Narrativa completa. H.P. Lovecraft

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Narrativa completa - H.P. Lovecraft


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que se trataba de un ser vivo considerablemente sensible a las tormentas eléctricas y aunque muchas de las historias hablaban de alas, concluimos que su desprecio hacia los espacios abiertos hacía más factible que estuviese dotado de locomoción terrestre. Lo único realmente incompatible con esta hipótesis era la velocidad a la que tal criatura debía moverse para cometer todas las fechorías que se le imputaban.

      Al tratarlos más, descubrimos que los colonos eran excepcionalmente amables en muchos aspectos. Eran simples animales que bajaban poco a poco en la escala de la evolución debido a su desdichada ascendencia y a su embrutecedor aislamiento. Temían a los forasteros, pero poco a poco se fueron habituando a nosotros y al final nos ayudaron muchísimo cuando, en nuestra búsqueda del horror oculto, cortamos todos los grupos de árboles y derrumbamos todos los tabiques de la mansión. Cuando les pedimos que nos ayudasen a buscar a Bennett y a Tobey, se mostraron francamente afligidos, porque si bien querían ayudarnos, estaban seguros de que ambas víctimas habían desaparecido de este mundo tan completamente como las personas que ellos habían perdido. Por supuesto, sabíamos perfectamente que habían muerto o desaparecido gran cantidad de estas personas, así como que los animales salvajes habían sido aniquilados hacía mucho tiempo y temíamos que sucedieran nuevas tragedias. A mediados de octubre nos encontrábamos turbados debido a nuestra falta de progreso. Como las noches eran tranquilas, no se producían agresiones demoníacas de ningún género y la total carencia de resultados en el registro de la casa y en el campo casi nos hacía atribuirle al horror oculto una naturaleza inmaterial. Temíamos que llegara el tiempo frío y obstaculizara nuestras investigaciones, ya que todos coincidían en que, generalmente, el demonio permanecía sereno durante el invierno. El asunto es que nos oprimía una especie de desesperada prisa en la última indagación diurna de una aldea visitada por el horror. Aldea que ahora estaba abandonada, a causa del miedo de los colonos.

      La triste aldea ni siquiera tenía nombre y estaba situada en un barranco protegido, aunque sin árboles, entre dos colinas llamadas respectivamente Cone Mountain y Maple Hill. Se encontraba más cerca de Maple Hill que de Cone Mountain, y algunas de las torpes viviendas eran simples cuevas talladas en la falda de la primera de las elevaciones. Geográficamente, se encontraba a unos dos kilómetros al noroeste de la Montaña de las Tempestades, y a tres de la mansión rodeada de robles. El espacio entre la aldea y la mansión, unos dos kilómetros y cuarto desde el borde de la aldea, era enteramente campo abierto y consistía en una llanura casi horizontal, salvo algunos montículos de escasa elevación y aspecto sinuoso y cuya vegetación la constituía casi exclusivamente monte y unos cuantos matorrales muy dispersos. Tras estudiar la topografía de este lugar, concluimos finalmente que el demonio debió llegar por Cone Mountain, cuya prolongación hacia el sur, cubierta de bosque, llegaba a poca distancia de la ramificación más occidental de la Montaña de las Tempestades. Atribuimos de forma concluyente la elevación del terreno a un corrimiento de tierra desde Maple Hill, en cuya pendiente destacaba un árbol fuerte y solitario, rasgado por el rayo que había hecho surgir al demonio.

      Después de repasar escrupulosamente por vigésima vez, o más, cada pulgada del desolado pueblo, experimentamos un desánimo unido a nuevos e indefinidos temores. Resultaba muy extraño, aun cuando lo extraño y lo espantoso eran cosas corrientes, encontrarnos con un escenario tan totalmente carente de huellas después de tan espeluznantes sucesos y caminábamos bajo un cielo cada vez más oscuro y grisáceo, con ese ardor trágico y sin rumbo que es consecuencia de un sentimiento de futilidad y, a la vez, la necesidad de hacer algo. Marchábamos atentos a los más pequeños detalles, entramos de nuevo en cada una de las casas, examinamos otra vez las cuevas, exploramos el pie de las laderas adyacentes, entre los arbustos, buscamos madrigueras y cuevas, pero sin resultado. Sin embargo, como digo, sentíamos alrededor nuestro un temor impreciso y absolutamente nuevo, como si unos grifos gigantescos y alados nos vieran desde los abismos transcósmicos. A medida que avanzaba la tarde, se hacía más difícil diferenciar los objetos y escuchamos el murmullo de una tormenta que se estaba formando sobre la Montaña de las Tempestades. Naturalmente ese murmullo, producido en ese lugar, nos animó, pero no tanto como si hubiese sido de noche, y con esta esperanza renunciamos a la búsqueda sin rumbo y nos orientamos hacia la aldea habitada más cercana, a fin de congregar un grupo de colonos para que nos ayudasen con nuestros registros. Aunque tímidamente, algunos de los más jóvenes se sintieron suficientemente motivados por nuestra protectora orientación como para ofrecernos su ayuda.

      Pero no habíamos hecho más que dar media vuelta, cuando empezó a caer una lluvia tan fuerte y torrencial, que no tuvimos más remedio que buscar refugio. La extraña y casi nocturna oscuridad del cielo nos hacía caer continuamente, pero iluminados por los frecuentes relámpagos y nuestro preciso conocimiento de la aldea llegamos en seguida a la última choza del lugar: una híbrida combinación de troncos y tablas llena de goteras, cuya puerta y ventanilla abrían hacia Maple Hill. Aseguramos la puerta contra la furia del viento y de la lluvia y colocamos el tosco postigo de la ventana que nuestros frecuentes registros nos habían enseñado dónde encontrar. Resultaba sombrío estar sentados allí sobre unos cajones estropeados en la más imperiosa oscuridad, pero encendimos nuestras pipas y nos iluminamos a veces con las linternas de bolsillo que transportábamos. De vez en cuando, distinguíamos los relámpagos a través de las grietas de la pared. La tarde se estaba volviendo tan tenebrosa que cada relámpago resultaba tremendamente impresionante. Esta lluviosa vigilia me hizo recordar de forma estremecedora mi terrible noche en la Montaña de las Tempestades. Regresó a mi pensamiento aquella extraña incógnita que de manera intermitente me repetía desde entonces, y una vez más me pregunté por qué el demonio, al aproximarse a los tres hombres que observábamos desde la ventana o desde el exterior, se había llevado a los de los lados dejando al del medio para el final en que un imponente relámpago lo había hecho huir. ¿Por qué no había tomado a sus víctimas en un orden natural y habría sido yo el segundo, cualquiera que fuese la dirección por la que hubiera empezado? ¿Con qué clase de tentáculos los atrapó? ¿O sabía que era yo el guía y decidió guardarme un destino más terrible que a mis compañeros?

      En medio de estos pensamientos, como para acentuarlos dramáticamente, cayó un tremendo rayo cerca de nosotros al que siguió un sonido de deslizamiento de tierra. Al mismo tiempo, se levantó un furioso viento cuyo rugido fue creciendo de forma demoníaca. Tuvimos la seguridad de que otro árbol de Maple Hill había caído fulminado y Munroe se levantó del cajón donde estaba sentado y se acercó a la ventanilla para verificar el destrozo. Al quitar el postigo, el viento y la lluvia entraron aullando de forma atronadora y no pude escuchar lo que decía, pero esperé, mientras él se asomaba intentando abarcar el pandemónium. Gradualmente, la calma, el viento y la difusión de la insólita oscuridad nos hicieron percibir que se alejaba la tormenta. Yo había esperado que durase hasta el anochecer, cosa que nos ayudaría en nuestra búsqueda, pero un clandestino rayo de sol que, detrás de mí, penetró por un boquete de la madera, borró mis esperanzas. Le dije a Munroe que era mejor dejar entrar un poco de luz aunque cayesen más aguaceros, así que desatasqué la puerta y la abrí. Afuera, el terreno era una rara extensión de barrizales, charcos y pequeños montículos producidos por el reciente corrimiento de tierra, pero no observé nada que justificase el interés que mantenía a mi compañero asomado a la ventana sin decir nada. Me aproximé a él y lo toqué en el hombro, pero no se movió. Luego, al sacudirlo en broma y girarlo hacia mí, sentí los estranguladores aros de un horror canceroso cuyas raíces alcanzaban pasados perpetuos y abismos inescrutables de la noche que palpita más allá del tiempo.

      Arthur Munroe estaba muerto. Y en lo que quedaba de su masticada y agujereada cabeza ya no había cara.

      III. Qué significaba el resplandor rojo

      Una tormentosa noche del 8 de noviembre de 1921, iluminado por una linterna que proyectaba lúgubres sombras, cavaba yo solo, como un idiota, en el mausoleo de Jan Martense. Había comenzado a excavar en la tarde porque se estaba formando una tormenta, y ahora que había oscurecido y la tormenta había estallado sobre la lujuriosa floresta, me sentía satisfecho. Creo que mi cabeza estaba un poco desquiciada a causa de los sucesos del 5 de agosto, la sombra diabólica de la casa, la tensión y el desencanto generales y lo acontecido en la aldea durante la tormenta del mes de octubre. Después de todo aquello, tuve que cavar una fosa para una persona cuya muerte no acababa de comprender. Sabía que los demás no la comprenderían


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