrit Martense se sabe aún menos que de él mismo, ya que todos fueron educados odiando la civilización inglesa y se les enseñó a no relacionarse con los colonialistas que la aceptaban. Sus vidas fueron extraordinariamente retiradas y la gente afirmaba que este aislamiento los hizo torpes de palabra y comprensión. Al parecer, todos estaban marcados por una rara y hereditaria condición en los ojos: tenían uno azul y el otro castaño. Sus relaciones sociales se fueron haciendo cada vez más escasas hasta que finalmente terminaron casándose con la extensa clase servil que habitaba en sus tierras. Muchas de las familias profusas degeneraron, cruzaron el valle, y fueron a mezclarse con la población mestiza que luego daría origen a los desdichados colonos. Los demás siguieron unidos tenazmente a la ancestral mansión, volviéndose cada vez más exclusivistas y consternados, aunque ganando una especial sensibilidad con relación a las frecuentes tormentas.
Casi toda esta información salió al mundo exterior a través del joven Jan Martense, que impulsado por una especie de inquietud, se alistó en el ejército colonial cuando llegó a la Montaña de las Tempestades la noticia de la Convención de Albany. Él fue el primero de los descendientes de Gerrit que vio mundo, y al regresar en 1760, después de seis años de campaña, su padre, tíos y hermanos le rechazaron como a un intruso, a pesar de sus ojos desiguales de Martense. Ya no podía compartir los prejuicios y rarezas de los Martense, ni lo agitaron las tormentas de la montaña como antes. En cambio, el entornó lo deprimía y a menudo le escribía a su amigo de Albany sobre sus intenciones de abandonar el techo paterno. En la primavera de 1763, Jonathan Gifford, el amigo de Jan Martense que vivía en Albany, se sintió inquieto por su silencio, especialmente por la situación y las discusiones que sabía que sucedían en la mansión Martense. Dispuesto a visitar a Jan, personalmente, penetró las montañas a caballo. Su diario relata que llegó a la Montaña de las Tempestades el 20 de septiembre, hallando la mansión en avanzado estado de decadencia. Los sombríos Martense, de extraños ojos, cuyo aspecto impuro y primitivo lo impresionó sobremanera, le dijeron con acento torpe y gutural que Jan había fallecido. Insistieron en que lo había matado un rayo el otoño anterior, y que ahora estaba sepultado detrás de los hundidos y abandonados jardines. Le mostraron el lugar de la sepultura al visitante, unos palmos de tierra pelada y sin señales. Algo en la actitud de los Martense despertó en Gifford un sentimiento de repugnancia y desconfianza, y una semana más tarde volvió con una pala y un pico dispuesto a abrir la fosa de nuevo. Halló aquello que había temido, un cráneo ferozmente aplastado como por unos golpes salvajes, de modo que volvió a Albany y denunció formalmente a los Martense de haber asesinado a un miembro de la familia.
No había pruebas legales, pero la noticia se regó rápidamente por toda la región, y a partir de entonces, el mundo castigó a los Martense con el aislamiento. Nadie quiso tratar con ellos y evadieron su apartada residencia como un lugar maldito. Ellos, por su parte, se las ingeniaron para vivir independientemente con el beneficio de sus tierras, ya que las luces que esporádicamente se veían en la casa desde los montes lejanos probaban que aún vivían. Dichas luces se estuvieron viendo hasta 1810, pero hacia el final, se hicieron muy poco frecuentes. Mientras, comenzó a correr un sinfín de leyendas infernales a propósito de la mansión de la montaña. Así, el lugar fue doblemente evitado y adornado de toda clase de historias que la tradición fue capaz de otorgar. Continuó sin ser visitada hasta 1816, en que la alargada falta de luz en ella llamó la atención de los colonos. Un grupo de hombres realizó entonces un reconocimiento, encontrando la casa desierta y parcialmente destruida. No hallaron ningún esqueleto, así que pensaron que se habían marchado. Al parecer, la familia se había ido hacía varios años y los improvisados pabellones mostraban lo numerosos que eran antes de su emigración. Su nivel intelectual había bajado muchísimo, como mostraba el deterioro del mobiliario y la vajilla de plata regada, sin duda desatendida mucho antes de que sus propietarios se marcharan. Pero aunque los temidos Martense se habían ido, la mansión encantada continuó generando temor. Temor que se incrementó cuando nuevos y extraños rumores vinieron a incomodar a los decadentes montañeses. Allí siguió, desierta, temida y vinculada al espectro vengativo de Jan Martense. Y aún seguía allí, la noche en que yo cavaba en la sepultura de Jan Martense.
He calificado de idiota mi extenso cavar, y así era efectivamente, por su objeto y por su método. No tardé en desenterrar el ataúd de Jan Martense —que ahora solo contenía polvo y salitre—, pero en mis furiosos deseos de exhumar su fantasma, seguí cavando terca y desatinadamente más abajo de donde había reposado. Sabe Dios qué era lo que yo esperaba descubrir... Yo solo tenía conocimiento de que cavaba en la sepultura de un hombre cuyo espanto acechaba por la noche. No me es posible decir qué bestial profundidad había alcanzado cuando mi pala y mis pies se hundieron en el suelo que tenía debajo. Dadas las circunstancias, mi alteración fue espantosa, porque la existencia de un espacio subterráneo aquí suponía la espantosa validación de mis perturbadas teorías. Mi ligera caída me apagó el farol, pero saqué una linterna de bolsillo y descubrí un pequeño túnel horizontal que se introducía profundamente en ambas direcciones. Era lo bastante amplio como para que un hombre se pudiera arrastrar por él y, aunque nadie en su sano juicio habría tratado de entrar por allí en ese momento, me olvidé del peligro, la prudencia y la limpieza en mi afán por desenterrar el horror oculto. Escogiendo la dirección hacia la casa, me introduje osadamente a rastras por la angosta madriguera, serpenteando a ciegas, con prisa y alumbrándome de rato en rato con la linterna que iluminaba delante de mí.
¿Qué palabras podrían narrar el espectáculo de un hombre perdido en el interior de la tierra abismalmente profundo, gesticulando y revolcándose sin aliento, avanzando descabelladamente por profundos laberintos de negrura inmemorial, sin una noción precisa de tiempo, seguridad, dirección ni objetivo? Hay algo aterrador en todo