Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro. Juan Luis González García
Читать онлайн книгу.El amplio y riguroso manejo de las fuentes y demás referencias bibliográficas invita a ahondar en estos y otros temas. La importancia concedida a la retórica en la paideia cristiana desde los primeros tiempos en la sociedad romana, la convirtieron en un elemento vivo del legado de la Antigüedad. Los recursos retóricos, actuando en la configuración del pensamiento, contribuyen a conformar los mecanismos de la mente y, de ahí, la aportación al conocimiento de ciertos rasgos de la mentalidad de una época. Porque, si bien es verdad que los préstamos de la Antigüedad contaron también con opositores, en general se sobrepusieron a las reservas cautelares. A este respecto, me viene a la memoria el dístico de Menéndez Pelayo, católico a machamartillo, en el que proclama: «En arte soy pagano hasta los huesos, / pese al abate Gaume, pese a quien pese».
Una exposición satisfactoria del presente estudio me impulsaría, siguiendo la sugerencia del personaje de Borges, a reescribirlo, pero es tarea de la que me veo libre, pues el lector que me lea tendrá en este momento el libro en sus manos.
Jesús M.ª Caamaño Martínez
Catedrático emérito de Historia del Arte
Universidad Complutense de Madrid
EXORDIUM
Mientras floreció la elocuencia, floreció la pintura.
Eneas Silvio Piccolomini[1]
Definición, partes y fines de la retórica
«Dum viguit eloquentia viguit pictura.» La cita con la que inauguramos este libro procede de una afamada carta de hacia 1451 escrita a Niklas von Wyle († 1478), el primer traductor alemán de literatura italiana renacentista. Eneas Silvio Piccolomini, que reinó como Pío II de 1458 a 1464, se refería con ella a la antigua fraternidad existente entre retórica y pintura. En su época, como en tiempos de Demóstenes y Cicerón, el florecimiento de una había enaltecido a la otra. Cuando, con Roma, cayó la oratoria, lo mismo pasó con la pintura; y cuando la primera revivió, también la segunda alzó su cabeza.
Mucho más que un adagio afortunado, para aprehender la trascendencia de esta frase, denotativa del Zeitgeist de la edad del humanismo, hemos de asumir la doble condición de Eneas Silvio como patrono de las artes y como orador. Su elocuencia fue la más poderosa arma que le preparó el terreno hasta su exaltación final. Aun siendo el más grande de los diplomáticos y eruditos de la curia, quizá no hubiera llegado a ser papa sin la reputación y la eficacia de su portentosa oratoria. A causa de ello, y ya desde su nombramiento como cardenal (1456) por parte del valenciano Calixto III, eran innumerables los que veían en él al más digno candidato al pontificado. Pues bien, de aquella tradición en la que se imbricaba Piccolomini, de la observación de situaciones de la vida real donde la elocuencia había conducido al éxito, surgió la retórica grecolatina.
Los primeros escritores de technai –obras usadas en la Antigüedad para aprender la técnica oratoria– analizaron los recursos empleados por los predecesores de Eneas Silvio en el dominio de la palabra y desarrollaron un método de enseñanza para inculcar tales habilidades. Con los siglos, de este germen brotaría toda una ciencia, un arte y hasta un ideal de vida. La sistematización de la elocuencia natural dio así origen a la facultas (gr. dynamis) oratoria. Si el comienzo del lenguaje lo suministró la naturaleza, el principio del ars resultó de la experiencia de observar lo útil y lo inútil, lo imitable y lo evitable en el discurso[2].
Según Aristóteles, la retórica consistía en reconocer los medios de convicción más apropiados para cada caso, tanto lo convincente como lo aparentemente convincente. Retórica sería entonces «la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer»[3]. Esta definición de la retórica aristotélica como arte de la persuasión, fechable ca. 335-322 a.C. y basada en Isócrates[4], fue seguida sucesivamente por el auctor Ad Herennium y por Cicerón. La Retórica a Herenio, una obra anónima de comienzos del siglo I a.C., se tiene por el texto romano más antiguo que nos ha llegado sobre preceptiva oratoria. Atribuida en la Edad Media a Cicerón y después –no unánimemente– a Cornificio[5], constituye, junto con el De inventione ciceroniano, el primer corpus latino de elocuencia. Ambos libros, en la Edad Media llamados respectivamente Rhetorica nova o secunda y Rhetorica vetus o prima, crearon una terminología muy completa en latín a partir de la traducción o transliteración de los vocablos originales griegos. Ad Herennium, sobre todo, fijó la taxonomía de las figuras estilísticas que alcanzaría mayor presencia en las letras posteriores.
Obtener la aprobación de los oyentes (i. e., convencerles) debía ser el objetivo del orador propuesto como modelo a Cayo Herenio[6]. Cicerón, por su parte, estableció en su obra varias definiciones de la elocuencia, invariablemente conceptuada de «arte de persuadir». La invención retórica (86 a.C.), pensada como una síntesis completa pero abandonada a la mitad por su autor, estimaba «evidente» que la función de la retórica es hablar de manera adecuada para persuadir y que su finalidad es persuadir mediante la palabra[7]. Aunque el Cicerón maduro nunca volvería a dignarse a escribir un manual convencional sobre retórica, en su De oratore (56-55 a.C.) no dejó de considerar que hablar de un modo apropiado a la persuasión suponía la primera tarea del orador[8]. Ambos tratados contienen la división fundacional de la retórica en cinco partes: inventio, dispositio, elocutio, memoria y pronuntiatio. La invención se encarga del descubrimiento (excogitatio) de cosas (res, o «quid dicamus») verdaderas o verosímiles que hagan la causa probable; la disposición es la distribución en orden de esas ideas halladas por la invención; la elocución aplica las palabras (verba, o «quo modo dicamus») idóneas a los argumentos «inventados»; la memoria capta con firmeza palabras y argumentos, que, si están bien dispuestos, serán más fácilmente memorizables, y la pronunciación es el control de la voz y del cuerpo con arreglo a los argumentos y las palabras[9]. En el mencionado De oratore afirmará que estas partes orationis responden a una secuencia temporal: primero hay que encontrar qué decir, después ponerlo en orden y, por fin, adornar el discurso, aprenderlo de memoria y pronunciarlo[10].
El hispanorromano Quintiliano (ca. 95 d.C.), el más influyente profesor de oratoria del mundo antiguo, mantuvo la división ciceroniana de las partes rhetorices[11], pero se apartó de su paradigma en el fin señalado para la retórica. Para Quintiliano sería «la ciencia de hablar bien»[12] –una tesis de tradición estoica–, y no el arte de persuadir mediante la palabra. En el Renacimiento, esta mudanza de objetivos le granjeó los ataques de las retóricas modeladas sobre Cicerón, si bien, en términos generales, ambas definiciones trataron de conjugarse para salvar cualquier discordancia entre los dos grandes cánones de la elocuencia latina. Resumiendo mucho, se entendió que el bien hablar no podía ser un fin en sí mismo, sino algo dependiente del juicio del auditorio. Era un medio, un instrumento para alcanzar un fin, la persuasión[13].
Retórica y retoricismo
El término «retórica», por largo tiempo despreciado, se ha revalorizado de nuevo en las últimas décadas, pero su significado preciso –ya se aplique a la Antigüedad, a la Edad Media o a la Edad Moderna– parece lejos de estar claro para muchos. En primer lugar, lo «retórico» debe separarse de sus asociaciones peyorativas. La retórica, en el Siglo de Oro, no formalizaba una pomposidad vacía, una mendacidad intencionada, un gusto por el alarde, una artificialidad