Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft


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gusto de neuróticos dilettanti habíamos agrupado un universo de horror y putrefacción para estimular nuestras depravadas sensibilidades. Era un lugar secreto, subterráneo, donde unos grandes demonios alados, esculpidos en basalto y ónice, vomitaban por sus abiertas bocas una peculiar luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías escondidas hacían llegar hasta nosotros los aromas que nuestro estado de ánimo apetecía. A veces, el aroma de empalidecidos lirios fúnebres, a veces el hipnótico incienso de unos funerales en un supuesto templo oriental, y a veces —¡cómo me altero al recordarlo!— la asquerosa fetidez de un féretro descubierto.

      Alrededor de los muros de aquella repelente estancia había tumbas de viejas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían apariencia de vida —magníficamente embalsamados por el arte del nuevo taxidermista— y con lápidas mortuorias extraídas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas celdillas guardaban cráneos de todas las formas y conservadas cabezas en diferentes fases de descomposición. Allí, podían encontrarse las descompuestas y calvas coronillas de famosos nobles y las delicadas cabecitas doradas de niños recién enterrados.

      Allí, había estatuas y cuadros, todos de temas perversos y muchos realizados por St. John y por mí mismo. Una carpeta cerrada, encuadernada con piel humana curtida, guardaba algunos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no había osado publicar. También había asquerosos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los que St. John y yo a veces producíamos disonancias de exquisita anormalidad y perversa lividez, y en una gran cantidad de armarios de caoba reposaba la más extraordinaria compilación de objetos sepulcrales nunca antes reunidos por la locura y perversión humanas. Sobre esa colección debo guardar un particular silencio. Afortunadamente, tuve el coraje de destruirla mucho antes de pensar en eliminarme a mí mismo.

      Las expediciones, durante las cuales acumulábamos nuestros indignos tesoros, eran siempre gloriosos acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares monstruos, sino que trabajábamos exclusivamente bajo determinadas condiciones de ánimo, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos entretenimientos eran para nosotros la forma más elevada de expresión estética y dábamos a sus detalles un escrupuloso cuidado técnico. Una hora inoportuna, un efecto pobre de luz o un manejo torpe del húmedo pasto, dañaban para nosotros la sensación de éxtasis que acompañaba a la exhumación de algún siniestro secreto de la tierra. Nuestra búsqueda de escenarios desconocidos y condiciones excitantes era ardiente e insaciable. St. John comenzaba siempre la marcha, y fue él quien encontró el lugar maldito que arrojó sobre nosotros un pavoroso e inevitable destino.

      ¿Qué terrible destino nos llevó hasta aquel espantoso cementerio holandés? Creo que fue el tenebroso rumor, la leyenda sobre alguien que llevaba cinco siglos enterrado allí, alguien que en su momento fue un saqueador de tumbas y había hurtado un inestimable objeto de la sepultura de un poderoso. Recuerdo la circunstancia en aquellos momentos finales, la leve luna otoñal sobre las tumbas, proyectando largas y horribles sombras, los grotescos árboles, cuyas ramas caían tristemente hasta unirse con el abandonado césped y las arruinadas losas, las oleadas de murciélagos volando contra la luna, la vieja capilla cubierta de hiedra y apuntando con un sombrío dedo al pálido cielo, los centelleantes insectos que bailaban como fuegos fatuos bajo el techo de un retirado rincón, el olor a moho, a vegetación y a cosas menos reconocibles que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna nativa de lejanos mares y pantanos, y lo peor de todo, el triste ladrido de algún inmenso sabueso al que no lográbamos ver ni ubicar de un modo preciso. Al escucharlo nos estremecimos, evocando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de encontrar hacía siglos que había sido hallado en aquel mismo sitio, despedazado por las garras y los colmillos de un abominable animal.

      Recuerdo cómo excavamos la tumba del monstruo con nuestras palas y cómo nos impresionamos ante la imagen de nosotros mismos, el sepulcro, la pálida luna vigilante, las espantosas sombras, los grotescos árboles, los murciélagos, la vieja capilla, los curiosos fuegos fatuos, los repugnantes olores, la acongojada brisa nocturna y el curioso aullido de cuya verdadera existencia apenas podíamos estar seguros.

      Después de un rato, nuestras palas chocaron contra un objeto duro y no tardamos en descubrir una enmohecida caja de forma alargada. Era increíblemente fuerte, pero tan vieja que finalmente logramos abrirla y regalar nuestros ojos con su contenido.

      Mucho —sorprendentemente— era lo que permanecía de aquel cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. La osamenta, aunque aplastada en algunos lugares por las mandíbulas de la cosa que le había causado la muerte, se mantenía unida con asombrosa firmeza y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus grandes dientes y sus cuencas vacías, en las cuales habían resplandecido unos ojos con una fiebre similar a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de extraño diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del difunto. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino y estaba delicadamente tallado al antiguo estilo oriental en un pequeño fragmento de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente desagradable, sugerente de muerte, bestialidad y odio. Alrededor de su base tenía una inscripción en unos signos que ni St. John ni yo logramos identificar y en el fondo, como un sello de fábrica, había grabado un grotesco y extraordinario cráneo.

      En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo, que ese tesoro era claramente nuestro botín. Inclusive, en el caso que nos hubiera resultado totalmente desconocido lo hubiéramos querido, pero al observarlo más de cerca nos percatamos de que nos resultaba algo familiar. En realidad, era algo ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores sanos y equilibrados, pero nosotros logramos reconocer en el amuleto aquello que mencionaba el prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred: el terrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inalcanzable Leng en el Asia Central. No nos costó ningún esfuerzo encontrar los siniestros rasgos referidos por el antiguo demonólogo árabe, unos rasgos obtenidos de alguna tenebrosa manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron humillados y devorados después de muertos.

      Apropiándonos del objeto de jade verde, dimos una última mirada al siniestro cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos hallado. Mientras nos largábamos rápidamente del terrible lugar con el amuleto robado en el bolsillo de St. John. Nos pareció observar que los murciélagos bajaban en tropel hacia la tumba que acabábamos de profanar, como si quisieran encontrar en ella algún asqueroso alimento, pero la luna de otoño brillaba muy lánguidamente y no logramos saberlo a ciencia cierta.

      Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para volver a nuestra morada, nos pareció escuchar el leve y remoto aullido de algún gran sabueso. Pero el viento de otoño aullaba tristemente y no pudimos saberlo con seguridad.

      Menos de una semana después, de nuestro regreso a Inglaterra, comenzaron a ocurrir cosas muy inusuales. St. John y yo vivíamos como cautivos, sin amigos, solos y en algunas habitaciones de una vieja mansión. Era una zona pantanosa y poco visitada, de modo que en nuestra puerta muy raramente sonaba la llamada de algún visitante.

      Sin embargo, ahora estábamos preocupados por lo que parecía ser una constante fricción en medio de la noche, no solo alrededor de las puertas sino también alrededor de las ventanas, igual en las de la planta baja que en las de los pisos altos. En una oportunidad imaginamos que un cuerpo abultado y opaco ensombrecía la ventana de la biblioteca cuando la luna resplandecía contra ella, y en otra ocasión creímos escuchar un aleteo no muy lejos de la casa. Una meticulosa investigación no nos dejó descubrir nada y comenzamos a imputarle esos hechos a nuestra imaginación, aún turbada por el suave y lejano aullido que nos pareció haber escuchado en el cementerio holandés. El amuleto de jade ahora reposaba en una celdilla de nuestro museo y a veces prendíamos una vela inexplicablemente aromatizada frente a él. En el Necronomicón de Alhazred leímos mucho sobre sus propiedades y sobre las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos perturbados por lo que leímos.

      Luego llegó el terror.

      La noche del 24 de septiembre de 19… escuché una llamada en la puerta de mi habitación. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a pasar, pero solo me contestó una pavorosa risotada.


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