Narrativa completa. H.P. Lovecraft
Читать онлайн книгу.fue una eventualidad que tras interminables contorsiones, se prendiese mi olvidada linterna al sacudirla, iluminando vagamente la larga madriguera de barro endurecido que dibujaba una curva delante de mí. Había seguido avanzando de este modo durante un largo rato y la pila de la linterna estaba casi agotada cuando el túnel inició una súbita y pronunciada cuesta arriba que me obligó a cambiar mis movimientos para avanzar. Al levantar la vista, sin previo aviso, vi resplandecer a lo lejos dos reflejos diabólicos de mi agónica luz, dos reflejos candentes de aciago e inequívoco resplandor que excitaron en mi memoria recuerdos velados y enloquecedores. Me detuve automáticamente, pero sin voluntad para retroceder. Los ojos se acercaban, aunque solo pude distinguir una garra del ser al que pertenecían. ¡Pero qué garra! Luego, muy arriba, sonó vagamente un estruendo que reconocí. Era el violento trueno de la montaña que estallaba con agitada furia. Sin duda, llevaba un rato reptando hacia arriba, ya que ahora percibía la superficie bastante cerca. Y mientras estallaban los amortiguados truenos, aquellos ojos seguían mirándome fijamente con perversidad.
Gracias a Dios, no supe entonces lo que era, de lo contrario, no habría sobrevivido. Pero me salvó el mismo trueno que había invocado, porque tras una angustiosa espera, rompió en el cielo uno de esos frecuentes estruendos de la montaña cuyas señales yo había observado aquí y allá en forma de lesiones de tierra removida y fulguritas de diferentes dimensiones. Con furia titánica se enterró, revolcándose en la tierra por encima de aquel horrible pozo, cegándome y ensordeciéndome, aunque no logró hacerme perder el conocimiento. Seguí escarbando y avanzando desesperadamente en el caos de tierra que caía y se resbalaba, hasta que la lluvia que me mojaba la cabeza me serenó y vi que había llegado a la superficie de un lugar familiar, una zona inclinada y sin árboles, en la vertiente sur de la montaña. Los constantes relámpagos alumbraban y agitaban el terreno revuelto y los restos del curioso montículo que provenía de la parte superior y boscosa de la ladera, sin embargo, no había nada en todo aquel caos que mostrase por donde había salido yo de la fatal catacumba. Mi cerebro era un caos tan grande como la tierra y cuando a lo lejos, un rojo resplandor alumbró el paisaje por el sur, apenas tuve conciencia del horror que acababa de experimentar. Pero, dos días después cuando los colonos me dijeron qué significaba aquel resplandor rojo, mi horror fue más grande que el que me había producido la pezuña y los ojos de la embarrada madriguera. En una aldea a veinte kilómetros de distancia, había tenido lugar una profusión de terror después del rayo que me había permitido a mí salir de la tierra, y un ser indescriptible había saltado desde un árbol a una choza de débil tejado. Había cometido una atrocidad, pero los colonos habían prendido fuego a la choza furiosamente antes de que aquel ser pudiese escapar. Había cometido el estrago en el mismo instante en que la tierra cayó sobre la entidad de la garra y los ojos.
IV. El horror en los ojos
Nada puede ser normal en la mente de quien, sabiendo lo que yo sabía sobre los horrores de la Montaña de las Tempestades, va solo a buscar el terror que se escondía en dicho lugar. En este Aqueronte de satanismo multiforme, el hecho de que al menos dos de estas personificaciones del terror hubiesen fallecido era una garantía muy débil de seguridad física y mental, sin embargo, continué mi búsqueda cada vez con mayor entusiasmo a medida que los hechos y las explicaciones se hacían más monstruosos. Dos días después de mi aterradora exploración de la cripta de los ojos y la garra, cuando me enteré de que un ser maligno había cruzado la aldea a veinte kilómetros de distancia, en el mismo instante en que aquellos ojos se posaban en mí, advertí una auténtica agitación de terror. Pero este terror estaba tan combinado con una sensación grotesca y alucinada, que casi me resultó agradable. A veces, en las mortificaciones de esas pesadillas en las que fuerzas incorpóreas se lo llevan a uno por encima de los techos de raras ciudades muertas hacia el precipicio burlesco de Nis, es un consuelo, incluso un placer, gritar salvajemente y lanzarse voluntariamente, en medio de la terrible vorágine de onírico tormento, al primer abismo sin fondo que tropieza. Y eso es lo que sucedió, con la pesadilla errante de la Montaña de las Tempestades. El descubrimiento de que los engendros habían estado ocultos en aquel lugar me causaron finalmente unas locas ansias de sumergirme en la tierra de esa maldita región, excavar con las manos desnudas y sacar a la muerte que amenazaba en cada centímetro del maléfico suelo.
En cuanto pude, regresé a la tumba de Jan Martense y cavé en vano donde había excavado antes. Un desprendimiento de tierra había borrado sin duda toda señal del pasadizo subterráneo y la lluvia había cegado de tal modo la excavación que me fue imposible averiguar hasta dónde había cavado el día anterior. Inicié también una ardua caminata hacia la aldea donde había ardido la espantosa criatura, pero encontré poca recompensa a mi esfuerzo. En las cenizas de la desdichada choza descubrí varios huesos, pero evidentemente ninguno correspondía al monstruo. Los colonos mencionaron que solo había habido una víctima, pero esto me pareció una imprecisión, ya que aparte de un cráneo humano completo, hallé un fragmento óseo que parecía ser de otro cráneo en algún momento humano. Y aunque habían visto la rápida caída del monstruo, nadie fue capaz de mencionarme el aspecto de aquella criatura. Quienes presenciaron el hecho decían simplemente que era un demonio. Estudié el gran árbol donde se había posado, pero no vi huellas de ningún tipo. Traté de encontrar algún rastro en la espesura del bosque, pero en esta oportunidad no pude soportar la visión de aquellos troncos horriblemente grandes, ni de aquellas raíces que, como gigantescas serpientes, se retorcían diabólicamente antes de hundirse en la tierra.
Mi siguiente paso fue estudiar nuevamente con atención microscópica la aldea abandonada que con mayor frecuencia había visitado la muerte y donde Arthur Munroe había visto algo que no pudo narrar. Aunque mis inútiles inspecciones anteriores habían sido excepcionalmente meticulosas, ahora tenía nuevos datos que comprobar, pues la tenebrosa excavación de la fosa me había convencido de que al menos en una de sus fases, la monstruosidad había sido una criatura del subsuelo.
Esta vez, el 14 de noviembre, concentré mi búsqueda especialmente en las laderas de Cone Mountain y Maple Hill que dominaban la desdichada aldea, prestando especial atención a la tierra desprendida del corrimiento que presentaba esta última elevación. Durante el registro de la tarde no encontré nada en claro y empezaba a oscurecer cuando me hallaba en lo alto de Maple Hill observando la aldea y la Montaña de las Tempestades al otro lado del valle. Había ocurrido una estupenda puesta de sol y ahora salía la luna, casi llena, vertiendo su resplandor plateado sobre el llano, la ladera lejana de la montaña y los extraños montículos que se levantaban aquí y allá. Era un paisaje pacífico y antiguo, pero consciente de lo que se escondía en él, lo detesté. Odié la luna farsante, el llano hipócrita, la montaña purulenta y aquellos infaustos montículos. Todo me parecía contaminado por un repugnante contagio, inspirado por una nociva sociedad con poderes ocultos y anormales.
Más tarde, mientras observaba absorto el paisaje bañado por la luz de la luna, me llamaron la atención la singular distribución de algunos elementos topográficos de la naturaleza. Aunque no poseía conocimientos sólidos de geología, me había sentido atraído desde el principio por las colinas y los extraños montículos de la zona. Había notado que estaban distribuidos por una zona bastante amplia alrededor de la Montaña de las Tempestades, aunque eran menos numerosos en la llanura que en la cumbre de dicho montículo, donde las antiquísimas glaciaciones hallaron sin duda menos resistencia a sus extraordinarios y fantásticos caprichos. Ahora, a la luz de aquella luna baja que creaba alargadas sombras espantosas, me di cuenta con gran asombro de que los distintos puntos y líneas del grupo de montículos guardaban una rara relación con la cima de la Montaña de las Tempestades. Aquella cima era invariablemente el centro del que surgían, de manera irregular e indefinida, las líneas o filas de puntos, como si la cruel mansión Martense hubiese alargado unos visibles tentáculos de terror. La idea de tales tentáculos me causó un inexplicable estremecimiento y dejé de examinar mis razones para creer que estos montículos fueran fenómenos glaciares. Mientras más lo pensaba, menos creía que fuesen tal cosa y, ante mi cerebro recientemente despejado, comenzaron a surgir grotescas y espantosas analogías basadas en hechos superficiales y en mi experiencia bajo tierra. Antes de darme cuenta, había empezado a murmurar palabras delirantes e incoherentes, dialogando conmigo mismo: “¡Dios mío!... Son madrigueras... ese horrible lugar debe de ser una colmena... cuántos... aquella noche en la mansión... atraparon a Bennett y a Tobey primero,